Jesús cura al ciego de nacimiento |
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Nuestro Señor nos dio el mandamiento del amor de caridad como distintivo del cristiano, el verdadero hijo de Dios: “Mi mandamiento es que os améis unos a otros, como Yo os he amado” (San Juan XV, 12).
El ardor del ciego por encontrarse con Jesús fue pagado con creces: “¡Jesús, Hijo de David, apiádate de mí!” (v. 38); “Y Jesús le dijo: ‘Recibe (tu vista), tu fe te ha salvado’” (v. 42).
Las virtudes teologales nos fueron dadas por Dios para alcanzar la salvación; pero tanto la fe como la esperanza la alcanzan efectivamente solo cuando están informadas por la caridad.
Por eso, de las tres virtudes teologales, la más importante es la caridad; y de ahí el precepto de la caridad que Jesús nos mandó.
La caridad hace que la fe y la esperanza no permanezcan infructuosas, sino que conduzcan a una buena vida, y, en consecuencia, a la salvación: “Nadie puede tener amor más grande que dar la vida por sus amigos” (San Juan XV, 13).
Sin la caridad la fe sola no alcanza. Y la razón de esto es que tanto la fe como la esperanza pueden convivir con el pecado; mientras que la caridad no; se muere. Por eso: “vosotros sois mis amigos, si hacéis esto que os mando” (San Juan XV, 14). Solo la caridad hace amigos de Jesús.
Cuando hayamos obtenido la salvación, la Visión de Dios cara a cara, tanto la fe como la esperanza desaparecerán, pues no las necesitaremos más. Solo la caridad permanecerá.
Esta permanencia le da a la caridad el carácter de virtud perfecta, puesto que lo que permanece es más perfecto que lo que no. De ahí podemos deducir todo el empeño que debemos poner en practicar la caridad por encima de todo.
Hermosamente la describe el Himno de San Pablo: “Aunque tenga profecía, y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga toda la fe en forma que traslade montañas, si no tengo amor, nada soy” (v. 2).
¿Qué lección más simple que ésta para poder discernir dónde está hoy la desmantelada verdadera Iglesia? La caridad es el fruto que nos permite distinguir: no el mayor o menor conocimiento de la profecía; tampoco el de los misterios, aún cuando estos sean los apocalípticos.
La caridad es lo que nos permite distinguir: siempre lo fue, no tendría por qué cambiar ahora. Y la mayor caridad consiste en vivir en verdad: “el amor no se regocija en la injusticia sino en la verdad” (v. 6).
“El amor nunca se acaba” (v. 8), y, por eso, sirve de distintivo. “En cambio, las profecías terminarán, las lenguas cesarán, y la ciencia tendrá su fin” (v. 8).
Asociada a la caridad están la unidad y la paz. No por un mero sentimentalismo, sino por la verdadera consideración hacia las legítimas aspiraciones de quien sinceramente busca a Dios.
Por eso, lo más perfecto en esta vida es la caridad; el tratar a toda costa de llegar a la reconciliación con el prójimo, el mantener la unidad en la verdadera fe, y la consecuente paz: no habremos pedido más que las cuatro notas de la verdadera Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica.
“El amor es benigno, sin envidia; no es jactancioso, no se engríe; no hace nada que no sea conveniente, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal” (vv. 4-5).
A quien aspire llegar a Dios por otro camino, como el de la división, el menosprecio, la parcialidad, el auto constituirse en autoridad, Jesús les recuerda: “Bienaventurados los pacificadores y los de puro corazón, porque verán a Dios” (San Mateo V, 8-9).
Como nadie ama lo que no conoce, para el mandamiento de la caridad se impone un riguroso empeño por conocer a Dios. Esa es la razón de ser del cristiano, y la caridad es, en consecuencia, el distintivo del cristiano.
Nuestro conocimiento natural, el que proviene de nuestro propio esfuerzo, ya sea por el estudio, ya sea por la experiencia, es un conocimiento imperfecto, aún cuando se emplee toda la vida en adquirirlo.
Más perfecto que éste es el conocimiento sobrenatural, al que puede tener acceso cualquier persona fiel a Dios por el simple hecho de ser fiel a Dios de rodillas ante un Crucifijo, y no por la laboriosidad de sus estudios.
Este conocimiento sobrenatural es el que proviene de la fe basado en la Revelación de Dios y en las Sagradas Escrituras, es decir, en las Profecías y Misterios, que Dios se digna otorgar al alma, como a Santo Tomás de Aquino.
Ambos conocimientos tienen de común su elaboración a posteriori, y como base, los conceptos creados en nuestro intelecto, y por más sublime que sean estos conocimientos, por partir de una elaboración del intelecto, tienen condición de imperfecto.
Cuando se alcance el conocimiento perfecto, frente a Dios, se abandonará el conocimiento imperfecto, así como cuando uno deja de ser niño —con palabras de San Pablo— considera como inútiles las cosas de niño (cf. vv. 11-12).
Cuando veamos a Dios cara a cara desaparecerá la fe y la esperanza y todo conocimiento abstractivo: “En vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (San Lucas XXI, 19), porque “el amor es paciente” (v. 4).
En este raciocinio San Pablo cotejó con mano maestra el conocimiento actual sobre Dios, y el que tendremos en el cielo, estableciendo las siguientes diferencias:
Al presente nuestro conocimiento es imperfecto porque “vemos por un espejo” (v. 12), locución quizá rabínica que indicaba un conocer mediato mediante un instrumento que reflejaba el objeto.
Conocemos a Dios “porque lo invisible de Él, su eterno poder y su divinidad, se llegan a conocer a partir de la creación del mundo” (Romanos I, 20); y si la fe añade nuevos motivos y verdades, es manejado siempre por los conceptos creados.
Por eso mismo el conocimiento es oscuro, como quien no distingue claramente la verdad: “ahora veo por un espejo, oscuramente” (v. 12). Por lo tanto, “solo en parte conocemos” (v. 9); desconocemos el resto.
Pero cuando llegue el fin, nuestro conocimiento tendrá las condiciones opuestas, siendo, por tanto, inmediato, claro y propio, y total, en cuanto a que conoceremos a todo Dios, si bien no agotemos totalmente su cognoscibilidad.
Mientras seamos viadores, nuestra caridad dependerá, entonces, del mayor empeño que hayamos puesto en conocer más y más a Dios.
Ante el anuncio de la Pasión de Nuestro Señor los Apóstoles “no entendían nada… eran cosas ininteligibles… no entendían lo que les decía” (v. 34).
San Lucas explica: “no sabían lo que significaban estas palabras, estaban para ellos veladas, de manera que no las entendieron, y temían preguntarle sobre ellas” (San Lucas IX, 45).
Si a pesar de la claridad de las palabras no las entendieron es señal de que debió existir algún defecto en el entendimiento o en la voluntad de los oyentes.
En realidad, el defecto se dio en ambas facultades: inteligencia y voluntad. Por un lado, estaban llenos de prejuicios, de imaginaciones temporales. Por otro, el temor de enfrentarse con la realidad les impedía de tal modo la voluntad que no querían preguntarle.
Un entendimiento absorto en preocupaciones; y una voluntad que teme las desventajas que la verdad le podría causar. Los prejuicios que ofuscan nuestro entendimiento se deben a la precipitación de nuestro raciocinio, dice Santo Tomás.
Santo Tomás da una imagen muy gráfica para entender este problema: quien desciende una escalera ordenadamente lo hace escalón por escalón; el precipitado, lo hace dando saltos de a dos o tres escalones, corriendo el riesgo de trastabillarse.
Los Apóstoles querían juzgar sobre Dios con criterios humanos, pero: “no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos, dice Yahvé. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros” (Isaías LV, 8-9).
De ahí, se podría decir de los Apóstoles que “conocieron a Dios, pero no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su insensato corazón fue obscurecido. Diciendo ser sabios, se tornaron necios” (Romanos I, 21-22).
En necesario, entonces, abandonar todo criterio humano, para juzgar de las cosas de Dios.
Ante las señales de los últimos tiempos, no entendemos nada; nos hemos vuelto precipitados, y todo nos parece desconcertante.
A lo desconcertante, como el anuncio de la Pasión, debemos admitirlo por la fe, por amor a Dios: “Dios hiere a su Hijo inocente por amor a los hombres culpables, y perdona a los hombres culpables por amor al Hijo inocente…” exclama San Justino.
“El misterio oculto desde los siglos en Dios… es notificado ahora por la Iglesia” (Efesios III, 9-10), dice San Pablo. ¿Quién hubiera podido suponer la Pasión de Nuestro Señor si, juzgando precipitadamente, no hubiéramos atendido a la voz de Dios?
“Si no has entendido, cree; el entender es un premio de la fe”, exhorta San Agustín. Nunca permitir que se mezclen las ilusiones que vienen de los sentidos, ni los caprichos de nuestra inteligencia.
El apego desordenado por las cosas de este mundo volvía sordo a los Apóstoles a todo lo que representara humillación y sufrimiento. Mientras el mundo apetece todo lo contrario al espíritu, Jesús nos invita a cargar nuestra cruz y seguirlo para obtener la salvación (cf. San Lucas IX, 23). ¡Vaya contraste!
Mientras los hombres queremos la exaltación de nuestro ego, Nuestro Señor nos habla de cruz —precisamente la muerte de nuestro ego— e indica que el sufrimiento es indispensable para la salvación. Quien no entiende este mensaje, ama el peligro, y “quien ama el peligro, cae en él” (Eclesiástico—Sirácida III, 27).
“El verdadero discípulo de Cristo y de su Evangelio —dice San Agustín— es el que se acerca a su Maestro, no para oír lo que quiere, sino para querer lo que oye”.
Por amor, Dios interrumpe de tanto en tanto el suave curso de nuestra vida: para que no caigamos en el peligro de dormirnos en delicias pasajeras: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (San Lucas VI, 25).
¡Que no nos extrañe que Jesús nos haga partícipes de su cruz si nos quiere hacer partícipes también de su gloria! Amén.