miércoles, 2 de marzo de 2022

Miércoles de Ceniza – San Mateo VI, 16-21 – 2022-03-02 – Padre Edgar Díaz

El Sacramento de la Confesión

*

Hoy comienza Nuestro Señor por humillarnos: “Acuérdate, hombre, que eres polvo, y que en polvo has de convertirte” (Génesis III, 19).

Desde el Pecado Original, momento a partir del cual el hombre empezó a morir, faltándole el fruto del árbol de la vida, desde entonces, decimos, sentimos que el hombre es polvo.

Y con palabras lapidarias el dedo de Dios escribió sobre el escudo del género humano: “Eres de la tierra y a la tierra volverás” (Génesis III, 19). 

“Todos los hombres no son más que polvo y ceniza”, confirma el Sirácida (Eclesiástico XVII, 31).

Mas, si bien el cuerpo se descompone, el alma es un soplo de Dios (cf. Génesis II, 7), que no se descompone ni muere (Sabiduría III, 1-4), aún cuando el cuerpo descansa en la esperanza de la resurrección (San Juan V, 28 s; Romanos VIII, 23; I Corintios XV, 42). 

De aquí arranca un nuevo concepto de la vida. Somos lo que somos, hijos de Adán y herederos de su carne depravada.

Solamente los méritos de Cristo nos dan capacidad para sobreponernos a esta degeneración de la carne y vivir según el espíritu; pero esto, que sólo se da a los que creen con fe viva, no quita nada de nuestra decadencia natural; ya que la vida según el espíritu es un “nuevo nacimiento” en Cristo y presupone la muerte de nuestro “hombre viejo”, para que “caminemos en nueva vida” (Romanos VI, 4). 

San Pablo explica este misterio a los Efesios, diciéndoles: “Dejad vuestra pasada manera de vivir y desnudaos del hombre viejo, que se corrompe al seguir los deseos del error; renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y en la santidad de la verdad” (Efesios IV, 22-24; cf. Efesios III, 9). 

Esto, sin duda, es menos frecuente de lo que creemos; pues para ello debe el hombre renunciarse a sí mismo (cf. San Lucas IX, 23), lo cual no es difícil si estamos convencidos de esa decadencia en que nacemos, pero sí es muy difícil para el que tiene esa suficiencia de sí mismo, tan en boga en los últimos tiempos, pues nadie deja lo que cree bueno mas abandona fácilmente lo que considera malo y perjudicial.

Es la arrogancia y la soberbia del hombre lo que le impide volver a Dios. No habrá salvación para quien no se empeñe en cambiar el hombre viejo del que habla San Pablo, y no deje de ir tras los pasos del error, y no perdone a sus semejantes, y no pida perdón a Dios. Y la decadencia en la que vivimos nos impide ver esta tremenda realidad.

La misma oración con la que imploramos que “venga su reino” para ser libres de esta decadencia, nos lleva a esclavizarnos más aún a las fuerzas del mal, cuando rehusamos cumplir con la condición que nos libera de esa decadencia: “así como nosotros perdonamos”.

Dios está siempre dispuesto a perdonar; pero el hombre no llega a reconocer su pecado, a sentir dolor y compunción por él, y, en consecuencia, no pide perdón. El hombre no llega a reconocer su pecado: colosal herida mortal que asestó el Diablo.

La confianza de que Dios perdonará es necesaria pues se podría caer en la desesperación amarga en que cayeron por sus pecados Caín (cf. Génesis IV, 13) y Judas (cf. San Mateo XXVII, 4-5). Ambos vieron a Dios solamente como un vengador y castigador, olvidándose de su dulzura y misericordia.

Debemos estar, en consecuencia, siempre dispuestos a reconocer nuestros pecados, y volar hacia el Padre, e implorarle que trate con nosotros, no según su justicia, sino según su misericordia.

En el reconocimiento necesario de nuestros pecados no es suficiente el meramente recordarlos, sino el hacerlo con amargura, por haber ofendido a Dios, de manera tal que esa amargura toque el corazón, divida el alma en dos, e imprima dolor en ella.

En su bajeza e indignidad, podredumbre y corrupción, el hombre se atreve a ultrajar de una manera inconcebible la Majestad y la Inefabilidad de la Excelencia Dios, después que Dios le ha creado, redimido y enriquecido con innumerables e incontables beneficios.

Esta comparación debería poner al hombre de rodillas para implorar a Dios el perdón de sus pecados. Pero no sucede así. Atraído por los más bajos gustos del pecado se hace más devoto del Diablo aún, para ser su más sumiso esclavo. 

El lenguaje es totalmente inadaptado para describir la cruel tiranía que el Diablo ejerce sobre aquellos que, habiéndose desligado del suave yugo de Dios, y roto la más amorosa cadena del amor, se han unido a las filas del acérrimo enemigo, el “príncipe de este mundo” (San Juan XII, 31; XIV, 30), “el príncipe de las tinieblas” (Efesios VI, 12), y “rey de todos los hijos del orgullo” (Job XLI, 25).

Son innumerables los males que el hombre se echa encima por sus pecados, casi infinitos, así como los describe David: “no hay en mi carne parte sana, ni un hueso tengo intacto, por culpa de mi pecado” (Salmo XXXVIII, 4).

Con estas palabras denota la violencia de la peste, confesando que no dejó ninguna parte de él sin que esté infectada por el pestífero pecado; porque el veneno había penetrado en sus huesos, es decir, infectado su entendimiento y voluntad, que son las dos facultades más íntimas del alma.

Pero, además de la angustia que sentía por la enormidad de sus pecados, David estaba aún más afligido por el remordimiento de haber provocado la ira de Dios contra él.

Porque los impíos están en guerra con Dios, a quien ofenden más allá de lo creíble por sus crímenes. Dice San Pablo: “Ira y enojo; tribulación y angustia, para toda alma que obra el mal y obedece a la injusticia. A los rebeldes, y a los que no obedecen a la verdad” (Romanos II, 8-9).

Aunque el acto pecaminoso es un acto delimitado y tiene su fin, sin embargo, por su culpa y por su mancha, permanece en el alma; y la ira inminente de Dios le persigue, como la sombra al cuerpo.

Por lo tanto, cuando David estaba siendo traspasado por estos atormentadores pensamientos, fue movido a buscar el perdón de sus pecados.

“Así como nosotros perdonamos” expresa una condición. Así lo interpreta el mismo Jesús: “Si, pues, vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial os perdonará también; pero si vosotros no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados” (San Mateo VI, 14-15).

¡Es pues enorme la promesa que Jesús pone aquí en nuestras manos! ¡Imaginemos a un juez de la tierra que dijese otro tanto! Pero ¡ay! si no perdonamos, porque entonces nosotros mismos nos condenamos al rezar el Padrenuestro.

Es decir, si se rezara bien un solo Padrenuestro, para los que hacen las guerras, éstas serían imposibles. ¡Y todavía se dice que estamos en la civilización cristiana!

Si deseamos que Dios nos perdone nuestros pecados también nosotros debemos perdonar aquellos de quienes hemos recibido una injuria; porque Dios nos pide tan rigurosamente que olvidemos las injurias que nos han hecho y, a la vez, que alcancemos un mutuo amor y afecto, que Él rechaza y desprecia las ofrendas y sacrificios de quienes no están reconciliados entre sí.

Ésta es la doctrina que enseña el Catecismo de Trento, para quien se atreva a poner en duda estas palabras.

Incluso la ley de la naturaleza requiere que nos comportemos con los demás como nos gustaría que ellos se comportaran con nosotros.

Por lo tanto, sería bien deshonesto quien pidiera a Dios el perdón de sus ofensas mientras continúa entreteniendo enemistad contra su prójimo. 

Por lo tanto, aquellos a quienes se han infligido injurias deben estar siempre listos y dispuestos a perdonar, urgidos como están por el Padrenuestro, y por el mandato de Dios en San Lucas:

“Si uno de tus hermanos llega a pecar, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces en un día contra ti, y siete veces vuelve a ti y te dice: ‘me arrepiento’, tú le perdonarás” (San Lucas XVII, 3-4). 

Y este otro mandato de Dios en San Mateo: “Amad a vuestros enemigos” (San Mateo V, 44). Y en San Marcos: “Y cuando os ponéis de pie para orar, perdonad lo que podáis tener contra alguien, a fin de que también vuestro Padre celestial os perdonará vuestros pecados” (San Marcos XXI, 25).

Pero como debido a la corrupción de la naturaleza humana no hay nada más que el hombre haga tan reluctantemente que perdonar los pecados, se debe insistir en este tema.

No hay un signo más seguro de que alguien es hijo de Dios que su disponibilidad para perdonar las ofensas y sinceramente amar a sus enemigos, porque ahí brilla la imagen de Dios Padre. El tesoro del perdón es el único que se nos permite aquí en la tierra. 

Nada más difícil que perdonar; nada más necesario que perdonar, por temor a caer en la desesperación de no ser perdonados por nuestros pecados. La venganza va en contra nuestra. 

Ésta es la gracia que pedimos a Dios: el perdón de nuestros pecados, un verdadero arrepentimiento, dolor intenso por nuestros pecados. Le pedimos la gracia de poder aborrecer nuestros pecados, y confesarlos verdadera y piadosamente. 

Para ello, también es necesario pedirle la gracia de la reconciliación con quienes tenemos algún rencor.

Y el más perfecto acto de misericordia que podamos tener para con nuestros ofensores es, olvidar las injurias y tener la buena voluntad para con ellos.

Quien desee experimentar de una manera especial la misericordia de Dios, debería ofrecer a Dios mismo a todos sus enemigos, y todas las ofensas que le hayan hecho, y orar por sus enemigos, con buena voluntad, aprovechándose de cada oportunidad para hacerles bien.

Nada sería más injusto que no ser indulgente en la vida, y, a la vez, pedir para sí mismo a Dios la indulgencia de su bondad y amabilidad.

Amén.