sábado, 14 de mayo de 2022

Dom IV post Pascha – 2022-05-15 – Padre Edgar Díaz – Santiago I, 17-21 – San Juan XVI, 5-14


La Santa Misa

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Cosa muy natural y al mismo tiempo muy admirable es que todo bien venga de Dios. Del padre procede todo cuanto recibe un hijo, y así viene de nuestro divino Padre también todo el bien que recibimos y nunca el mal. De Dios no nos viene más que el bien y Jesús fue el primero en proclamar que todo lo recibe de su Padre (cf. San Juan III, 35; V, 19ss.).

De Dios vienen los dones naturales, los dones de la gracia, y, finalmente, el mismo Hijo, y, el Espíritu Santo, Don personal. Y entre estos dones, un Don muy preciado y grande, que es la Santa Misa, por la que podemos alcanzar la salvación de nuestra alma.

Además de afirmarnos que todo bien “viene de lo Alto”, es decir, de Dios, el Apóstol Santiago nos recuerda, para nuestro consuelo, que Dios es inmutable: “en quien no hay mudanza ni sombra (resultante) de variación” (Santiago I, 17). Jamás podría Dios vacilar, porque Dios no está como los astros, sujeto a movimientos, que le hagan alternar luces y sombras.

La inmutabilidad del Padre nos garantiza, pues, que no correremos ningún peligro de perder tal Bienhechor, ni sus Bienes: “Lo que mi Padre me dio—nos dice Jesús—es mayor que todo, y nadie lo puede arrebatar de la mano de mi Padre” (San Juan X, 29).

Siempre será Él la “luz sin tiniebla alguna” (1 Juan I, 5). El Apóstol Santiago llama a Dios el “Padre de las luces” (Santiago I, 17), y, a esta idea de luz y de estrella que guía asocia también todos los dones divinos que merecen llamarse luz, en particular, la gracia y la predicación evangélica, que vienen precisamente por la Santa Misa. 

Enseña el Catecismo de Trento sobre la Santa Misa:

“Es verdaderamente este Sacramento no sólo un tesoro de celestiales riquezas, del que si usamos bien nos granjeamos la gracia y el amor de Dios, sino que también tenemos aquí un modo y medio muy particular con que podamos agradecerle de alguna manera los inmensos beneficios que nos ha hecho.”

Es decir, debemos asistir a la Santa Misa, no solo para recibir de Dios todo bien, sino también para agradecerle todos sus inmensos beneficios.

Y continúa el Catecismo:

“Cuán agradable y cuán acepta sea a Dios esta víctima, si se le sacrifica en el modo legítimo que se debe hacer, podemos deducirlo del hecho de que los sacrificios de la ley antigua eran tales que de ellos está escrito: ‘No quisiste tú, Señor, los holocaustos, ni los sacrificios’ (Salmo XXXIX, 7). Y, ‘si hubieras querido el sacrificio, a la verdad te lo hubiera ofrecido, mas no te deleitarás en los holocaustos’ (Salmo I, 18)”.

“Si estos, pues, agradaron al Señor en tanto grado, que dice la Escritura que ‘percibió Dios de ellos olor de suavidad’ (Génesis VIII, 21), esto es, que le fueron agradables y aceptos, ¿qué no podremos esperar por medio de este Sacrificio (la Santa Misa), en el cual se inmola y ofrece Aquel mismo, de quien hasta dos veces dijo la voz del cielo: ‘Éste es mi Hijo muy amado, en quien yo tengo mis delicias?’ (San Mateo III, 17)”.

Notemos que el Catecismo dice: “si se le sacrifica en el modo legítimo que se debe hacer”, en clara defensa de la Verdadera Misa de San Pío V. Es decir, manifiesta el Catecismo la recta intención de proteger la Santa Misa de modos ilegítimos de celebrar. En concreto, podemos señalar la misa nueva y bastarda de Pablo VI, que ha usurpado el lugar de la verdadera Misa.

Pero Dios Padre sigue proveyendo; y por su gracia, aún hoy el verdadero sacrificio se celebra en algunos lugares escondidos. Y como todo bien viene de Él, es necesario darle gracias por esto, porque no nos ha dejado huérfanos, y qué mejor modo de darle gracias sino asistiendo a la Santa Misa, según las posibilidades.

Los Santos Padres enseñan unánimemente que la santa Misa es verdadero sacrificio de la nueva ley, y de esto nos dan testimonio:

San Cirilo de Jerusalén explica: 

“Después que está perfeccionado el espiritual sacrificio, el culto incruento, sobre aquella hostia de propiciación rogamos a Dios por la común paz de las iglesias, por la recta ordenación del mundo, por lo emperadores, por los soldados y compañeros, por los enfermos, por los afligidos, y generalmente por todos los necesitados de auxilio, rogamos todos nosotros y ofrecemos esta víctima”.

San Gregorio Nacianceno, dirigiéndose al sacerdote: 

“No vaciles en orar e interceder por nosotros, cuando atrajeres al Verbo con la palabra, cuando con incruenta partición partieres el cuerpo y sangre del Señor, empleando la voz como espada”.

San Juan Crisóstomo explica la unidad del Sacrificio: 

“¿Por ventura no ofrecemos cada día? Ofrecemos en verdad, más recordamos su muerte, y la misma es una, no muchas. ¿Cómo es una, no muchas?” 

“Porque una sola vez fue ofrecida (la Víctima), como lo fue en el santa sanctorum… siempre ofrecemos la misma, no ahora una, mañana otra oveja, sino siempre la misma. Por cuya causa el sacrificio es uno por esta razón; de otra suerte, porque se ofrece en muchos lugares ¿serán muchos los Cristos?”

“De ningún modo, sino que Cristo es uno en todas partes, el cual aquí está del todo y en otra parte también, y es un solo cuerpo. De consiguiente, así como ofrecido en muchos lugares es un cuerpo y no muchos, así también es un sacrificio”.

San Fulgencio exhorta: 

“Cree firmemente y de ningún modo dudes, que el mismo unigénito Dios verbo hecho carne, se ofreció por nosotros en sacrificio y hostia a Dios en olor de suavidad; al cual con el Padre y Espíritu Santo le eran sacrificados animales por los patriarcas y profetas y sacerdotes en el tiempo del antiguo testamento, a quien ahora, esto es en el tiempo del nuevo testamento con el Padre y el Espíritu Santo, con los cuales tiene una divinidad, la Iglesia Católica por toda la tierra no cesa de ofrecer el sacrificio del pan y del vino con fe y caridad”. 

“En aquellos sacrificios por figuras se nos significaba qué se nos había de dar; mas en este sacrificio se nos muestra evidentemente que se nos ha ya dado. En aquellos sacrificios se predecía que el Hijo de Dios había de ser muerto por nosotros; en éste se anuncia muerto por nosotros”.

Estos son algunos de los preciosos testimonios de los Santos Padres sobre el Sacrificio de la Santa Misa. 

Y el Catecismo de Trento continúa dando las razones para instituir el Sacramento de la Eucaristía en la Santa Misa:

“Cristo Señor nuestro instituyó la Eucaristía por dos causas. Una, para que fuese sustento celestial de nuestras almas, con el cual pudiésemos conservar y mantener la vida espiritual. Otra, para que tuviese la Iglesia un perpetuo sacrificio, mediante el cual se perdonasen nuestros pecados, y el Eterno Padre, gravemente ofendido repetidas veces por nuestras maldades, quedase aplacado, y cambiase la ira en misericordia, y la justa severidad en clemencia”.

“En el Cordero Pascual tenemos figura y semejanza de esto, pues solían los hijos de Israel ofrecerle y comerle, como Sacrificio y como Sacramento”. 

“Y a la verdad no pudo nuestro Salvador, estando para ofrecerse a sí mismo a Dios Padre, en el ara de la Cruz, dejarnos otra prenda más rica de su inmensa caridad y amor hacia nosotros, que este Sacrificio visible, por el cual se renovase aquel sacrificio sangriento, que de allí a poco había de ofrecerse una vez en la cruz, y hasta el fin del mundo se celebrase su memoria cada día con suma utilidad por la Iglesia esparcida por toda la tierra”.

Sobre la institución de este sacrosanto Sacrificio nos enseña la Iglesia en el Santo Concilio de Trento:

“Por cuanto en el antiguo testamento, como enseña el Apóstol San Pablo, no había consumación o perfecta santidad a causa de la debilidad del sacerdocio Levítico; fue conveniente, disponiéndolo así Dios Padre de misericordias, que se levantase otro sacerdote según el orden de Melquisedec, es a saber Nuestro Señor Jesucristo, que pudiese completar y perfeccionar cuantos santificados”. 

“El mismo Dios, pues, y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre, una vez, por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención eterna”; 

“Con todo como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte; Para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos”; 

“Al mismo tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melquisedec, constituido para siempre, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles, a quienes entonces constituyó sacerdotes del nuevo testamento, para que le recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles, e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen por estas palabras: Haced esto en memoria mía, como siempre lo ha entendido y enseñado la Iglesia católica”. 

“Porque habiendo celebrado la antigua Pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel sacrificaba en memoria de su salida de Egipto, se constituyó a sí mismo nueva Pascua para ser sacrificado bajo signos visibles por la Iglesia mediante el ministerio de los sacerdotes en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando derramando su sangre nos redimió, nos sacó del poder de las tinieblas y nos transfirió a su reino”.

Mediante el ministerio de los sacerdotes, dice el Concilio. Por eso es muy grave acusar a alguien (o dudar de él y promover la duda) de no ser sacerdote sin presentar pruebas positivas, como pide el Código de Derecho Canónico. Y continúa el Concilio:

“Y ésta es, por cierto, aquella oblación pura, que no se puede manchar por indignos y malos que sean los que la ofrezcan (los sacerdotes)”; La misma (oblación) que predijo Dios por Malaquías que se había de ofrecer limpia en todo lugar a su nombre, que había de ser grande entre todas las gentes”; 

“Y la misma (oblación) que significa sin obscuridad el Apóstol San Pablo, cuando dice escribiendo a los de Corinto: ‘Que no pueden ser partícipes de la mesa del Señor, los que están manchados con la participación de la mesa de los demonios’(1 Corintios X, 21), entendiendo en una y otra parte, por la mesa el altar”.

Espanta pensar que algún sacerdote celebre la Santa Misa en comunión con un hereje, manchándose con “el cáliz de los demonios… y la mesa de los demonios” (1 Corintios X, 21), como sucede hoy con los verdaderos sacerdotes que en sus misas dicen: “Una Cum Bergoglio”, y como sucedió en el pasado, cuando algunos sacerdotes nombraban a aquellos herejes que se hicieron pasar por Papa. Pecado gravísimo. Y continúa el Concilio:

“Ésta es, finalmente, aquella (oblación) que se figuraba en varias semejanzas de los sacrificios en los tiempos de la ley natural y de la escrita; pues incluye (esta oblación) todos los bienes que aquellos significaban, como consumación y perfección de todos ellos”. 

Hasta aquí el Santo Concilio de Trento. La Santa Misa, pues, incluye todos los bienes venidos de lo Alto como consumación y perfección, y esta doctrina hemos de guardar y defender, como nos pide Nuestro Señor en el Apocalipsis (cf. Apocalipsis III, 3).

Y el Catecismo de Trento concluye:

“(El) Sacrificio (la Santa Misa), no sólo tiene virtud de merecer, sino también de satisfacer. Porque, así como Cristo Señor nuestro mereció en su Pasión por nosotros y juntamente satisfizo, así los que ofrecen este Sacrificio, en el cual comunican con nosotros; merecen los frutos de la pasión del Señor y al mismo tiempo satisfacen”.

Por eso, quien celebra la Santa Misa dignamente y quien recibe la comunión dignamente merece un incremento de gracia y de gloria. Mas espanta pensar, como ya dijimos, que algún sacerdote la celebre en comunión con un hereje. Esta combinación, ciertamente, no viene de Dios. 

El Autor de todo Bien nos ha engendrado a la vida sobrenatural libremente porque nos amaba: “De su propia voluntad Él nos engendró por la palabra de la verdad…” (Santiago I, 18). Repugna, entonces, a tal generación y amor, que Dios nos empuje al pecado y a la muerte.

Los primeros cristianos “todos los días perseveraban unánimemente en el Templo, partiendo el pan (la Santa Misa; ver v. 42) por las casas (los primeros santuarios) y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón” (Hechos de los Apóstoles II, 46).

Este admirable cuadro de santidad, propio de los tiempos apostólicos, no volvió a suceder nunca más. Por eso, desde entonces, estamos como en desventaja con respecto a ellos, y se hace imperativo remediar nuestra situación.

Antes de irnos de este mundo agradezcamos a Dios todo el bien que nos hizo. El agradecimiento por todas las cosas ha de darse siempre a Dios Padre, y en nombre de Nuestro Señor Jesucristo:

“Gracias, Padre, por todo el bien que de tu mano recibimos (cf. Santiago I, 17), en Cristo, y por Cristo, y con Cristo, tu Hijo y Señor nuestro, que vive contigo en la unidad del Espíritu Santo y cuyo reino no tendrá fin”. 

Amén.