domingo, 24 de abril de 2022

Domingo in Albis – 1 Juan V, 4-10 – San Juan XX, 19-31 – 2022-04-24 – Padre Edgar Díaz

 ¡Señor mío, y Dios mío!

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“¡Señor mío y Dios mío!” (San Juan XX, 28). Ésta es la respuesta que dio Tomás a Jesús, pero solo después de haber visto y tocado las llagas de su Pasión (cf. San Juan XX, 27). “Porque me has visto, has creído; dichosos los que sin ver creyeron’” (San Juan XX, 28-29).

El único reproche que Jesús dirigió a los suyos, no obstante la ingratitud con que lo habían abandonado todos en su Pasión, es el de no haberle creído: “No seas incrédulo, sino fiel” (San Juan XX, 27), le reprochó Jesús a Tomás.

Jesús les había dado muchas pruebas de su fidelidad y de su santidad divina, incapaz de todo engaño. Sin embargo, Tomás le recibe con una incredulidad altamente dolorosa.

Dios es remunerador; como Padre bueno que es, premia y castiga. La fe y el amor de quienes se esfuerzan por ser fieles a Él van a ser definitivamente premiados, y quien haya adquirido una relación especial con Dios, su Hijo y su Iglesia, se hará merecedor de un premio.

Fijemos, entonces, nuestra atención en tratar de ser de esos pocos que se hacen como niños, crédulos a las palabras de Dios, más que a las de los hombres: “Si admitimos el testimonio de los hombres, mayor testimonio es el de Dios; y este testimonio de Dios que es el mayor, lo es porque testifica acerca del Hijo. El que cree pues, en el Hijo de Dios tiene en su favor el testimonio de Dios” (1 Juan V, 9-10). 

El mayor de todos los premios será para aquel que cree a Dios sin exigirle pruebas. Sin duda, fue el caso de María Inmaculada, así como lo expresó su prima Santa Isabel: “Dichosa la que creyó” (San Lucas I, 45). 

Y bien se explica que sea el mayor de los premios, porque no hay mayor prueba de estimación hacia una persona, que el darle crédito por su sola palabra. Y tratándose de Dios, es éste el mayor honor que en nuestra impotencia podemos tributarle.

Todas las bendiciones prometidas a Abrahán le vinieron por haber creído (cf. Romanos IV, 18), y el pecado por antonomasia, que el Espíritu Santo imputa al mundo, es por no haberle creído a Jesús (cf. San Juan XVI, 9). 

Esto explica también por qué la Santísima Virgen María vivía de fe, mediante las Palabras de Dios que continuamente meditaba en su corazón.

Es muy de notar que Jesús no se fiaba de los que creían solamente en los milagros, porque la fe verdadera es, como dijimos, la que da crédito a Su palabra. 

A veces ansiamos quizá ver milagros, y los consideramos como un privilegio de santidad, pero Jesús nos muestra, en el episodio del incrédulo Tomás, que es mucho más dichoso y grande creer sin haber visto. Es, en realidad, verdadera justicia; la santidad a la que debemos aspirar.

En el Apocalipsis se nos da una lista de premios prometidos a los vencedores de cada una de las Siete Iglesias (cf. Apocalipsis capítulos II y III), que son siete épocas en que está dividida la historia de la Iglesia Católica hasta la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo a reinar en la tierra.

Si bien estos premios son diferentes para cada época, todos ellos tienen algo en común: el ser recompensa por haber tenido una relación especial con la Iglesia, la justicia o santidad adquirida por haber vivido puramente de la fe, como María, lo cual, constituye en vencedor.

Y todos se harán acreedores de los premios prometidos a cada Iglesia, pues cada premio singular es, en realidad, común a toda la Iglesia.

Se constata que al final de cada una de las Siete Cartas, después de haber hablado en particular a cada una de las Iglesias, se lee siempre la misma cláusula dirigida a todas las Iglesias en conjunto.

Esta cláusula ciertamente relaciona las Iglesias entre sí y las unifica, como así también a sus premios: “El que tiene oído oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias: al vencedor le daré…” (Apocalipsis II, 7; cf. II, 11; II, 17; II, 26.28; III, 5; III, 12 y III, 21).

Que el vencedor de cada Iglesia reciba todos los premios está también atestiguado al final del Apocalipsis cuando, al describir la Jerusalén Celestial que desciende del cielo, se dice: “El que venciere heredará estas cosas y Yo seré su Dios, y él será mi hijo” (Apocalipsis XXI, 7).

Los premios serán dados a modo de herencia, así como en Herencia recibe Nuestro Señor todo lo creado: “Te daré las naciones por tu herencia y por tu posesión los confines de la tierra” (Salmo II, 8), y en su Parusía, Nuestro Señor asociará a Sí a todos los vencedores (cf. Romanos VIII).

Pero no solo en las Siete Iglesias del Apocalipsis se los llama “vencedores”. También la Primera Epístola de San Juan: “Todo el engendrado de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”  (1 Juan V, 4-5). 

Todo hijo de Dios, engendrado en el Bautismo, es en germen un vencedor por la fe en Nuestro Señor Jesucristo. “Y si hijos, también herederos… de Dios, y coherederos de Cristo” (Romanos VIII, 17). 

Para quien quiera, entonces, admitir su dignidad de hijo de Dios, y vivir como tal; para quien quiera, entonces, tener parte, es decir, ser coheredero de Jesucristo, y ser digno de recibir los premios, dos condiciones indispensables: justicia y fe. 

Fe, en creer de verdad a Dios, y justicia, en seguirle sin temor alguno, conformándose en todo a la imagen viva del mismo Dios, Nuestro Señor Jesucristo.

Los vencedores son entonces aquellos que hayan logrado la santificación en esta tierra, es decir, la mayor perfección cristiana posible en esta tierra, es decir, quien haya sido confesor de la fe, aunque más no sea con su humilde vida de cristiano, a imitación de la Santísima Virgen María, y quien haya dado su vida en testimonio de la fe. 

No vaya a creer el cristiano, que apenas se arrepienta de sus pecados y le sean perdonados, aunque sea a la hora de su muerte, que en el Reino de Dios vaya a ser co-reinante con Cristo, ni que tenga parte en la primera resurrección, y, por consiguiente, en la Jerusalén Celestial, pues una cosa es entrar, y otra tomar posesión del Reino, según nos dicen las Bienaventuranzas (cf. San Mateo Capítulo V). En el Reino, pues, habrá jerarquías, rangos y orden.

La Santa Jerusalén Celestial no estará compuesta de personas tibias y frías que apenas se salvaron por misericordia de Dios, sin llevarse de aquí otra cosa que un poco de fe, pero casi enteramente sin obras.

La Jerusalén Celestial se está formando únicamente de santos de insigne santidad, que en la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo van a tomar parte en la resurrección primera: “los que son de Cristo que crucificaron la carne con las pasiones y la concupiscencia” (Gálatas V, 24), los que padecieron persecución por la justicia y resistieron constantemente “hasta el derramamiento de su sangre” (Hebreos XII, 4), “ellos, de quienes el mundo no era digno” (Hebreos XI, 38).

Estos santos no son exclusivamente los que ya conocemos por ser declarados por la Iglesia. Son también todos aquellos desconocidos todavía por nosotros, incluyendo los que lo serán durante la última semana de Daniel, pronto a comenzar.

Son los mártires durante la predicación de los Dos Testigos, decapitados por haber dado testimonio de Jesús y de la Palabra de Dios.

Son los mártires del anticristo, por no haberle adorado ni recibir su marca. 

Y son los confesores, los signados por Dios que no fueron muertos por la Bestia, los rescatados de la tierra, que serán vírgenes de la fe, sin mentiras e inmaculados (cf. Apocalipsis Capítulo XIV). Estos últimos irán a la Jerusalén Celestial directamente sin pasar por la muerte.

El precioso atavío que se está preparando la Esposa del Cordero para sus Bodas es de fino, resplandeciente y puro lino, el de las justicias de los santos (cf. Apocalipsis XIX, 7-9).

“¡Dichosos los convidados al banquete nupcial del Cordero! ‘Estas son las verídicas palabras de Dios’” (Apocalipsis XIX, 9). “¡Bienaventurado y Santo quien tiene parte en la primera resurrección!” (Apocalipsis XX, 6).

Quien haya adquirido una relación especial con Dios, su Hijo y su Iglesia, se hará merecedor de un premio, “y estas cosas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (San Juan XX, 31).

¡Vivir de la fe!, como María; ¡Morir por la fe!, imitar a Jesús, y ser contado entres sus vencedores.

Amén.