jueves, 14 de abril de 2022

Jueves Santo – San Juan XIII, 1-15 – 2022-04-14 – Padre Edgar Díaz

La Última Cena - Simon Bening - 1525-1530

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“Habiendo amado a los suyos… los amó hasta el fin” (San Juan XIII, 1). Con esta expresión comienza el sublime relato de la última Cena, vértice de los tiempos, y de la propia vida mortal de Jesucristo.

Estas palabras constituyen una visión de toda la actuación de Jesús y de Dios para con el hombre, tanto en lo que hasta entonces ha vivido la humanidad, como en lo que a ésta le queda por andar. 

Mas, de parte de Dios, todo ha sido amor, y todo seguirá siendo amor.

El mismo San Juan, en su Epístola, nos da la definición de la esencia de Dios: “En cuanto a nosotros, hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en ese amor. Dios es amor; y el que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios permanece en él” (1 Juan IV, 16).

Y si el obrar sigue al ser, como dice la Filosofía, el amor de Dios se ve como un hilo que entreteje toda la historia de la humanidad: “Nos amó hasta el fin” (San Juan XIII, 1) significa, entonces, que nos amó hasta el extremo, y, que nos ama hasta el fin de los tiempos, es decir, siempre.

Dios actúa por amor, y su obrar es amor. Desde toda la eternidad Dios nos amó; y su amor se manifestó primeramente en la Creación. Pero no solo allí, sino que después de la caída del hombre por el pecado original vino su elevación al orden sobrenatural por el Decreto de Reparación del hombre, con la Encarnación del Verbo, y su muerte en Cruz.

Todo el Misterio de la Vida de Nuestro Señor Jesucristo es un don de amor de Dios por los hombres. Toda la Revelación de Dios nos sintetiza la obra de Jesús diciéndonos que ha sido todo por amor.

Si por algún momento consideráramos hipotéticamente que los eventos de la última Cena fueron la hora final de la paciencia de Nuestro Señor en amar a los hombres, que huye contra corriente, nos sorprenderíamos al constatar que no ocurrió así, sino todo lo contrario.

El amor de Jesús por los hombres se intensificó aún más subiendo a un plano sorprendente, como si todo lo anterior, en comparación con lo que se siguió a partir de la última Cena no hubiera sido nada.

La cumbre del amor de Jesús ocurre en los misterios de su Pasión que estamos por vivir. Este amor es por todos los hombres, por ellos se realiza, aunque en el momento de pronunciar estas palabras, deja en claro Nuestro Señor que lo hacía por los suyos, especialmente los Apóstoles. Para ellos habrá gracias especiales y singulares, pues, a través de ellos éstas se transmitirán al resto de la humanidad.

En el Cenáculo alcanzó su cumbre la doctrina del amor. Pidió allí Nuestro Señor para los apóstoles y la Iglesia la consumación en la unidad en el amor (cf. San Juan XVII, 22). Para que el mundo crea, al ver el sello de los verdaderos discípulos, señalado por Jesús: “En esto reconocerán todos que sois discípulos míos, si tenéis amor unos para otros” (San Juan XIII, 35).

En los verdaderos discípulos del Señor el poder de la Palabra divina y el vigor de la fe se manifestarán por la unión de sus corazones, y el mundo creerá entonces, ante el espectáculo de esa mutua caridad, que se fundará en la común participación a la vida divina:

“La vida eterna es que te conozcan a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo Enviado tuyo” (San Juan XVII, 3). 
“Y la gloria que Tú me diste, Yo se la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros somos Uno” (San Juan XVII, 22). 

“Yo no estoy ya en el mundo, pero estos quedan en el mundo mientras que Yo me voy a Ti. Padre Santo, por tu nombre, que Tú me diste, guárdalos para que sean uno como somos nosotros” (San Juan XVII, 11).

“Yo en ellos y Tú en Mí, a fin de que sean perfectamente uno, y para que el mundo sepa que eres Tú quien me enviaste y los amaste a ellos como me amaste a Mí” (San Juan XVII, 23). 

Y Yo les hice conocer tu nombre, y se lo haré conocer para que el amor con que me has amado sea en ellos y Yo en ellos” (San Juan XVII, 26).

En la última Cena prometió Nuestro Señor la venida de la Santísima Trinidad a morar, por amor, en el alma del justo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada” (San Juan XIV, 23).

El amor es el motor indispensable de la vida sobrenatural: todo aquel que ama, vive según el Evangelio; el que no ama no puede cumplir los preceptos de Cristo, ni siquiera conoce a Dios, puesto que Dios es amor (cf. 1 Juan IV, 8). Del amor a Dios brota de por sí la obediencia a su divina voluntad, la confianza en su providencia, la oración devota, y el respeto por la casa de Dios.

Anunció también Nuestro Señor en el Cenáculo el envío de la tercera persona de la Santísima Trinidad, el Amor sustancial de Dios, y por tres veces subrayó la ley del amor mutuo: “Mi mandamiento es que os améis unos a otros, como Yo os he amado” (San Juan XV, 12), porque no puede existir para el hombre mayor gozo que el de saberse amado así. Todo el Evangelio es un mensaje de gozo fundado en el amor.

“Y si vosotros permanecéis en Mí, y mis palabras permanecen en vosotros, todo lo que queráis, pedidlo, y lo tendréis” (San Juan XV, 7). El que ama sabe que no hay más bien que ese de poseer la amistad del amado, en lo cual consiste el gozo colmado (cf. 1 Juan I, 3-4); y entonces no querrá pedir sino ese bien superior, que es el amor, o sea, el Espíritu Santo, que es lo que el Padre está deseando darnos, puesto que Él nos ama infinitamente más de lo que nosotros le amamos a Él.

En la última Cena dio Él mismo el gran ejemplo del amor: el amor es esencialmente humilde. Jesús a los pies de Judas fue gran ejemplo de amor y de celo por su alma.

Se dio a Sí mismo en el don de la Eucaristía, el don del amor, el Sacramento del Amor. Si el amor es entrega, y al fin, toda la historia del amor de Dios al hombre es historia de sus entregas a él, el Sacramento de la Eucaristía es el don del amor por excelencia, junto al del Sacerdocio, creado en la última Cena, sin el cual no sería posible confeccionar la Eucaristía.

Y por esto, el Cenáculo fue el comienzo de su entrega cruenta por los hombres. Sobre esto Jesús dijo que “no hay amor más grande que el de aquel que da la vida por el amigo” (San Juan XV, 13). Esto es, el mandamiento del amor es el fundamento de todos los demás mandamientos, que de nada sirve que se cumplan, sino se cumple el fundamento.

En el Cenáculo fue donde, al entregar en sacramento de Eucaristía su Cuerpo y su Sangre, anunció Jesús, como algo que ya había dado comienzo, que su Cuerpo y su Sangre serán entregados por la redención de los hombres en el Sacrificio de la Cruz (cf. 1 Corintios XI, 24).

San Pablo nos enseña que la Eucaristía es realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y que tanto los Apóstoles como sus sucesores están autorizados para perpetuar el acto sagrado; que la Misa es un Sacrificio, el mismo de la Cruz; que la Eucaristía debe recibirse dignamente, es decir, con la plenitud de la fe y humildad del que severamente examina su conciencia.

Al fin, en el Cenáculo, se da a conocer la doctrina de la unidad en la imagen de la vid y de los sarmientos. La unidad del Cuerpo místico, que realizará el amor hasta el fin de los tiempos…

La Redención se podría haber operado sin este modo misterioso, que es la más sublime fórmula del amor, de nuestra incorporación a Cristo. 

Pero Dios lo quiso así. 

Ha sido la invención del amor de Dios que la Obra de Reparación del hombre no tenga punto de comparación con los beneficios anteriores, pues, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (cf. Romanos V, 20).

Y esta unidad de los cristianos en el amor es la que nos dará acceso al Reino de Dios sobre la tierra, cuando ocurra la Segunda Venida de Nuestro Señor, esta vez, con todo el esplendor de su gloria. Así Nuestro Señor nos deberá encontrar: unidos en su amor.

Todavía estamos en Sardes (cf. Apocalipsis III, 1-6). Se nos tiene por vivientes, pero en realidad estamos muertos (cf. Apocalipsis III, 1), a menos que nos pongamos alerta y consolidemos lo restante, que está a punto de morir: “no he hallado tus obras cumplidas delante de Dios” (Apocalipsis III, 2), nos dice Jesús.

“Recuerda, pues, tal como recibiste y oíste; y guárdalo, y arrepiéntete” (Apocalipsis III, 3). Tal como recibiste y oíste: “unidad en el amor”. UNA Y SANTA, CATOLICA Y APOSTOLICA.

Y “guárdalo”, es decir, continúa en la unidad en el amor. No cambies esta doctrina. Si lo has hecho, “arrepiéntete”, todavía hay tiempo.

“Si no velas, vendré como ladrón” (Apocalipsis III, 3). No está Nuestro Señor obligado a decirnos cuándo vendrá. Sí estamos nosotros obligados a velar, es decir, a guardar lo recibido, y a arrepentirnos, si nos hemos desviado.

Solo algunos pocos no están manchando hoy sus vestidos, y por esto, han de andar vestidos de blanco con Jesucristo, porque son dignos (cf. Apocalipsis III, 4). Así será vestido el vencedor, es decir, quien haya “guardado”, quien se haya “arrepentido”, y quien haya “velado”. 

Y no será borrado su nombre del libro de la vida; mas será confesado por Jesucristo ante el Padre de los Cielos y de sus ángeles (cf. Apocalipsis III, 5).

Y en Filadelfia (cf. Apocalipsis III, 7-13), quien haya guardado la Palabra de Jesús y no haya negado su Nombre (cf. Apocalipsis III, 8.10) se le abrirá una puerta (cf. Apocalipsis III, 8) que nadie podrá cerrar (cf. Apocalipsis III, 7) y “se le guardará de la hora de la prueba, esa hora que ha de venir sobre todo el orbe, para probar a los que habitan sobre la tierra” (Apocalipsis III, 10). 

Y “reconocerán que Yo te he amado” (Apocalipsis III, 9), nos dice Jesús. “Pronto vengo; guarda firmemente lo que tienes, para que nadie te arrebate la corona” (Apocalipsis III, 11), la cual es, ser columna en el templo de Dios, del cual no saldrá más, y sobre la cual se escribirá el Nombre de Dios, y el de la Nueva Jerusalén, y el Nombre Nuevo que recibirá Nuestro Señor Jesucristo (cf. Apocalipsis III, 12).

Y finalmente, en Laodicea (cf. Apocalipsis III, 14-22), si alguno le abre la puerta, entrará Nuestro Señor y cenarán juntos (cf. Apocalipsis III, 20). “Al vencedor, le haré sentarse conmigo en mi trono, así como Yo vencí, y me senté con mi Padre en su trono” (Apocalipsis III, 21).

Todo esto queda por andar.

Desde toda la eternidad, Dios nos amó. Pero puntualmente, en la Última Cena, “habiendo amado a los suyos… nos amó hasta el fin” (San Juan XIII, 1). Sobre todo, en el fin, cuando más lo necesitamos.

Amén.