La Jerusaalén Celestial |
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Este Domingo nos invita a considerar nuestra bienaventurada esperanza muchas veces empañada por nuestras tristezas y miedos.
Demás estaría decir que la vida debería redundar en gozos, y nuestros miedos ser aplastados por las valentías que provienen de Dios, pero la realidad nos muestra lo contrario.
El poco de tiempo que media entre la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo a los cielos y su regreso a la tierra a juzgar a vivos y muertos, como dice el Símbolo de los Apóstoles, nos parece interminable, “porque dura todavía—dice San Agustín—pero cuando haya pasado comprenderemos entonces cuán corto fue”, y allí nuestro gozo será para siempre.
Por eso, Nuestro Señor fue muy condescendiente al decirnos que dentro de “un poco de tiempo… me volveréis a ver” (San Juan XVI, 16). Y cuando Él vuelva nadie nos quitará el gozo, porque: “Yo volveré a veros, y entonces vuestro corazón se alegrará y nadie os podrá quitar vuestro gozo” (San Juan XVI, 22).
Pero, por ahora, mientras dure el presente estado de cosas, “vosotros vais a llorar y gemir, mientras que el mundo se va a regocijar, y estaréis contristados” (San Juan XVI, 20), nos previene Nuestro Señor.
Es inevitable que así sea, mientras el príncipe de las tinieblas siga siendo el príncipe de este mundo: “Corrías bien—dice San Pablo. ¿Quién os atajó para no obedecer a la verdad?” (Gálatas V, 7).
Seguirán las angustias, las penas del trabajo, los yerros, el cansancio, la desazón, el desencuentro, los malentendidos, las traiciones, los malos tratos, por no nombrar cosas peores que éstas, por la constante rebeldía humana de rehusar a Dios.
No debemos olvidar que los Católicos no hemos sido llamados a vivir en este mundo, sino a algo más grande:
“Por la fe (Abrahán) habitó en la tierra de la promesa como en tierra extraña, morando en tiendas de campaña con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, porque esperaba aquella ciudad de fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos XI, 9-10).
Como en tierra extraña, no mandó Dios a Abrahán a plantar palacios sino tiendas de campaña, para estar siempre listos a salir de este mundo: “Porque aquí no tenemos ciudad permanente, sino que buscamos la futura” (Hebreos XIII, 14).
Aquí no tenemos ciudad permanente porque nuestra ciudad será la Jerusalén celestial.
Por eso la tierra nos parece siempre extraña, y la vida en ella conlleva invariablemente mucho sufrimiento: “porque Dios tenía provisto para nosotros algo mejor, a fin de que no llegasen a la consumación sin nosotros” (Hebreos XI, 40).
Por eso, San Pedro nos ruega abstenernos, “cual forasteros y peregrinos, de las concupiscencias carnales que hacen guerra contra el alma” (1 Pedro II, 11).
“¿A quién sirven los deleites carnales—comenta San León Magno—sino al diablo que intenta encadenar con placeres a las almas que aspiran a lo alto?... Contra tales asechanzas debe vigilar sabiamente el cristiano para que pueda burlar a su enemigo con aquello mismo en que es tentado”.
Dios tiene provisto algo mejor para nosotros, y esto es la consecución final.
Se trata de una perfección o consumación definitiva, “a fin de perfeccionar a los santos… y que todos lleguemos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, al estado de varón perfecto, alcanzando la estatura propia del Cristo total” (Efesios IV, 12-13), dice San Pablo.
De ahí que San Crisóstomo, San Agustín, y otros, reconozcan en esto que Dios tiene provisto, en esto mejor, la resurrección corporal, que se efectuará tanto para los justos del Antiguo Testamento (cf. Daniel XII, 2) como para los del Nuevo Testamento (cf. San Lucas XIV, 14; 1 Corintios XV, 23.51 ss.; 1 Tesalonicenses IV, 16, etc.) al mismo tiempo, esto es, en la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Dios tiene provisto algo mejor para nosotros. Esta mejor provisión podría consistir simplemente, en el caso de los justos del Antiguo Testamento, en la espera del Mesías.
Sin embargo, y como resultado de su venida, “se abrieron los sepulcros y los cuerpos de muchos santos difuntos resucitaron” (San Mateo XXVII, 52), es decir, resultó en algo mejor que lo que simplemente esperaban.
Tal fue así porque los patriarcas estaban llamados a vivir en la Jerusalén celestial, cuando se realice la “común reunión” (Hebreos X, 25) de la que San Pablo habla en la Epístola a los Hebreos, la unión de todos en Cristo, el día de su Segunda Venida, que los primeros cristianos miraban como próximo.
Son estos, puntos de escatología muy difíciles de precisar, que envuelven el misterio de Israel como Esposa de Yahvé, y de la Iglesia como Esposa de Cristo, y que Dios parece haber dejado en el arcano (cf. Gálatas VI, 16), afirma Straubinger.
Parece vislumbrarse una distinción de razón entre los santos del Antiguo Testamento y los del Nuevo Testamento, a raíz de pertenecer unos a Israel, Esposa de Dios Padre, y los otros, a la Iglesia, la Esposa de Jesucristo (Si me equivoco, me retracto).
Se trata de creaturas nuevas, el Israel de Dios, cuya circuncisión es de corazón, y no de carne, y cuya fe es la de Abrahán, incluso antes de la circuncisión (cf. Romanos IV, 12).
Se trata del Israel futuro que será siempre fiel al Esposo que es Dios; se trata de Israel Esposa toda enamorada de Él, para siempre hermosa y pura; purificada de sus pecados, sobre todo el de idolatría, y vuelta de todo corazón a su Dios (La más acertada tesis sobre el sentido propio del libro del Cantar de los Cantares).
Son, pues, todos los hijos de la promesa (cf. Gálatas IV, 23), en oposición al Israel según la carne (cf. 1 Corintios X, 18; Romanos IX, 6-8), y los que por la fe en Jesús fueron hechos hijos de Dios (cf. San Juan I, 13).
Todo esto será siendo misterio, hasta el momento propicio en que se ha de entender: “No cesará el ardor de la ira de Dios hasta realizar y cumplir los designios de su corazón. Al fin de los tiempos entenderéis esto” (Jeremías XXX, 24), aseveró el profeta Jeremías.
Cuando venga Nuestro Señor Jesucristo, la experiencia misma, y los hechos nos harán creer que es verdad cuanto se nos ha dicho y comprenderemos todo el sentido.
A Daniel se le había dado la orden de encerrar estas palabras y de sellar el libro hasta el tiempo del fin (cf. Daniel XII, 4.9).
Y a San Juan se le mandó sellar tan solo un único misterio, el de los siete truenos (cf. Apocalipsis X, 4; XXII, 10), por lo que parecería lógico suponer que en él se encierra la llave para la plena inteligencia del plan de Dios según esa grande y definitiva profecía del Nuevo Testamento que se llama Apocalipsis.
Entretanto, algo parece cierto y es, que si el Cordero que subió a lo más alto de los cielos (cf. Efesios I, 20) será la lumbrera que ilumine la Jerusalén celestial (cf. Apocalipsis XXI, 23), los que estemos incorporados a Él (cf. San Juan XIV, 3) como su Cuerpo místico (cf. Efesios I, 23), asimilados “al cuerpo de su gloria” (Filipenses III, 21), tendremos en Él una bendición superior a toda otra.
Por eso, en verdad podemos decir que en la Jerusalén Celestial está escondida nuestra vida, que es Cristo: “Cuando se manifieste nuestra vida, que es Cristo” (Colosenses III, 4).
De allí esperamos que Él venga, y en eso ha de consistir nuestra conversación: “La ciudadanía nuestra es en los cielos, de donde también, como Salvador, estamos aguardando al Señor Jesucristo” (Filipenses III, 20).
Eso hemos de buscar: “Buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios” (Colosenses III, 1).
Y saborear anticipadamente en esperanza: “Aguardando la dichosa esperanza y la aparición de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tito II, 13).
Por eso dice San Pablo que “el Reino de Dios no consiste en comer y beber, sino en justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos XIV, 17).
Y como nos lo recuerda San Pedro: “Todo ha de disolverse… los cielos encendidos se disolverán y los elementos se fundirán para ser quemados… Esperamos, pues, conforme a su promesa, cielos y tierra nueva en los cuales habite la justicia…” (2 Pedro III, 11-13).
Si esta tierra y estos cielos van a ser mudados, razón tenemos de sobra, para no poner en ellos nuestra morada: “Procurad, pues, estar sin mancha y sin reproche para que Él os encuentre en paz… y creed que la longanimidad de nuestro Señor es para salvación” (2 Pedro III, 14-15).
No debemos perder de vista que hemos sido llamados a formar parte de la morada de Dios con los hombres y ser habitantes de la Jerusalén celestial: “Y oí una gran voz desde el trono, que decía: ‘He aquí la morada de Dios entre los hombres. Él habitará con ellos, y ellos serán sus pueblos, y Dios mismos estará con ellos” (Apocalipsis XXI, 3).
No poner en esta tierra nuestra morada. Ese es el secreto del cristiano: “En esto está la gracia: en que uno, sufriendo injustamente, soporte penas por consideración a Dios” (1 Pedro II, 19).
Dios primero; Dios, ante todo. Que un constante suspiro por sus pastos delate nuestro amor por Dios: “¿Dónde pastoreas? ¿Dónde haces sestear al mediodía tu rebaño?” (Cantar de los Cantares I, 6).
“Una voz secreta que, aguzada por el movimiento oculto del Espíritu Santo, suena de continuo en los pechos y corazones de los ánimos justos y amados de Cristo” (Fray Luis de León), como lo certifica San Juan: “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis XXII, 17.20).
Justamente ha sido llamado este ansioso deseo “la plenitud de la fe”, y justo es que tenga a su vez un carácter santificador. Quien cree de veras “obra por amor” (Gálatas V, 6), y al que se ama se le desea tanto en visión como en posesión plena (cf. Filipenses III, 20 s.; 1 Corintios XVI, 22; Tito II, 13-15).
Tan santo deseo por su pronta venida, cuya feliz realización hemos de esperar “cada hora”, según nos inspira San Clemente Romano, resulta ser una piedra de toque del verdadero amor a Jesús.
No se concebiría que lo amásemos, por un lado, e insistiésemos, por otro, en anclarnos en esta tierra. No se concebiría que lo amásemos si no deseáramos presenciar su triunfo glorioso, ni verlo aparecer sobre las nubes (Apocalipsis I, 7), ni ser arrebatados a su encuentro en los aires (1 Tesalonicenses IV, 16 s.).
Un poquito más de tiempo, y enjugará todas las lágrimas de quienes amaron su venida.
Amén.