domingo, 13 de febrero de 2022

Dom de Septuagésima – San Mateo XX, 1-16 – 2022-02-13 – Padre Edgar Díaz


Erasmus Quellinus - Al recibirlo murmuraban contra el amo...

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Afirma San Ireneo que “en todas partes se dejará ver Dios [por los salvados], conforme a la dignidad de quienes lo ven”.

Estas palabras enseñan que una es la salvación, ofrecida a todos, pero distintos son los grados de participación en esa salvación, según la dignidad de cada individuo. La dignación comporta mérito, por parte del hombre.

Que Dios se vea “en todas partes” indica la universalidad de la salvación, pues todo hombre es llamado a salvarse. 

Al salvado Dios el comunica su propia vida, no sustancialmente como al Hijo y al Espíritu Santo, sino cualitativamente, como elevación de la humanidad, en cuerpo y alma, a la semejanza perfecta con Él.

Por eso, mientras aquí en la tierra, Dios “conviene con ellos en un denario” (San Mateo XX, 2), es decir, les ofrece la salvación que es una, y esto es “justo”: “Os daré lo justo” (San Mateo XX, 4).

Todos los que trabajaron en la viña “recibirán un denario” (San Mateo XX, 9.10.13), el mismo galardón, la incorrupción consiguiente a la única visión esencial de Dios.

Una sola Viña; una sola Justicia de Dios: “Llegada la tarde, dijo el amo …: ‘Llama a los obreros y dales su salario, desde los últimos hasta los primeros’” (San Mateo XX, 8).

Como San Ireneo, San Clemente de Alejandría nos presenta la misma enseñanza, la igualdad de la salvación a que están llamados todos los hombres:

“El Señor en persona reveló clarísimamente la igualdad de la salvación, al decir: ‘Porque éste es el querer de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y Yo le resucitaré en el día último’ (San Juan VI, 40).”

El pensamiento humano, sin embargo, piensa diferente de como piensa Dios, y sostiene que Dios tendría que dar más a los primeros: “cuando llegaron los primeros, pensaron que recibirían más” (San Mateo XX, 10).

El egoísmo humano no permite que Dios de la misma paga a los postreros. Esta aparente injusticia de Dios es exacerbada más aún si se considera que entre los salvados hay personas que en la tierra no han trabajado casi nada en la viña.

Aún en el último instante de la vida el postrero podría convertirse y salvarse, y recibiría la misma salvación que quien estuvo toda la vida empeñándose en conseguirla. 

A esta objeción que se le presenta a Dios, Él responde: “¿No puedo hacer Yo lo que quiero con mis bienes?” (San Mateo XX, 15), que equivale a ¿No puedo Yo querer que todos se salven?

O, acaso, “¿Has de ver con mal ojo que Yo sea bueno?” (San Mateo XX, 15). Constatamos que Dios quiere la conversión del pecador, mas, según nuestro juicio, preferimos que sea castigado y condenado casi instantáneamente por Dios. No permitimos que Dios le siga buscando para ver si se convierte.

La Parábola señala principalmente la unidad de la salvación para toda la humanidad. Esencialmente, es la misma salvación ofrecida a cada uno. Una salvación para un solo y mismo linaje humano, al igual que hay un mismo y único Dios.

Mas no en la misma medida para todos. A través de la diferencia de horas trabajadas por los viñadores, la Parábola da a entender además una desigualdad de empeño particular por lograr la retribución prometida.

Los obreros fueron igualados en la remuneración, pero no en el gozo que ésta produjo en cada uno de ellos en particular: “Al recibirlo, murmuraban contra el amo” (San Mateo XX, 111). El mayor o menor contento proviene, entonces, de la fatiga individual.

Esto Dios lo ha ligado a la libertad y al esfuerzo del hombre. Dios es Bueno al llamar a todos a gozar de su visión, a la única salvación, pero su Bondad es más o menos obstaculizada por el declinar humano.

La unidad de Dios, y del género humano, y, aún, la igualdad de la salvación —por visión de Dios— para todos los hombres, no comporta la unidad o igualdad de medida con la que cada hombre salvado gozará de esa salvación. 

En medida, será salvación distinta para cada uno, como son cuantitativa y cualitativamente distintos los méritos, según más o menos se haya deseado el Cielo aquí en la tierra.

Sirviéndose de otra Parábola San Ireneo instruye sobre la distinción de grados dentro de la salvación única. Unos fructifican [gozan] como 100, otros como 60, otros como 30 (cf. San Mateo XIII, 8). Y conforme a sus merecimientos será la retribución en las varias moradas de la casa del Padre (cf. San Juan XIV, 2).

Las dos enseñanzas van juntas. La igualdad esencial, cualitativa, y la desigualdad de grados. Por ello, mejor le contemplará quien esté en el Cielo mismo, la morada más cercana a Dios, pero solo en grado, no en esencia.

Los primeros entre los viñadores —los de mayor mérito— son los que se hacen dignos de vivir (eternamente) en el Cielo: “los juzgados dignos de conversar en el Cielo”, según enseña San Ignacio de Antioquía.

San Pablo declara que “la ciudadanía nuestra es en los Cielos, de donde también, como Salvador, estamos aguardando al Señor Jesucristo” (Filipenses III, 20), y exhorta a aspirar al mayor grado de visión de Dios, el Cielo: “… para que seáis hechos dignos del Reino de Dios por el cual padecéis” (2 Tesalonicenses I, 5).

El Cielo, pues, representa la región más alta del Reino de Dios. Se eleva sobre el Paraíso, y probablemente indica la región desde donde bajará la Jerusalén superior, según nos enseña la teología de San Ireneo.

El régimen de vida del Cielo será distinto al régimen de vida que tendrá lugar en el Milenio, el Reino aquí en la tierra. Durante los mil años, comunes a todos los justos, el hombre vivirá como viven los ángeles.

En cambio, en el Cielo, el régimen de vida será peculiar a los justos de mayor merecimiento, es decir, un régimen de vida eterno, divino o celeste, en la región del Espíritu. 

Desde el Cielo bajará la Jerusalén superior, que servirá de paradigma a los habitantes del Milenio. 

Para sostener esta verdad, San Ireneo se apoya en el Profeta Isaías quien declaró lo que Dios dijo a su Ciudad: “Ved que dibujé tus muros en mis manos, y estás siempre en mi presencia” (Isaías XLIX, 16); y en San Pablo, en su Carta a los Gálatas: “La Jerusalén superior es libre, la que es madre de todos nosotros” (Gálatas IV, 26), es decir, la Jerusalén dibujada por las manos de Dios, el lugar de los paradigmas divinos.

Por esta salvación, y para lograr el mayor grado en ella, exhorta San Ireneo a quienes aún estamos en esta tierra a hacer penitencia y a la conversión, mientras esperamos a Cristo: 

“Si pues … es Cristo la piedra desgajada sin manos [descrita por el Profeta Daniel] (cf. Daniel II, 44) que destruirá los imperios temporales y traerá el eterno, a saber, la resurrección de los justos (cf. San Lucas XIV, 14) —pues suscitará, dice, el Dios del Cielo, un imperio que jamás se romperá— hagan penitencia en confusión cuantos desechan al Creador y niegan haber sido enviados los profetas por el mismo Padre de quien vino el Señor y enseñan que las profecías reconocen por origen diversas potestades. Pues las cosas anunciadas por el Creador en forma similar mediante todos los profetas, Cristo las llevó a cumplimiento en el fin (de los tiempos), como quien servía al querer de su Padre y consumaba la humana economía”.

A la Piedra del texto de Daniel II, 44-45 se le atribuyen dos empresas:

Primero, la destrucción de los reinos temporales; significados todos en los cuatro grandes reinos descritos en el texto. Y segundo —y mucho más importante aún— la inauguración del Reino eterno en el mundo.

Victorioso del anticristo y de sus reyes vasallos, el Hijo de la Virgen fundará en el mundo sensible un Reino definitivo y eterno, el Milenio, con la resurrección de los justos: “suscitará el Dios del Cielo un reino, que nunca será destruido” (Daniel II, 44).

Este Reino será: “El Reino que obtendrán los santos” (Daniel VII, 22). “Y el imperio, el señorío y la grandeza de los reinos que … existen serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo; su imperio es imperio eterno” (Daniel VII, 27).

He ahí el punto de transición de la victoria final de Cristo sobre el anticristo, al gobierno incontrastado del Hijo de la Virgen sobre los justos, en este mundo.

“Y la piedra era Cristo”, explica San Pablo en la Epístola de hoy; “bebían de la roca espiritual que les seguía” (1 Corintios X, 4). 

La Piedra descrita por el Profeta Daniel era el Mesías, quien acordaba al pueblo de Israel no solamente el agua para saciar su sed, sino también todas las demás gracias que necesitaba.

Nada más bello y nada más real que esta actividad anticipada del Mesías en la historia judía, como San Justino señala en su escrito a Trifón, el judío: 

“Porque leemos (en los Evangelios) que el Cristo es el Hijo de Dios, lo proclamamos y lo entendemos como Hijo, el mismo que en los libros de los Profetas es llamado la Sabiduría, el Día, el Oriente, la Espada, la Piedra, etc.”

Y del Hijo se puede decir lo que se dijo del Padre, “Él es la Roca, perfecta es su obra, justos sus caminos; es un Dios fiel y sin iniquidad; justo y recto es Él” (Deuteronomio XXXII, 4). 

Y al Hijo debemos aferrarnos para obtener la salvación: “Arrimándoos a Él, como a piedra viva, reprobada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa” (1 Pedro II, 4). 

Piedra Viva le llama el Príncipe de los Apóstoles. “También vosotros, cual piedras vivas, edificaos (sobre Él)” (1 Pedro II, 5).

Y San Pablo también exhorta a ser edificados sobre Cristo: “Edificaos sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas, siendo Piedra Angular el mismo Cristo Jesús” (Efesios II, 20).

Por eso, cuando venga la “tribulación como no la hubo desde el principio ni la habrá” (San Mateo XXIV, 21), habrá gran necesidad de aferrarse a esta Piedra. 

Será el último combate de los justos, y los que en Él vencieren recibirán la corona de la incorrupción. Será la última tribulación, a la que seguirá la corona:

“Porque —hechos discípulos de un Maestro bueno— tenéis ya depositada para vosotros en el Cielo la corona de la vida y de la incorrupción”, sostiene Hipólito. “Corred, pues, de modo que la alcancéis” (1 Corintios IX, 24), exhorta San Pablo.

Más se estima un premio adquirido en lucha que regalado. Cuanto más reñida sea la competición, de mayor precio resultará la corona. Comenta San Ireneo:

“No se aman tanto las cosas que vienen por sí solas como las que se logran con gran solicitud. Como, pues, nos correspondía amar más a Dios, fue necesaria esta lucha, tanto el Señor como el Apóstol nos enseñaron esto”.

Cuenta mucho amar mucho a Dios. Y como nadie le ama tanto, para ello, pues, necesita vivir en continua lucha. El reino de Dios se hizo objeto de violencia y solo accesible a quienes se la hacen para ganarlo:

“Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece fuerza, y los que usan la fuerza se apoderan de él” (San Mateo XI, 12).

En el combate se ve manifiesto el misterio del libre albedrío. Por su medio merece el hombre, en lucha con el mal, el bien prometido al triunfo.

Así hemos de empeñarnos nosotros, y con tanta mayor razón, por obtener el premio de la salvación, la esperanza cierta de una felicidad, que si no nos cautiva el corazón es porque apenas tenemos una vaga idea del Cielo, e ignoramos las innumerables promesas que Dios nos prodiga en la Sagrada Escritura. 

Por eso, que cada cristiano se sienta impulsado a obtener en esta vida el mayor mérito posible, la mayor dignidad para ver a Dios, según así lo quiere Dios.

¡Que Dios nos conceda la salvación, y la gracia de obtener el mayor mérito posible, según su Santísima Voluntad! Amén.