jueves, 26 de mayo de 2022

Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo – 2022-05-26 – Hechos de los Apóstoles I, 1-11 – San Marcos XVI, 14-20

*

“El Señor Jesús, después de haber hablado con ellos, fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios” (San Marcos XVI, 19).

Minutos antes de este maravilloso espectáculo los impacientes Apóstoles le habían preguntado: “¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?” (Hechos de los Apóstoles I, 6).

No era ese el momento de establecer su Reino. Había que todavía esperar que viniera el Espíritu Santo, que descendiera sobre ellos, y fueran sus testigos hasta los extremos de la tierra (cf. Hechos de los Apóstoles I, 8), y por eso, “diciendo esto y viéndole ellos, se elevó, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hechos de Apóstoles I, 9).

Jesús se despide de sus Discípulos, cuarenta días después de su Resurrección, les promete el Espíritu Santo y, a vista de todos y con extrañeza de todos, se remonta majestuosamente al Cielo, desde donde ha de venir, al fin del mundo, “a juzgar a los vivos y a los muertos”, como rezamos en el Credo.

Y Jesucristo es bienvenido por el Padre en el Cielo: la Ascensión de Nuestro Señor, con su Humanidad, es la inauguración oficial del Cielo, el cual, fue conquistado por Jesús con su muerte y resurrección, y nos lo brinda a todos como premio regalado de una vida santa, ajustada a la divina Ley. 

Ir, pues, al Cielo, debe constituir nuestra ambición y nuestro ideal. Con la esperanza de ir a él y de gozar en él de goces inenarrables y eternos, debemos padecer con paciencia y hasta con amor las miserias de la tierra. 

Y qué mejor preparación que experimentar en la tierra los atributos de Dios. San Pablo nos asegura que se los puede conocer: “Porque lo invisible de Él, su eterno poder y su divinidad, se hacen notorios desde la creación del mundo, siendo percibidos por sus obras, de manera que (los hombres) no tienen excusa (de no conocer a Dios)” (Romanos I, 20).

Dios nos muestra su poder y su divinidad a través de su obrar. Su obrar es una constante prueba de su amor por nosotros. Así describe el profeta Nahúm sus atributos: “Dios es un Dios celoso…” (Nahúm I, 1). Su celo por nosotros es, lógicamente, la expresión de su amor por sus preciadas creaturas.

Por supuesto, Dios no es celoso como nosotros los seres humanos, que codiciamos los bienes de los demás. Su celo es por su Santidad. Su celo significa que Él reclama para Sí lo que es suyo: Él es el creador del universo. Él es el que nos hizo, y su deseo es que lo reconozcamos; que experimentemos su amor. Por eso, todo lo positivo y todo lo firme que hay en este mundo solo viene de Dios. 

Esa es la primera característica que debemos destacar de Él. Así es que “el Señor es un Dios celoso, y vengador; vengador es el Señor…” (Nahúm I, 2).

Dios recurre a la venganza en contra de sus enemigos. No puede tolerar que su Santidad sea contaminada. No puede permitir que su camino no sea sólido, firme y seguro, para las creaturas que Él ama inmensamente. Así es Dios. Él se venga, y se vengará, de quienes pongan obstáculos a sus caminos. 

Que Dios sea vengador es parte de sus características, parte de su naturaleza. Es Inmutable. Así es que “el Señor es un Dios celoso, y vengador; vengador es el Señor y lleno de ira…” (Nahúm I, 2).

Está lleno de ira, otra característica de Dios. Está lleno de ira, pero no de una ira injusta, sino justa. Es la ira que quiere realizar la perfección de su voluntad en nuestras vidas, y la perfección de su voluntad en la creación. La ira de Dios no tiene nada que resistir y su voluntad se realiza firmemente.

La santa y justa ira de Dios se debe a su amor por su creación. Así es que “el Señor es un Dios celoso, y vengador; vengador es el Señor y lleno de ira. El Señor ejerce la venganza contra sus adversarios, y guarda rencor a sus enemigos” (Nahúm I, 2).

El Señor se venga de sus adversarios, de los que son sus enemigos, de los que se levantan contra Él. Sus enemigos no Lo pueden soportar.

Satanás no Le puede soportar. Sabemos lo que está pasando en el mundo. Vemos y experimentamos en carne propia el aumento del mal en el mundo. Pero también sabemos que Dios se vengará:

“No os venguéis por vuestra cuenta—dice San Pablo a los Romanos—sino dad lugar a la ira de Dios, puesto que escrito está: ‘Mía es la venganza’; Yo haré justicia, dice el Señor” (Romanos XII, 19). El Señor dice que reserva ira para sus enemigos. Ira está reservada para sus enemigos.

Si nuestros corazones están con el Señor… si amamos al Señor con todo nuestro corazón, no hay posibilidad de que suframos su ira. Sorprendente será ver que su ira no está dirigida hacia nosotros, sino hacia los enemigos de Dios.

Jesús mismo nos dijo eso: “Porque Dios no nos ha destinados a la ira, sino para adquirir salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses V, 9). Estamos destinados al gozo. Estamos destinados a la gloria. Así es el Señor, “el Señor es longánimo y grande en poder…” (Nahúm I, 3).

Es longánimo, entero, paciente, sereno... El Señor es lento para la ira (cf. Salmo CIII, 8). Dios no se enfurece. Esa es otra característica de su amor.

Sí, en primer lugar, está su juicio; pero luego viene el hecho de que su corazón por nosotros está presente todo el tiempo, para que nos arrepintamos y volvamos a Él. Le toma mucho tiempo a Dios llegar a estar en realidad airado y realmente enojado.

“Es longánimo”, lento para la ira, “y grande en poder, y no deja impune al impío” (Nahúm I, 3). 

De ninguna manera va a absolver a los culpables. No hay forma. La justicia de Dios es absolutamente perfecta. Justicia, no como la de los tribunales de los hombres. Absolutamente justo; absolutamente celoso de nosotros, y absolutamente vengativo contra sus enemigos. Éstas son las características de Dios, y Dios no cambia.

Luego el Profeta Nahúm nos dice algo muy curioso: “Marcha el Señor en el torbellino y en la tempestad, y las nubes son el polvo de sus pies” (Nahúm I, 3). Él tiene el control de todo; ¿no es verdad?

Él está en el torbellino. Él lo crea. Él está en él, y lo detiene. Ese es el poder que Dios tiene de cada elemento del universo. Él “increpa el mar y lo deja seco; agota todos los ríos” (Nahúm I, 4). Reprende y amenaza al mar y lo seca. No hay nada en la creación que Dios no pueda hacer porque Él lo hizo. Reprende y amenaza al mar, y lo hace secar, y hace secar también todos los ríos.

La creación de Dios está completamente bajo su control. Pronto todo vendrá a experimentar su justicia, y sentirán todos los atributos de su carácter, cuando traiga su juicio sobre la tierra. Muy pronto Dios mostrará TODO su poder.

“Delante de Él se estremecen los montes, y se derriten los collados” (Nahúm I, 5). Comprendamos por un instante esta imagen. Toda la creación derritiéndose ante el poder de Dios.

Nada puede resistirLe. La tierra se estremecerá ante su presencia: “Ante su faz se conmueve la tierra, el orbe y cuantos en él habitan” (Nahúm I, 5). 

El mundo y cuanto en él habita no soportará la misma presencia de Dios. Él sacude todo. Será como un temblor en nuestras vidas que Dios provocará. El estremecimiento y el temblor que sentiremos nos harán pensar en quién es Él.

“¿Quién podrá subsistir ante su ira?” Por supuesto, lo sabemos, nadie. “¿Quién resistirá el ardor de su cólera?” (Nahúm I, 6). Su ira emergerá como fuego y las rocas serán quebrantadas por Él. Jesús nos advirtió sobre esto, ¿no es así?

“Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, y la luna no dará más su fulgor, los astros caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas” (San Mateo XXIV, 29). Jesús nos advirtió y nos sigue advirtiendo de la ira de Dios que está viniendo.

Pero el Señor es bueno, nos dice el Profeta Nahúm. Vemos el contraste. Hemos visto que es celoso; hemos visto que es vengativo; hemos visto a Dios enojado. Hemos visto temblar las montañas del universo.

Sin embargo, “el Señor es bueno, es fortaleza en el día de la tribulación. Él conoce a los que en Él confían” (Nahúm I, 7). Si uno está con Él, Él está con uno; si le somos infieles, Él es fiel.

Él sabe, registra, y tiene conocimiento y entiende a los que se refugian y confían en Él. Esto es ser conocido por Dios. Cada cosa que pensamos; todo lo que sentimos, es conocido por Dios.

“Ningún pájaro cae a tierra sin que Dios lo permita” (San Mateo X, 29). Él “es fortaleza en el día de la tribulación” (Nahúm I, 7). Debemos apoyarnos en esta verdad; no debemos para nada comprometerla, porque “con inundación arrolladora destruirá por completo aquel lugar (Nínive), y las tinieblas perseguirán a sus enemigos” (Nahúm I, 8).

No solo a Nínive, como se refiere esta profecía, en un primer nivel de sentido propio, sino todos los reinos de este mundo, que se convertirán luego en reinos de Cristo. “Una inundación arrolladora”, dice el texto, no con agua, sino con el juicio de Dios. Será con fuego.

Lo que vemos en estas escrituras es que Dios está trabajando en algo. Está trabajando para establecer ese tiempo futuro pero no lejano en el que Él reinará, Supremo, entre la humanidad.

Por eso, dice el Profeta Nahúm, “¿Qué maquináis contra el Señor?” ¡Qué loco intento de conspirar contra el Señor! “Él hace devastación completa (de Nínive)” (y lo hará también de Babilonia), y “la tribulación no surge dos veces” (Nahúm I, 9), dice Nahúm. Cuando Dios juzga, juzga para siempre.

Y eso es lo que ocurrirá en los últimos días de esta era. Y Dios lo hace para poder reinar. Reinar supremamente, eso es. El Reino Milenario está ya en marcha…

Así dice el Señor de los enemigos: “Aunque sean sanos y salvos, y muy numerosos, con todo, serán cortados y desaparecerán” (Nahúm I, 12). El que les aconseja el mal, desaparecerá. Sabemos que el mal consejero está por venir, el Anticristo, pero será derrotado.

Aunque “te he humillado”, dice el Señor, “no te humillaré más” (Nahúm I, 12). Un tiempo de benevolencia se profetiza aquí. Vendrá un tiempo en que el Señor reinará en Jerusalén. Y así, “ahora romperé el yugo que pesa sobre ti, y haré pedazos tus coyundas” (Nahúm I, 13).

Pues bien, éstas son las características de Dios, que enumeramos según el Profeta Nahúm:

Celoso, vengativo, enojado, furioso, airado, mesurado, su juicio siempre justo, poderoso, capaz de mover la creación, justo y bueno, confiable y entero. 

Todo lo que es parte del carácter de Dios es parte de su amor por nosotros, por su grandeza. Dios ha ordenado que su grandeza se extienda a lo más alto de toda la creación, que somos nosotros, la humanidad.

La grandeza de Dios quiere ser revelada a nosotros, a nuestra mente, a nuestro corazón, para que podamos verla, y podamos experimentarla.

A veces Dios parece traer solo dolor a nuestras vidas; pero, en realidad, no es dolor, sino perfección. Y Dios se sale con la suya, en nuestras vidas, si le permitimos, por medio de su Espíritu Santo, que lo haga.

Pero nosotros también conocemos el otro lado de su naturaleza. Conocemos su mansedumbre, amabilidad, bondad y fidelidad, todas las cosas que Él nos ha llamado a reflejar en este mundo.

El Profeta Nahúm profetizó el fin de todos los males que se avecinan sobre la humanidad. Hay algo fresco y nuevo viniendo, y Dios está trabajando en eso…

“Mientras estaban mirando al cielo, fija la vista en Él, que se iba, dos varones con hábitos blancos se les pusieron adelante y les dijeron: ‘Varones de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo vendrá así como le habéis visto ir al cielo’” (Hechos de los Apóstoles I, 10-11).

Vendrá así como le habéis visto partir. Es la Parusía. Es la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo. Eso nuevo y fresco en lo que está trabajando Dios, para nuestro consuelo, es la Parusía, la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, su Reino Milenario sobre la tierra.

¡Venga tu Reino, oh, Señor! Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. 

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!