Entrada Triunfal de Jesucristo en Jerusalén - Anthony van Dyck |
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La numerosísima muchedumbre que extendió sus mantos y sus ramos sobre el camino al paso de Jesús montado sobre un asno (cf. vv. 7-8) había reconocido al Mesías. Hizo su entrada triunfal en Jerusalén en un momento en que Israel había perdido por completo su soberanía.
Desde hacía siglos el cetro (gobierno-poder ejecutivo) había dejado de estar en manos de la Tribu de Judá, como lo señalaba la bendición de Jacob (cf. Génesis XLIX, 10), para estar en las de los Macabeos, de la tribu de Leví, en primera instancia, y luego en manos extranjeras, las de los Romanos, bajo el emperador Augusto, en tiempos de Jesús.
Los mismos Romanos se encargaron de dar el golpe de gracia a todo vestigio de soberanía de Israel cuando quitaron la potestad de decidir sobre la vida y la muerte al Sanedrín, el poder judicial-religioso de Israel, cosa que los hizo enloquecer.
Quedaron conmocionados por esa pérdida, al ver esfumada su soberanía judicial, el último resto de independencia nacional que le quedaba al gobierno de Israel.
Se cumplía así en parte la profecía de Jacob: “No se apartará de Judá el cetro (gobierno-poder ejecutivo), ni el báculo de entre sus pies (los pies del Sanedrín, poder judicial), hasta que venga el Mesías: a Él obedecerán las naciones” (Génesis XLIX, 10).
La desaparición de los poderes soberanos era el tiempo fijado por la profecía para la venida del Mesías. Quien tenían ante ellos, quien hizo su entrada triunfal en Jerusalén ese Domingo, era el Mesías, y era, además, la constatación irrefutable del cumplimiento de la Profecía. Solo faltaba que a Él le obedecieran las naciones.
Por eso saludaron a Jesús con el Título de Hijo de David: “Hosanna al hijo de David” (San Mateo XXI, 9), es decir, hijo de la tribu de Judá. Solo a la tribu de Judá le correspondía el cetro de Israel.
Ese Domingo el pueblo de Israel aclamó la entrada del Mesías, con la esperanza del fin de la dominación extranjera, porque el Mesías tendría bajo su poder a las naciones: “A Él obedecerán las naciones” (Génesis XLIX, 10). Mas esto solo ocurriría después de su segunda venida.
El momento de ser Rey, entonces, no era todavía, y el jolgorio del Domingo de Ramos fue interrumpido abruptamente por otra profecía que los llevó directamente al Viernes Santo: “Destrocemos el árbol con su pan, y cortémosle de la tierra de los vivientes, y no quede ya más memoria de su nombre” (Jeremías XI, 19).
Con astucia el Sanedrín se encargó de quitarle del medio. Si bien este cuerpo judicial conservaba el poder de excomulgar (cf. San Juan IX, 22), encarcelar (cf. Hechos de los Apóstoles V, 17-18) y flagelar (cf. Hechos de los Apóstoles XVI, 22), habían perdido, como dijimos, el derecho de sentenciar a muerte.
Ya no había verdadero legislador en Israel, capaz de juzgar a muerte a ninguno, y menos de pronunciar una sentencia de muerte en contra del Mesías. Legalmente esto constituyó una flagrante violación a la imposición romana.
No tuvo oportunidad Jesús de concretizar su Reino en ese momento. Profecía como “Decid a la hija de Sión: ‘He ahí que tu rey viene a ti, benigno…’” (San Mateo XXI, 5), tomada a su vez de Isaías: “Decid a la hija de Sión: ‘Mira que viene tu Salvador… trae consigo su galardón… su recompensa’” (Isaías LXII, 11), no ha sido cumplida aún en su totalidad.
Más claro incluso, en el Apocalipsis Jesús dice: “He aquí que vengo presto, y mi galardón viene conmigo para recompensar a cada uno según sus obras” (Apocalipsis XXII, 12). La Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo es la meta y cumplimiento del plan de Dios, y, por lo tanto, de la historia del género humano. ¡El verdadero Domingo de Ramos!
El Cardenal Billot dice: “Es el acontecimiento supremo al cual se refiere todo lo demás y sin el cual todo lo demás se derrumba y desaparece”. A partir de ese acontecimiento comenzará Jesús a reinar sobre este mundo, desde la Jerusalén celestial.
Vendrá sin demora, no bien suene el instante: “No es moroso el Señor en la promesa, antes bien—lo que algunos pretenden ser tardanza—tiene Él paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen al arrepentimiento” (2 Pedro III, 9).
Solo la caridad de Dios con los pecadores detiene esa manifestación del Señor que tanto anhelamos, y, sin duda, también el Padre anhela, ansioso de ver a su Hijo triunfante y glorificado entre las naciones.
Si se nos dice que vivamos esperando a Jesús y que “el tiempo está cerca” (Apocalipsis XXII, 10), ello significa la posibilidad de que Él llegue en cualquier momento, sin que nada pueda oponerse a la dichosa esperanza (cf. Tito II, 13), pues vendrá “como un ladrón” (Apocalipsis XVI, 15), esto es, aunque muchos piensen que aún no se han cumplido los signos precursores: “El día del Señor vendrá como ladrón” (2 Pedro III, 10).
Isaías había indicado ya que la fuerza irresistible de Dios recuperaría el gobierno del mundo: “He aquí que Dios, el Señor, viene con poder, y su brazo dominará, he aquí que su premio está con Él y delante de Él va su recompensa” (Isaías XL, 10).
Solo a Él corresponde la soberanía: “lleva el imperio sobre sus hombros” (Isaías IX, 6).
El profeta Miqueas, contemporáneo de Isaías, dice del Mesías: “Éste será la paz” (Miqueas V, 5). Es decir, la paz encarnada y personificada, no solamente un príncipe pacífico que se abstendrá de la guerra y la corrupción.
Paz es sinónimo de seguridad y tranquilidad, y, por decirlo así, el conjunto de todo lo que la humanidad caída necesita para librarse de los males. Para los profetas la paz es la característica del Reinado de Cristo.
En vano buscará Israel recuperar su gobierno hasta tanto no venga Nuestro Señor Jesucristo por segunda vez: “Hasta que venga el Mesías, al cual corresponde el reino”, según el Targum Onkelos, parafraseando la bendición de Jacob (Génesis XLIX, 10).
El Mesías es Jesús, “el León de la Tribu de Judá, la raíz de David” (Apocalipsis V, 5), quien “reinará sobre la casa de Jacob por los siglos de los siglos, y su reino no tendrá fin” (San Lucas I, 33).
Por el momento Judá y el mundo se encuentran en la ruina profetizada: “¡Ruina, ruina! … no subsistirá hasta que venga Aquel cuyo es el derecho, y a quien Yo lo daré” (Ezequiel XXI, 27), dice Dios Padre, es decir, a quien de derecho pertenece el reino. El cetro de Judá es para el Mesías, “cuyo es el derecho”.
La cetro de Judá tendrá lugar cuando ciertamente aparezca Aquel a quien corresponde el señorío del mundo. A Él, y solo a Él, pasará el cetro de Judá, y en Él encontrará su perfección. El Mesías ha de sentarse en el trono de David, su padre, y su reino no tendrá fin, cuando ocurra su Segunda Venida.
Y entonces “a Él obedecerán las naciones” (Génesis XLIX, 10). Se someterán a Él todos los pueblos. Los reyes irán como peregrinos a la Jerusalén a presentar sus ofrendas; irán hasta esa magnífica ciudad de Dios que estará pendida en los aires y que tendrá sobre los pueblos un poder de atracción irresistible.
Todos los pueblos rendirán homenaje tanto a Dios que habitará entre los hombres, como a su pueblo fiel, en la Jerusalén Celestial.
Y allí se podrá decir que toda rodilla se doblará ante Jesús: “que doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos” (Filipenses II, 10). Allí finalmente el Padre será glorificado cuando “toda lengua confiese que Jesucristo es Señor” (Filepenses II, 11).
Mientras tanto ese momento llegue, elevemos como nuestra la oración que Azarías hizo al Señor (Daniel III, 25.34-45):
“¡Oh, Señor Dios Nuestro! Te rogamos no apartes de nosotros tu misericordia… Estamos hoy abatidos en toda la tierra por causa de nuestros pecados… Mas con corazón contrito y con espíritu humillado, seamos por Ti recibidos… Así te sea hoy agradable nuestro sacrificio en tu presencia, para que jamás queden confundidos los que en Ti confían. Y ahora, con todo el corazón te seguimos y te tememos, y buscamos tu rostro. No nos confundas: antes, pórtate con nosotros según tu mansedumbre, y según la muchedumbre de tus misericordias. Y líbranos con tus maravillas, y glorifica tu nombre, oh, Señor; y confundidos sean todos los que hacen sufrir a tus siervos; confundidos sean, con todo tu poder, y quebrantada sea su fuerza: que sepan que Tú eres el solo Señor Dios y el glorioso sobre la redondez de la tierra, ¡oh, Señor Dios nuestro!”
Amén.