La Crucifixión - Giotto - 1305 |
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Nuestro Señor va a su Pasión con la docilidad de un niño, su inocente y puro sufrimiento, su obediencia, y sin confusión.
Nuestro Señor Jesucristo no hizo sino lo que su Padre le encomendó: “El Hijo no puede por Sí mismo hacer nada, sino lo que ve hacer al Padre; pero lo que Éste hace, el Hijo lo hace igualmente” (San Juan V, 19). “Yo sí le conozco” (San Juan VIII, 55), aseveró Nuestro Señor.
En contraposición a la falta de obediencia de Israel (cf. Isaías XLVIII,4; L, 2) Jesús mostró, con las mismas palabras del salmo, su obediencia al Padre, desde el primer instante de la Encarnación: “No te has complacido en sacrificio ni ofrenda, sino que me has dado oídos… He aquí que vengo… a hacer tu voluntad” (Salmo XXXIX-XL, 7).
Lo repetirá mil veces en el Evangelio diciendo que su alimento es hacer la voluntad del Padre: Jesús adoraba a su Padre, no obstante, ser igual a Él: “Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me envió y dar cumplimiento a su obra” (San Juan IV, 34).
De ahí que Jesucristo complació a su Padre entregándose a su Pasión: “Entregué mi cuerpo a los que me azotaban… no escondí mi rostro ante los que me escarnecían y escupían” (Isaías L, 6). Y, por eso, “le escupieron en la cara, y lo golpearon, y otros lo abofetearon” (San Mateo XXVI, 67).
Luego “Pilato tomó a Jesús y lo hizo azotar” (San Juan XIX, 1). Cruel inconsecuencia. Sabiendo y proclamando que Jesús es libre de culpa, lo sometió, sin embargo, por librarlo de la muerte, a un nuevo y atroz tormento que no había pedido la Sinagoga… ¡Y luego lo condenó!
Vemos cómo fue espontánea su oblación por su pueblo y por nosotros todos y por cada uno en particular: “Se entregó por nosotros como oblación y víctima a Dios cual incienso de olor suavísimo” (Efesios V, 2). “Me amó, y se entregó por mí” (Gálatas II, 20), dice San Pablo.
Nuestro Señor nos aseguró: “Yo pongo mi vida” (San Juan X, 17). Fue la generosa inmolación de Jesús lo que lo hace extraordinariamente querido por el Padre. No puede pedirse una prueba más asombrosa de amor y misericordia del Padre hacia nosotros al darnos su Hijo: “Nadie me puede quitar la vida, sino que Yo mismo la doy… Tal es el mandamiento que recibí de mi Padre” (San Juan X, 18).
Él mismo dio su vida, en obediencia al Padre. Es decir que la obediencia que en este caso prestó Jesús a la voluntad del Padre nada quitó al carácter libérrimo de la oblación de Cristo, cuya propia voluntad coincidió absolutamente con el designio misericordioso del Padre: “Fue maltratado, y se humilló, sin decir palabra como cordero que es llevado al matadero; como oveja que calla antes sus esquiladores, así Él no abrió la boca” (Isaías LIII, 7).
San Jerónimo explica que fue ofrecido porque Él mismo lo quiso: se entregó voluntariamente a la Pasión, ni siquiera se defendió; como un cordero.
Como cordero fue llevado al matadero. Uno de los más hermosos símbolos que usa la Sagrada Escritura. Es el que emplea San Juan el Bautista, para designar al Cristo, que como Víctima había de ser Cordero: el Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo.
Como tal estaba prefigurado en los sacrificios de Moisés, en el rito pascual (cf. Éxodo XII, 3ss., que se lee en la Liturgia del Viernes y Sábado Santos), en el sacrificio perpetuo, figura también de la Eucaristía, y aun en el sacrificio de Abel y de Abrahán.
Como infinita era la ofensa, por ser Infinito el Ofendido, Infinito debía ser también Aquel que fuera capaz de pagar esa deuda. Su triunfo viene descrito en el Apocalipsis: “En medio delante del trono… estaba de pie un Cordero como degollado…” (Apocalipsis V, 6).
Esto es así porque en el cielo conserva aún Jesús las señales gloriosas de su Muerte, según lo expresa San Juan con estas palabras: como Cordero degollado…
“Se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Filipenses II, 8). “Se despojó a Sí mismo” (Filipenses II, 7): Inmensa e infinita es la paradoja de la humillación de Jesús, en la cual reside todo su misterio íntimo, que es de amorosa adoración a su Padre.
Jesús abandonó todas sus prerrogativas como Dios para no ser más que el Enviado que solo hace las obras que le han mandado hacer. Y así Jesús es, tal como lo anunció Isaías, el Siervo de Yahvé, su Padre.
Y así con detalles había descrito Isaías la Pasión: “Muchos se pasmarán de Él—tan desfigurado está, su aspecto ya no es de hombre, y su figura no es como la de los hijos de los hombres” (Isaías LII, 14).
Así quedó desfigurado Jesús en su Pasión. Orígenes sostenía que Jesús tenía dos aspectos, uno hermoso para quienes creían en Él, y uno feo para los que le rechazaban.
Esto es lo que los profetas oyeron de Dios sobre el Mesías: “No tiene apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto para que nos agrade” (Isaías LIII, 2). La carne engañosa no nos deja ver a Jesús.
“Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, sabe lo que es el padecer; como alguien de quien uno aparta su rostro, le deshonramos y le desestimamos” (Isaías LIII, 3). Como alguien ante quien uno aparta su rostro, es decir, como un castigado por causa de sus infamias.
“Tomó sobre Sí nuestras dolencias, cargó con nuestros dolores, y nosotros le reputamos como castigado, como herido por Dios y humillado” (Isaías LIII, 4). Su satisfacción fue sustitutiva. Cristo padeció, no por culpa propia, pues su única culpa fue la de no tener ninguna culpa, sino para restituir al Padre, en beneficio nuestro, el honor que le habíamos robado nosotros.
“Fue traspasado por nuestros pecados, quebrantado por nuestras culpas; el castigo, causa de nuestra paz, cayó sobre Él, y a través de sus llagas hemos sido curados. Éramos todos como ovejas errantes, seguimos cada cual nuestro propio camino; y Yahvé cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Isaías LIII, 5-6).
Y “fue arrebatado por un juicio injusto” (Isaías LIII, 8). Alusión al procedimiento, contrario a todo derecho, que aplicaron los jueces en el proceso de Jesús. “Fue cortado de la tierra de los vivientes y herido por el crimen de mi pueblo” (Isaías LIII, 8).
Y “se le asignó sepultura entre los impíos… aunque no cometió injusticia ni hubo engaño en su boca” (Isaías LIII, 9). Aún después de muerto, Jesús debía estar expuesto a la humillación y ser enterrado con los ladrones. Con malhechores reposó en su muerte.
“Yahvé quiso quebrantarle con sufrimientos” (Isaías LIII, 10), porque sus sufrimientos fueron los más puros e inocentes.
Pero Dios Padre fue su auxiliador (cf. Isaías L, 7), y por eso no ha sido confundido (cf. Isaías L, 7). “No quedaré avergonzado” (Isaías L, 7). “Cerca está el que me justifica” (Isaías L, 8). “He aquí que Yahvé es mi auxiliador” (Isaías L, 9).
“Luego de ofrecer su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia y vivirá largos días, y la voluntad de Yahvé será cumplida por sus manos” (Isaías LIII, 10). Se cumplirá en Él el deseo del Padre, la conversión a Dios Padre de todos los pueblos, y el establecimiento del Reino de Dios en el mundo.
“De balde fuisteis vendidos, y sin dinero seréis rescatados” (Isaías LII, 3). Así como los extranjeros nos quitaron la libertad sin pagar indemnización, así también seremos rescatados sin pagar dinero.
Jesús “verá el fruto de los tormentos de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías LIII, 11). Justificará a muchos: “Mi siervo, el Justo, justificará a muchos por su doctrina, y cargará con las iniquidades de ellos” (Isaías LIII, 11).
En el momento culminante de la vida de Jesús le oímos hablar con su Padre y decirle: “En esto consiste la vida eterna: en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo tu Enviado… Santifícalos en la verdad: la verdad es tu Palabra” (San Juan XVII, 3.17).
Por todo esto—finaliza la Profecía de Isaías—“le daré en herencia una gran muchedumbre, y repartirá los despojos con los fuertes, por cuanto entregó su vida a la muerte, y fue contado entre los facinerosos. Porque tomó sobre Sí los pecados de muchos e intercedió por los transgresores” (Isaías LIII, 12).
Pongamos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe, dice San Pablo (cf. Hebreos XII, 2). Un filósofo hace notar que esa elevación sobre el puro análisis de nosotros mismos es condición indispensable de la contemplación.
Es dejar lo negativo por lo positivo, el no ser por el ser. Es lo que expresa San Agustín: “En mi hallo muerte, mas dónde vivir no hallo sino en Ti”. Es el camino hacia la regeneración de la humanidad caída.
Por eso, fue contado entre los facinerosos, para bien nuestro: ¿No fue Jesús asociado a dos criminales, y no se prefirió en su lugar a Barrabás, ladrón y asesino?
Y en su Reino repartirá los despojos, que quitará a los principados y potestades, con su triunfo en la Cruz (cf. Colosenses II, 15): “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, si es que sufrimos (inocentemente) juntamente (con Él), para ser también glorificados (con Él)” (Romanos VIII, 17).
“Y vi un ángel de pie en el sol y gritó con poderosa voz, diciendo a todas las aves que volaban por medio del cielo: ‘Venid, congregaos para el gran festín de Dios’” (Apocalipsis XIX, 17).
Y, aun así, en la Pasión, intercedió por los transgresores, y ¡qué consuelo! En el cielo, sigue intercediendo por nosotros: “Puede salvar perfectamente a los que por Él se acercan a Dios, ya que vive para siempre para interceder por ellos” (Hebreos VII, 25).
“En el tabernáculo santo ejerceré el ministerio mío… fijaré mi estancia en Sión y el lugar de mi reposo será la Ciudad Santa; en Jerusalén estará el trono mío” (Sirácida XXIV, 14-15).
He aquí el Sacerdocio eterno de Cristo. Rogó al Padre por nosotros y por nuestros pecados, y también por sus verdugos, en su Pasión. Y hoy continúa sin cesar “intercediendo por nosotros” a la diestra del Padre, hasta su retorno triunfante en que “transformará nuestro vil cuerpo y le hará semejante al suyo glorioso” (cf. Filipenses III, 20-21).
La maravillosa gloria de la resurrección que nos traerá Jesús, mostrándonos que la plenitud de nuestro destino eterno no se realiza con el premio que el alma recibe en la hora de la muerte, sino con aguardar al Señor, con la dichosa esperanza puesta en nuestros labios mortales.
Amén.