domingo, 20 de febrero de 2022

Dom de Sexagésima – 2022-02-20 – San Lucas VIII, 4-15 – Padre Edgar Díaz

Campo de Maíz - Peter De Wint

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Que el fruto de la siembra dependa de la colaboración de la tierra equivale a proclamar la libertad humana bajo las mociones de la gracia de Dios. Dios nos dio la libertad para ser libres, no esclavos. ¡Tremendo poder el que tenemos, para crear tanto cielos como infiernos!

San Juan Crisóstomo enseña la razón porqué la semilla divina queda en unos, estéril, y en otros, produce frutos. El diverso éxito de la predicación del reino depende de la libertad de los oyentes.

Sobre la libertad humana, la tesis católica establece que la gracia de Dios no priva a la voluntad humana de su libertad y poder electivo, es decir, no le impone una necesidad antecedente, sino que la deja libre de aceptar o de rechazar. Si hubiera una imposición de Dios, iría en contra de los designios de Dios con respecto a la Naturaleza Humana.

El Concilio de Trento condenó la doctrina de Janssens quien sostenía que en el estado de naturaleza caída nadie puede jamás resistir a la gracia interior (es decir, siempre está obligado a seguirla; sin libertad), y que para poder merecer o desmerecer no se requiere la libertad de necesidad, sino solo la libertad de coacción (física).

Además, rechazó el Concilio a todos aquellos que afirman que el libre albedrío, movido y excitado por Dios, no coopera con la gracia de Dios, sino que se comporta como algo inánime que no obra absolutamente nada. 

Por lo tanto, la Iglesia nos asegura que, dada la gracia de Dios, la voluntad no permanece pasiva, sino que obra, y de tal modo que su poder está en consentir o disentir. Se puede tanto aceptar y secundar la gracia como rechazarla de plano. Dios no interfiere en nuestra libre elección.

El Padre Fabro nos explica el problema de la libertad según la filosofía. ¿Dónde reside la libertad? ¿En el intelecto; o en la voluntad? ¿De qué depende que ésta falle, es decir, que en vez de hacer al hombre libre lo conduzca a la esclavitud? ¿Acaso no tendría que hacernos siempre libres?

Tal problema, dice Fabro, se ha presentado a lo largo de la historia, y parece no haber sido resuelto aún.

El hombre siempre ha experimentado la libertad, como así también, los tropiezos que le ha acarreado (sobretodo el Pecado Original).

Subordinar la libertad a la inteligencia, al pensamiento, y al entendimiento es un problema, porque resulta en hacer dependiente algo que en sí mismo por naturaleza debe ser independiente. Es la paradoja de la libertad. Es por eso por lo que no podemos aceptar cualquier pensamiento, ante la duda que nos vaya a conducir a esclavitud.

Si lo que más resalta en el hombre es su libertad, es, sin embargo, la libertad misma lo que más le retiene y continúa a enmarañarlo en las cadenas de sus propios condicionamientos.

No tanto porque la libertad es la forma pura de ser humano (el único ser cuyo acto es libre) sino, y, sobre todo, por la forma subjetiva de entender la libertad, y el consecuente modo de ejercerla, ya sea para bien, o para mal.

La parábola de hoy precisamente da ejemplos de esos condicionamientos que cada ser humano por su libertad se crea: somos como “el camino”, o “la tierra poco profunda”, o “entre las espinas”, o “la tierra buena”, según cómo cada uno haya entendido y ejercido su libertad.

Los endurecidos como un camino por el mucho pasar no son aquellos que son simples de inteligencia, sino quienes no eligen poner la atención y el interés debido a la Palabra de Dios. Son espíritus fuertes, que se las dan de sabios, y, por eso, rehúsan escuchar la predicación. 

Por elección, optan por no escuchar. Muy viciosos, están impedidos de oír; y consideran a quienes oyen y practican como unos tontos de quienes se deben burlar. Si tuvieran que escuchar la predicación de San Pablo directamente de sus labios tendrían que soportar su insipiencia, en castigo por su soberbia. ¿De qué presumen los pseudo-doctores? “¿Quién desfallece que no desfallezca yo?” (2 Corintios XI, 29), les dice San Pablo.

Los de escasa profundidad, como poca tierra sobre piedras, crecen tan apresuradamente como mueren. Se secan con la misma rapidez con la que nacieron. La falta de raíces suficientes no puede más que darles una alegría pasajera. 

No recapacitan; no hacen que la Palabra de Dios arraigue a fondo; como quiera que el hombre procede por convicción, si no la tiene, no persevera ante las dificultades ni los sufrimientos, cuya necesidad ni siquiera llega a entender. El inconstante no elige a Dios, sino a su mezquino confort del momento.

Los que tienen su tierra llena de espinas no llegan a la madurez necesaria para el reino de Dios. Principalmente estas espinas son las riquezas; y la deshonestidad por conseguirla. Es necesario cortar con esto de raíz. Cristo no admite sociedad con Belial, ni con Mammón. Las riquezas ahogan la semilla para que no sea Dios el elegido. Es muy difícil que un rico se salve, por causa de esta mala elección.

Y la tierra buena produce fruto céntuplo. Es el corazón humilde, generoso y bueno, que se esfuerza por ser perseverante. El entendimiento y la voluntad ponen su parte, consolidados por la perseverancia, y de este modo se obtiene fruto abundante.

Para el pensamiento moderno, continua el Padre Fabro, la libertad es la esencia y la vida de la razón, que se vuelve más autónoma con la afirmación de la ciencia moderna, es decir con la identificación de la verdad y la certeza. 

En el pensamiento moderno, por primera vez, al menos en apariencia como función de la razón, la libertad obtuvo su autonomía, y, como tal, tomó el comando sobre la vida humana. Es que se pone confianza incondicional en la razón. Se elige la razón por sobre la fe.

Para Santo Tomás de Aquino, la libertad es esa propiedad del hombre gracias a la cual algo que no pudo ser o devenir, en cambio, deviene y es; y, asimismo, algo que podría ser y devenir, ni es, ni deviene:

“Puesto que, como afirma el Damasceno (De Fide Orth. Lib II, c 26), se dice que el hombre está hecho a imagen de Dios, en cuanto que la imagen implica ‘un ser inteligente dotado de libre albedrío y de movimiento propio’. Ahora que hemos tratado del ‘Ejemplar’, es decir, Dios, y de aquellas cosas que surgen del poder de Dios de acuerdo con Su voluntad, nos queda tratar de su imagen, es decir, el hombre, en cuanto que es también principio de sus acciones, en cuanto tiene libre albedrío y dominio sobre sus acciones" (Summa Theologica, Parte I-II; Pars Prima Secundae; Prólogo).

El texto de San Juan Damasceno es mucho más pintoresco que el de Santo Tomás, porque se ajusta más al texto bíblico:

“Pero debido a que estas cosas fueron así, Dios creó al hombre con una naturaleza visible e invisible al mismo tiempo, dotándolo de un cuerpo formado de la tierra, y de un alma racional e inteligible, del aliento que sopló sobre él, dándole lo que llamamos una imagen divina. En efecto, ‘según la imagen’ significa lo intelectual y el libre albedrío; en cambio ‘según la semejanza’ hace referencia a la virtud en cuanto es posible para el hombre”.

Ambos textos, más pintoresco el patrístico, más parco el tomista, indican, aunque sin agotar, la originalidad primaria de la libertad como creatividad participada: acto puro del hombre como persona. El hombre es libre, y esto significa que puede crear.

La libertad está presente tanto en las órdenes que provienen del intelecto como en la responsabilidad con la que cada hombre, poco a mucho dotado, poco o muy inteligente, actúa. 

La esencia creadora de la libertad está en ese “poder” cuya verdad no se encuentra en un concepto, o en un juicio, o incluso, en un discurso de la razón, sino en la “posición de sí mismo”, en virtud de la cual, se es capaz de moverse o no hacia el bien, es decir coartar o permitir, acoger o rechazar, amar u odiar, solo lo que el hombre quiera admitir en su vida. Es por eso por lo que somos responsables de admitir el mal en nuestras vidas.

Fue muy firme Santo Tomás cuando con una brasa encendida rechazó a la tentadora que le habían colocado sus familiares en su residencia (Castillo del Monte San Juan Campano), donde aún hoy se puede ver la representación realista del hecho en la parte de la habitación que la familia había transformado en prisión. Tal fue su rechazo del mal.

En su itinerario filosófico, Santo Tomás no abandonó a Aristóteles, sino que acudió en su ayuda. Le ayudó a salir de la duda o incertidumbre que el filósofo griego tenía sobre si la libertad era un acto del intelecto, o de la voluntad.

La libertad es un acto de ambas potencias conjuntas. Es trabajo del intelecto, para orientarse en el bien, y lo es también de la voluntad, para moverse hacia esto o aquello, y decidir sobre esto o aquello.

En su Evangelio San Lucas presenta la Anunciación a María como un acto de libertad, tanto por parte de Dios que envía un ángel para pedir el consentimiento de la humilde mujer, como por parte de María que, aunque sumergida en la luz de la aparición celestial y asombrada por la propuesta, pide garantía, y sólo después de haberla obtenido otorga su consentimiento (cf. San Lucas I, 26-38).

El mismo San Lucas, en el dramático relato de la Conversión de San Pablo, que de perseguidor de la Iglesia pasa a ser inmediatamente Apóstol y Doctor de Ella por excelencia, presenta la libertad como un consenso y un acuerdo entre la predestinación de Dios y el consentimiento del hombre. 

Prueba de ello es el diálogo de Cristo con San Pablo, arrojado al suelo por la fuerza de una luz vehemente en el camino a Damasco, donde las amenazas y las masacres eran furiosas, para destruir a los cristianos fugitivos.

Solo después de la declaración de Cristo de que era a Él a quien perseguía en sus creyentes la vehemencia de la conversión se transformó en docilidad y obediencia al Señor: ¿Qué quieres que haga? (cf. Hechos de los Apóstoles IX, 1-5).

Así como lo había sido la de la Anunciación a María también la Conversión del Apóstol es una llamada extraordinaria: una petición de lo alto, un consenso y un acuerdo que implicaron para ambos el riesgo supremo de la libertad. Tal es como lo ve claramente la tradición cristiana.

Las Sagradas Escrituras describen las obras ejecutadas mediante la gracia, como prescritas por la ley y merecedoras del premio eterno, a la vez que se conmina con penas a quienes se nieguen a seguir los preceptos impuestos en la predicación y en las exhortaciones.

Todo ello sería absurdo si el hombre no obrara libremente bajo el impulso de la gracia. Pero, distinto a como fue el caso de María y San Pablo, no todas las vocaciones a la libertad en obediencia a Dios han tenido el resultado del consenso y del acuerdo.

Se desprende de las Sagradas Escrituras que la voluntad del hombre también puede resistir a la gracia que le llama: “Estoy en la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, Yo entraré con él” (Apocalipsis III, 20). Es condicional; depende de nuestra elección de abrir o no la puerta; y: “Os he llamado y no habéis escuchado, tendí mis brazos y nadie se dio por entendido, antes bien desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos” (Proverbios I, 24).

Asimismo, San Esteban reprende de modo parecido a los judíos: “Hombres de dura cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos. Vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres, así vosotros” (Hechos de los Apóstoles VII, 51).

Isaías se quejaba de la viña que bien cuidada no quiso dar si no agraces: “Qué más había de hacer yo por mi viña que no hiciera, porque mientras se esperaba que diese uvas, dio agraces” (Isaías V, 3-5).

Y Jesús lloró sobre Jerusalén que había huido de Él cuando quería recoger a sus hijos como una gallina a sus polluelos (cf. San Mateo XXIII, 37).

Y San Pablo a los Romanos: “¿O es que despreciáis las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, desconociendo que la bondad de Dios te atrae a penitencia? Pues, (así se te hará) conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón…” (Romanos II, 3-4).

Si el hombre no pudiera resistir a la gracia, como sostenía Janssens, no podríamos entender ninguno de estos testimonios.

Calvino reconoció que su doctrina era nueva y contraria a la tradición: “Cristo —dice— mueve la voluntad no como se ha enseñado y creído desde hace muchos siglos, a saber, como si fuese en nuestro poder y elección obedecer o rechazar su moción…” ¡Qué descaro! Negó totalmente la libertad.

Precisamente, en la controversia pelagiana, en la que se pudo tanto exagerar como negar la libertad, aparece muy clara la doctrina de la Iglesia.

Así, Pedro el Diácono, en una carta enviada a los obispos de África, desterrados en Cerdeña, dice: “El padre celestial revela la fe al que quiere, atrayendo la libertad a la verdad, no como una necesidad violenta, sino infundiendo su suavidad por el Espíritu Santo”.

Por su parte, los obispos africanos, en la epístola a Juan, afirman: 

“Vosotros decís que solo la misericordia de Dios salva al hombre, y ellos, que si la propia voluntad no concurre y trabaja nadie se salva, y, en realidad, las dos cosas han de ser sostenidas dignamente. Si admitimos el recto orden existente entre la misericordia divina y la libertad humana, de modo que la una previene y la otra sigue, ya que la sola misericordia de Dios da el principio de la salud al que después la voluntad humana sigue cooperando a su propia salvación… Precisamente porque el hombre goza del libre albedrío, oye y obedece los preceptos”.

La historia de los dogmas es bien clara y a lo largo de toda ella aparece cómo la Iglesia no ha sido menos solícita en defender la necesidad y gratuidad de la gracia que en dejar bien seguro el libre albedrío bajo ella.

Después de la venida de Cristo ésta es la libertad que para el hombre espiritual solo cuenta y que será la llamada al Juicio Final: someterse a muerte y a esclavitud para proclamar con el sacrificio de la libertad en vida visible la supremacía del invisible que vive y debe vivir en la intimidad de cada uno.

Tal es en efecto la tarea de la libertad como realidad de posibilidad que se propone en cada momento que se ofrece a cada hombre la superación de todos los obstáculos para llegar a Dios y el desligarse de todo lazo que le impida volar hacia Él.

Quererlo es tarea del riesgo de la libertad. Es la libertad, que, por la elección, que no hace ruido de palabras ni conceptos, se lanza con sacrificio de amor e ímpetu de acción para así quererlo. De otro modo no puede atestiguarse esa libertad de la verdad que es la verdad de la libertad.

“¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?” (San Lucas XII, 57). Ante la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo el ejercicio de la libertad se volverá cada vez más riesgoso aún. Como San Pablo, es menester elegir nuestra debilidad, para no caer en la sectaria soberbia de pensarnos ser el Cristo.

“Si es menester gloriarse, me gloriaré en lo que es mi flaqueza” (2 Corintios XI, 30); “De mí mismo no he de gloriarme, si no es de mis flaquezas” (2 Corintios XII, 5); 

“Que nadie juzgue de mí por encima de lo que en mí ve y oye de mí” (2 Corintios XII, 6); “Para que no me engría, me fue dado el aguijón de la carne, el ángel de Satanás que me abofetea, para que no me engría” (2 Corintios XII, 7); 

“Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Corintios XII, 8).

Éste es el gran testimonio que el Apóstol de las Gentes nos dejó, sobre la auténtica apuesta de la libertad, la que no lleva a esclavitud, sino a la emancipación en Dios, donde verdadera y definitivamente se disolverá el problema de la libertad.

¡Amén!