Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo - Ugolino di Nerio |
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Jesucristo, al resucitar por su propia virtud, prueba con un argumento contundente ser Dios, y así vence al demonio, a la muerte y al pecado, y vuelve a abrirnos a nosotros las puertas del cielo, que nos habían sido cerradas en castigo del pecado.
“No está aquí; porque resucitó” (San Mateo XXVIII, 6), dijo el ángel a las Marías. “El Nazareno crucificado; resucitó, no está aquí” (San Marcos XVI, 6).
“Dos vidas existían”—relata San Gregorio Magno—“de las cuales conocíamos una e ignorábamos la otra… una de muerte, la otra de resurrección”.
Si Nuestro Señor Jesucristo no hubiera manifestado a los hombres su Resurrección no habría habido modo que nuestra naturaleza caída hubiera llegado a conocer la vida de resurrección.
Por eso vino Jesucristo al mundo, y tomó la vida de muerte, y nos enseñó la vida de resurrección. Sufrió la vida de muerte muriendo, y nos manifestó la vida de resurrección resucitando.
Si Nuestro Señor nos hubiera prometido la vida de resurrección, y no nos hubiera manifestado la resurrección Él mismo, ¿quién Le habría dado crédito?
Más aún, no queriendo darnos solo su ejemplo, después de su resurrección, resucitaron también con Él algunos de sus santos. Murió solo; pero no resucitó solo: “se abrieron los sepulcros y los cuerpos de muchos santos difuntos resucitaron” (San Mateo XXVII, 52).
Y así, para que nadie diga que no debemos esperar para nosotros lo que le ocurrió a Nuestro Señor Jesucristo, por ser Él Dios y nosotros no, sabemos que resucitaron algunos hombres con Dios, y no dudamos que fueron puros hombres.
Mons. Straubinger dice que San Ambrosio, San Jerónimo, San Cirilo de Alejandría, Rábano Mauro, Cayetano, Maldonado, y otros más, sostienen que aquella resurrección de los santos fue definitiva.
Luego, si somos miembros de Jesucristo, tengamos confianza de que hará con nosotros lo que consta que se verificó con la Cabeza.
Si somos humildes, debemos esperar nosotros también, últimos miembros suyos, lo que hemos oído de los miembros que nos precedieron.
A estos santos del Antiguo Testamento parece referirse San Ignacio de Antioquía cuando dice:
“Cómo podríamos nosotros vivir fuera de Él, a quien, hasta los profetas, sus discípulos en espíritu, esperaban como a su Maestro. Por eso Él, después de su venida—por ellos justamente esperada—los resucitó de entre los muertos” (Carta a los Magnesios 9).
Estos santos eran justos insignes del Antiguo Testamento, venerados de manera especial de los judíos, de los contemporáneos de Jesucristo y de aquellos a quienes se aparecieron, y fallecidos con la fe puesta en el Redentor prometido.
Se aparecieron en la ciudad, lo cual aconteció después de haber resucitado Jesucristo: “Y saliendo del sepulcro después de la resurrección de Él, entraron en la Ciudad Santa, y se aparecieron a muchos” (San Mateo XXVII, 53).
La resurrección de estos santos, inmediatamente después de la de Nuestro Señor Jesucristo, tuvo por objeto dar fe de la de Cristo en Jerusalén, y hacer patente que, mediante la muerte redentora de Jesucristo, había sido vencida la muerte, y que su gloriosa Resurrección encerraba la prenda segura de la nuestra.
Al vencer Nuestro Señor al demonio, a la muerte y al pecado, vuelve a abrirnos las puertas del cielo, que nos habían sido cerradas.
Pero el día en que Cristo venga a inaugurar la fase definitiva de su reino en la tierra, la gracia que hoy nos une a Él florecerá en gloria y nosotros seremos asociados a su triunfo: “Cuando se manifieste nuestra vida, que es Cristo, entonces vosotros también seréis manifestados con Él en gloria” (Colosenses III, 4).
La dichosa esperanza llama San Pablo a la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo (cf. Tito II, 13); por el momento Nuestro Señor está en el cielo, dice San Pedro, “hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas” (Hechos de los Apóstoles III, 21).
En ese orden de restauración de todas las cosas, a quien haya vivido en gracia, le corresponderá como premio el ser asimilado al Hijo, no en el sentido de llegar a ser como Dios, pues eso sería imposible, como dice San Juan de la Cruz, sino en el de asemejarse por participación a Él, por ser su Cuerpo Místico.
San Juan nos asegura que seremos semejantes a Él: “Ya somos hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado lo que seremos. Mas sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es” (1 Juan III, 2).
Seremos semejantes a Él por participación como Cuerpo Místico de Cristo que se unirá definitivamente a su divina Cabeza el día de su Segunda Venida para las Bodas: “Vendré otra vez, y os tomaré junto a Mí, a fin de que donde Yo estoy, estéis vosotros también” (San Juan XIV, 3).
Pero más que tomarnos consigo, nos tomará a Él mismo, porque entonces se realizará el sumo prodigio que San Pablo llama misterio oculto desde todos los siglos (cf. Efesios III, 9; Colosenses I, 26): el prodigio por el cual nosotros, verdaderos miembros de Cristo, seremos asumidos por Él que es la Cabeza, para formar el Cuerpo de Cristo total.
Será, pues, más que tomarnos junto a Él: será exactamente incorporarnos a Él mismo, o sea, el cumplimiento visible y definitivo de esa divinización nuestra como verdaderos hijos de Dios en Cristo.
Éste es el misterio de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, que San Pablo aclara: “si creemos que Jesús resucitó, así también creemos que Dios llevará con Jesús a los que durmieron con Él” (1 Tesalonicenses IV, 14).
Es en su Segunda Venida que ocurrirá la primera resurrección de los muertos: “los muertos en Cristo resucitarán primero… y estaremos siempre con el Señor. Consolaos mutuamente con estas palabras” (1 Tesalonicenses IV, 17-18).
Tendrá allí lugar la consumación: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas II, 20). Para quienes Cristo vive en ellos, esta verdad quedará consumada, no solo místicamente, sino real y visiblemente.
El Padre nos ha reservado ya nuestro lugar junto a Nuestro Señor, de modo que nuestra verdadera morada es el cielo (cf. Filipenses III, 20), y nuestra verdadera vida es aquella escondida en Dios con Cristo (cf. Colosenses III, 1-3).
Solo esperamos el día en que cese el provisorio estado actual de este mundo malo (cf. Gálatas I, 4), y aparezca la realidad de nuestra vida de resurrección, a semejanza de la de Cristo.
Amén.