domingo, 3 de abril de 2022

Domingo de Pasión – 2022-04-03 – San Juan VIII, 46-59 – Padre Edgar Díaz


Niccola Grassi - Crucifixión

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Ningún Domingo como el de Pasión presenta oportunidad tan adecuada para tratar el tema del sacerdocio de Cristo, y, en particular, su eternidad.

Nuestro Señor Jesucristo es Sumo Sacerdote. Es afirmación de la Epístola de hoy: “Cristo, constituido Sumo Pontífice de los bienes futuros” (Hebreos IX, 11); “Mediador de una Nueva Alianza” (Hebreos IX, 15).

Estas verdades son muy frecuentes en San Pablo: “Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres: el Hombre Cristo Jesús” (1 Timoteo II, 5).

Y: “Nuestro Pontífice ha recibido en suerte un ministerio tanto mayor cuanto que Él es mediador de una excelente alianza” (Hebreos VIII, 6).

Santo Tomás enseña que ser mediador es lo propio del sacerdote: “El oficio propio del sacerdote es ser mediador entre Dios y el pueblo, en cuanto que da al pueblo las cosas divinas y en cuanto que presenta a Dios las preces del pueblo”.

Pero la Epístola a los Hebreos nos presenta a Cristo como Pontífice de la Gran Liturgia del Nuevo Testamento no en la tierra sino en el cielo. Es desde el cielo que Él continúa ejecutando sus oficios sacerdotales eternos.

La Encarnación inicia el Sacerdocio de Cristo, porque fue allí donde Nuestro Señor fue constituido Mediador.

Como los holocaustos y sacrificios de animales del Antiguo Testamento no le agradaron al Padre (cf. Hebreos X, 6), Dios le preparó un cuerpo: “Al entrar en el mundo (Encarnación)… un cuerpo me has preparado” (Hebreos X, 5), para ser sacrificado (es decir, muerto): “por la oblación (ofrenda y sacrificio que se hace a Dios) del cuerpo de Jesucristo” (Hebreos X, 10).

Mas, el sacrificio de Cristo tiene carácter perpetuo, según nos reveló Dios: “Por cuanto (Jesús) permanece para siempre, tiene un sacerdocio (oblación y sacrificio) perpetuo” (Hebreos VII, 24).

“Juró el Señor (Dios Padre), y no se arrepentirá”, y, haciendo eco del Salmo (cf. Salmo CIX, 4), le dijo: “Tú eres sacerdote para siempre” (Hebreos VII, 21). Jesús “vive para siempre para interceder por nosotros” (Hebreos VII, 25).

El sacerdocio de Cristo tuvo su manifestación más esplendorosa en su Pasión y Muerte; sin embargo, aunque la Pasión y la Muerte de Cristo no han de repetirse en adelante, la virtud de la Víctima permanece por toda la eternidad, porque “con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados” (Hebreos X, 14).

En el Apocalipsis San Juan escribió que vio la Jerusalén nueva, la Ciudad Santa, que descendía del cielo de parte de Dios (cf. Apocalipsis XXI, 2). Desde el trono oyó San Juan una gran voz que decía: “He aquí la morada de Dios entre los hombres. Él habitará con ellos, y ellos serán sus pueblos” (Apocalipsis XXI, 3).

Tal vez, podría pensarse que la intercesión de Cristo en los tiempos futuros no sea necesaria, pues “Dios mismo estará con los hombres, y les enjugará toda lágrima de sus ojos; y la muerte no existirá más; no habrá más lamentación, ni dolor, porque las cosas primeras habrán pasado” (Apocalipsis XXI, 3-4).

Pero Cristo “siempre vive para interceder por nosotros” (Hebreos VII, 25), insiste la Revelación. En el cielo está siempre ejerciendo su sacerdocio.

En el sacerdocio de Cristo—asevera Santo Tomás de Aquino—hay que distinguir entre la oblación del sacrificio y su consumación. La oblación del sacrificio, fue una vez y para siempre, aunque por pedido de Nuestro Señor a los Apóstoles se renueva sacramentalmente en la Santa Misa; y la consumación del sacrificio, es acción sacerdotal de Cristo a perpetuidad.

Antes de entrar Cristo, y por única vez, al Santuario celestial, constituido Sacerdote para siempre, derramó como Víctima, en este mundo, su Sangre de infinito valor, y así obtuvo la redención eterna, pues el Padre “lo puso como instrumento de propiciación por medio de la fe en su Sangre” (Romanos III, 25), con esa eficacia definitiva que no tenía el antiguo propiciatorio.

Mas la consumación del sacrificio, que no es otra cosa que la comunicación de los bienes adquiridos por Jesucristo con su muerte en Cruz (oblación única y para siempre), es también función sacerdotal y es, a diferencia de la oblación, permanente. Cristo realiza esa continua consumación del sacrificio desde el Cielo y, por esa razón, el sacerdocio de Cristo es eterno.

Por la consumación, aquellos por quienes se ofreció el sacrificio consiguen el fin del sacrificio, es decir, consiguen beneficiarse de los bienes adquiridos, asegura Santo Tomás de Aquino.

Mas esos bienes adquiridos no son bienes temporales, sino futuros: “Cristo está constituido pontífice de los bienes futuros” (Hebreos IX, 11). 

Santo Tomás enseña que, una vez obtenida la salvación, los santos no necesitarán ya purgar la debilidad del pecado, pues no existirá flaqueza alguna, conforme a las palabras del profeta Isaías: “Tu pueblo estará íntegramente formado por santos” (Isaías LX, 21). 

Se compondrá el pueblo de Dios solamente de justos: “todos los que están inscritos para la vida en Jerusalén” (Isaías IV, 3), porque todos conocerán a Dios (cf. Jeremías XXXI, 34) y “no me acordaré más de sus pecados” (Jeremías XXXI, 34).

Sin embargo, enseña Santo Tomás, los santos tienen necesidad de ser perfeccionados por Cristo, de quien depende su gloria (S.Th.III,22,5). Aquí aclara Santo Tomás a qué se refiere San Pablo cuando habla de los bienes futuros de los que Cristo es Sumo Pontífice (cf. Hebreos IX, 11). Se trata de los bienes que en la gloria futura los santos recibirán para perfeccionamiento. 

Santo Tomás ilustra su posición con este texto del Apocalipsis: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la alumbren, pues la gloria de Dios la ilumina, y su lumbrera es el Cordero” (Apocalipsis XXI, 23). 

Todo esplendor vendrá del Cordero, su Luminar, y sin Él nada podrá ser apetecible: “No hay bien para mí fuera de Ti, Señor” (Salmo XVI, 2). El misterio del Hijo como antorcha de la claridad del Padre—Luz de Luz, dice el Credo—es el que nos anticipa el Salmo: “En tu luz veremos la luz” (Salmo XXXVI, 10).

A este respecto, dice Mons. Straubinger, algunos autores, desde la época patrística, han distinguido entre los justos varias esferas de bendición. 

Parece fundado pensar que, siendo el Cordero la lumbrera de la Jerusalén celestial, los que le están más íntimamente unidos y viven aquí de la vida de Él con fe, amor y esperanza, estarán incorporados a Él compartiendo su suerte en lo más alto de los cielos, es decir, formando parte de ese Luminar: “nos hizo sentar con Cristo Jesús en los cielos” (Efesios II, 6; cf. Efesios I, 20)”. 

Hic taceat omnis lingua…” concluye Mons. Straubinger.

En vano sería tratar de imaginar cosas deleitosas más allá de Dios mismo, más allá del goce y la posesión íntima de la divinidad. Estaremos como fundidos y transformados en el mismo Sol divino. 

Y veremos su rostro en visión fruitiva: “Y verán su rostro: y el Nombre de Él estará en sus frentes” (Apocalipsis XXII, 4).

Y recibiremos el galardón de Jesús que viene con Él mismo: “Mi galardón viene conmigo” (Apocalipsis XXII, 12). El galardón de Jesús es Él mismo. 

Y Dios lo anunciaba desde el Antiguo Testamento diciendo a Abrahán: “Yo soy tu inmensa recompensa” (Génesis XV, 1). Este continuo darse a Sí mismo a los santos como galardón es el eterno sacerdocio de Cristo.

El amor de Dios por los hombres le exige a Dios dar más y más. Es efusivo, bondadoso, perseverante, e inagotablemente ingenioso en querer sorprendernos con insondables bienes.

No por justiciero exige Dios tanto a las almas, con pruebas, sufrimientos, y hasta castigos, sino por Amante incorregible. 

Atónitos ante esta inefable realidad los santos se quejaban de sus vidas tormentosas por ser sus vidas un misterio incomprensible para ellos.

Somos limitados; solo Dios no lo es. Mientras el egoísta quiere recibir y recibir sin más, el Amor no se contenta sino en dar y dar efusivamente, para nunca cansarse de dar.

Ese es Nuestro Dios, cuya presencia en el Tabernáculo del Antiguo Testamento, con su Arca y Propiciatorio sagrados sobre los Querubines de Oro, fue preludio de una nueva realidad.

En esa nueva realidad, el Tabernáculo no fue ya hecho por manos de hombres sino por la sombra del Espíritu Santo.

Si su Cuerpo fue destruido, se lo reedificó en tres días con poder divino, elevándolo en gloria, al entrar en el cielo, desde donde entonces Nuestro Señor ejerce su sacerdocio.

Éste seguirá a perpetuidad, por su Dignidad; y porque el refulgir de la corona de los santos, conquistada por el Sacrificio de la Cruz, así lo exige; y porque la adoración debida del Hijo al Padre y al Espíritu Santo, y la acción de gracias a la Santísima Trinidad deben ser continuamente tributadas sin fin.

Amén.