San José Carpintero - Gerard van Honthorst |
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Desde muchos años atrás el Primero de Mayo era celebrado en el mundo obrero como fiesta profana del trabajo, con manifestaciones públicas y discursos las más de las veces de tono anárquico y revolucionario, sembradores de odios de clases y de terror.
Deseando el Papa Pío XII poner un remedio cristiano a tamaño mal, convirtió la antigua fiesta litúrgica del Patrocinio universal de San José, de mediados de abril, en fiesta de San José obrero.
Fijó esta Fiesta el Papa precisamente el Primero de Mayo, para dar a los trabajadores de toda clase, del brazo y de la inteligencia, y de cualquier otra actividad humana, un protector celestial y un modelo perfecto, y para despertar en los hombres, en medio de sus luchas angustiosas por la vida, sentimientos de resignación y de santa esperanza, que es lo que falta más en el mundo atormentado de hoy.
De este modo la Iglesia confía, una vez más, a la acción de la liturgia, la doble misión providencial de transformar en cristiana y conciliadora, una fiesta profana y antisocial, y de elevar el trabajo de todo orden a la noble categoría de servicio de Dios y de negocio para el cielo.
Tal es, en efecto, la finalidad excelsa de la ley del trabajo, que todos, cada cual a su modo, debemos cumplir, como la cumplió el Artesano de Nazaret.
En el Antiguo Testamento, en su paso por el desierto, el pueblo de Israel fue protegido por Dios de manera muy providencial. Así, el libro de la Sabiduría nos enseña que Dios “condujo [al pueblo de Israel] por un camino privilegiado, protegiéndolos del sol por el día, y con la luz de las estrellas, por la noche” (Sabiduría X, 17), lo cual se entiende la columna maravillosa que guiaba a los israelitas a través del desierto (cf. Éxodo XIII, 21ss; Deuteronomio VIII, 2).
Esta protección Dios la sigue dispensando a todos los trabajadores buenos en sus luchas por la vida, empeñando hoy más que nunca, para ello, la gran protección de San José, modelo de trabajadores pacíficos y esforzados, quienes ponen toda su confianza en Dios cuando realizan sus trabajos, según nos dice el Salmo: “Si el Señor no edifica la casa, en vano se afanan los que la construyen” (Salmo CXXVII, 1).
Así, Dios creador del mundo, que estableció para el género humano la ley del trabajo, desea que sigamos el ejemplo y acudamos a la protección de San José para que cumplamos a la perfección las obras que nos manda y para que consigamos así los premios que nos promete.
Puesto que todos tenemos deberes y obras que cumplir, ya que es ley de Dios la del trabajo, debemos poner mucha buena voluntad en esa tarea, y mutua comprensión, con la seguridad de que Dios nos lo recompensará con generosidad y eternamente:
“Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo en nombre del Señor Jesús, dando por medio de Él, gracias a Dios Padre… Cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor, y no para los hombres, sabiendo que de parte del Señor recibiréis recompensa. Servid, pues, a Cristo Señor” (Colosenses III, 17.23-24).
Jesús, lo mismo que San José, fue también trabajador, se desempeñó en el taller de carpintería junto a él; por eso les extrañaba tanto a las gentes su sabiduría y su distinción:
“Y fue a su patria, Galilea, y les enseñaba en la sinagoga, de tal manera que se maravillaban, y se preguntaban: ‘¿De dónde le ha venido a Éste semejante sabiduría y tales milagros? ¿Por ventura, no es Éste el hijo del carpintero? ¿Y su Madre no se llama María? Y Santiago, José, Simón y Judas, ¿no son sus primos? Y sus primas, ¿no viven todas entre nosotros? Pues, ¿de dónde le vendrán a Éste todas esas maravillas?’ Y todos estaban lo más extrañados de Él” (San Mateo XIII, 54-57).
Por un lado, es éste un hermoso argumento para demostrar que ni la pobre condición ni el trabajo honrado rebajan a nadie ni impiden que el trabajador pueda elevarse e imponerse a sus conciudadanos por su ejemplar conducta y nobles ideales, aunque a menudo ello les valga desdenes entre los suyos.
Vemos también en este pasaje, por otro lado, el gran misterio de la ceguera del mundo, obra del príncipe de este mundo, que es el padre de la mentira (San Juan VIII, 44), y cuyo poder es “de la tiniebla” (San Lucas XXII, 53).
Veían lo admirable de su sabiduría y la realidad de sus milagros (v. 54) y en vez de alegrarse y seguirlo, o, al menos estudiarlo, se escandalizaban. Y, claro está, como tenían que justificarse a sí mismos, sus parientes decían que era loco, y los grandes maestros enseñaban que estaba endemoniado (San Marcos III, 21-22). No podían oír la verdad sin enfurecerse.
“Pero Jesús les dijo: ‘Un profeta no está sin honor sino en su país y en su familia’. Y no hizo allí muchos milagros por causa de su incredulidad” (San Mateo XIII, 57-58).
Por eso es Jesús “signo de contradicción” (San Lucas II, 34), y lo somos también sus discípulos (cf. San Juan XV, 20ss): a causa del misterio de iniquidad, o sea, del poder diabólico (cf. 2 Tesalonicenses II, 7.9), cuyo dominio sobre el hombre conocemos perfectamente por la tragedia que sucedió en el Jardín del Edén, el Pecado Original (cf. Sabiduría II, 24), y cuyo origen se nos ha revelado también, aunque muy arcanamente, en la rebelión de los ángeles en el cielo.
Así ocurre muchas veces con los buenos: sus virtudes y sus consejos son menospreciados en sus casas y en los círculos de sus amistades, mientras surten efectos maravillosos entre los desconocidos.
Mas para con los malos, los que no han puesto la confianza de sus trabajos en Dios, va dirigida la terminante afirmación del profeta Jeremías: “Ya sé, oh, Dios, que no es del hombre (determinar) su camino, ni es del hombre el andar y dirigir sus pasos” (Jeremías X, 23). ¡Vemos cuán grande es la parte que Dios se reserva en la conducción de nuestras vidas!
Y la indignación de Dios, expresada por el profeta Isaías, contra los que han obrado con mucha actividad, pero sin tomarlo en cuenta a Él: Dios “lo ha decretado, acabar con toda la orgullosa gloria y humillar a todos los potentados de la tierra” (Isaías XXIII, 9).
Estas palabras de Dios aumentarán nuestra fe y nos librarán de ese funesto concepto de un Dios pasivo, que es el mayor desprecio que podemos hacerle, tanto para su celosísima Providencia (cf. San Mateo VI, 33), cuanto para su Sabiduría y Santidad que Él nos presenta siempre como la única fuente de todo bien (cf. San Juan XV, 5).
¡Cuántas veces, en los trabajos temporales, como así también en los trabajos que hacemos para Dios, obramos tan ensimismados en nuestro propio modo de ver, como si Dios, a quien visitamos en la mañana en el Templo, dejara de existir durante el resto del día!
Por eso, el salmista le pide a Dios que conduzca Él las obras de nuestras manos: “Conduce Tú las obras de nuestras manos, para que prosperen las obras de nuestras manos” (Salmo XC, 17).
Hasta materialmente es “producto de nuestras manos” la materia del pan y del vino que constituyen las ofrendas que el Sacerdote, y con él, todos los fieles que asisten a la Santa Misa, presentan en el Ofertorio para ser transformadas en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué honor para esos trabajadores que confeccionaron la materia de la Santa Misa!
“¿De dónde le ha venido a Éste semejante sabiduría y tales milagros? ¿Por ventura, no es Éste el hijo del carpintero? ¿Y su Madre no se llama María?” (San Mateo XIII, 54-55).
¡Que la Santa Comunión que recibimos en esta Santa Misa nos ayude, por intercesión de San José, a cumplir bien nuestro trabajo y a asegurarnos los premios eternos!
¡Que así sea!