sábado, 28 de mayo de 2022

Domingo después de la Ascensión – 2022-05-29 – 1 Pedro IV, 7-11 – San Juan XV, 26-27; XVI, 1-4 – Padre Edgar Díaz

El Martirio de los Siete Macabeos - Antonio Ciseri - 1863

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En el Sermón de la Montaña Nuestro Señor Jesucristo estableció que tanto la oración como la caridad de un hijo de Dios deben ser fervientes, al decir que antes de presentar la ofrenda a Dios, debe uno reconciliarse con el hermano (cf. San Mateo V, 24).

Al respecto, San Juan Crisóstomo dice que “la misericordia del Padre es tal, que atiende más a nuestro provecho que al honor del culto”. La misericordia hacia el prójimo es una condición necesaria para que la oración sea justamente escuchada y atendida por Dios.

A esto se refiere San Pedro en la Epístola de hoy al decirnos que debemos ser “discretos” y “velar en la oración” (1 Pedro IV, 7) teniendo entre los hijos de Dios, “ferviente caridad, porque la caridad cubre la multitud de pecados” (1 Pedro IV, 8). Nuestra multitud de pecados.

“El fin de todas las cosas está cerca” (1 Pedro IV, 7), nos advierte San Pedro. “Sed, pues, prudentes y sobrios para poder dedicaros a la oración” (1 Pedro IV, 7). Al respecto, San Hilario comenta:

“Con estas palabras San Pedro da a entender que el tiempo de nuestra vida pasa como un soplo, y que el espacio que media entre la primera y la segunda venida de Nuestro Señor es brevísimo… Y por eso nos exhorta San Pedro a que no seamos necios dejando pasar inútilmente este brevísimo lapso que se nos concede para ganar la felicidad eterna, y a que estemos siempre alerta y en vela, para emplear bien todos los momentos de la vida presente”.

El final está cerca, pues, como dice San Pablo, nos hallamos ya al fin de los siglos (cf. 1 Corintios X, 11). Por eso, debemos redoblar nuestros esfuerzos en ser caritativos, a fin de que la caridad cubra la multitud de nuestros pecados.

Santo Tomás de Aquino explica que “si alguien ofende a uno y después le ama íntimamente, por el amor que le tiene se le perdona la ofensa; así Dios perdona los pecados a los que le aman… Justamente dice ‘cubre’, porque no son considerados por Dios para castigarlos”. La caridad es como un manto que cubre la desnudez.

Y admirablemente continúa Santo Tomás explicando este concepto, haciendo notar que “cuando se reconcilian dos amigos antes distanciados, ninguno recuerda los antiguos agravios”. El amor no hace caso de las ofensas recibidas, sino que las perdona y olvida (cf. 1 Corintios XIII, 4).

“Así hace Dios con nosotros”—sigue señalando Santo Tomás—“cuando recobramos su amistad mediante un acto de perfecta caridad, sea hacia Él o hacia el prójimo (que es como hecho hacia Cristo)”. El que perdona puede estar seguro de recibir perdón (cf. San Mateo VI, 14; 18, 35; Eclesiástico XXVIII, 3ss).

Santa Teresa de Lisieux sostenía que bastaba un acto de perfecta caridad para ganarse seguramente las indulgencias del Señor, sin que hubiera otra condición.

Un acto de perfecta caridad hacia Dios es el martirio, el ofrecimiento voluntario de la propia vida por amor a Dios, y es al martirio a lo que muy probablemente nos estén conduciendo, en los tiempos en que estamos, porque el pensamiento reinante es que “todo el que os quite la vida, pensará prestar un servicio a Dios” (San Juan XVI, 2). 

Los últimos tiempos están bien marcados por este concepto: quien mata, creerá hacer un obsequio a Dios: es decir, en estos momentos se llega a cometer los más grandes males creyendo obrar bien, o sea que, por falta de conocimiento de la verdad revelada que nos hace libres (cf. San Juan VIII, 32), se cae en los lazos del padre de la mentira (cf. San Juan VIII, 44).

Por eso dice hoy Nuestro Señor que “esto harán porque no han conocido al Padre ni a Mí” (San Juan XVI, 3). Es decir, no han conocido ni al Padre ni a Jesús, porque presuntuosamente creían conocerlos, para no inquietarse por su indiferencia, como nos relata el Apocalipsis: “Tú dices: ‘Yo soy rico… de nada tengo necesidad’, y no sabes que (en realidad) eres desdichado, y miserable, y mendigo, y ciego, y desnudo” (Apocalipsis III, 15-17).

Es ésta “la operación del error”, de que habla con tan tremenda elocuencia San Pablo (cf. 2 Tesalonicenses II, 9ss.), a la cual Dios abandona a quien no haya recibido con amor la verdad que está en su Palabra (cf. San Juan XVII, 17), y deja que “se crea a la mentira”.

Rara vez hay quien haga el mal por el mal mismo, y de ahí que la especialidad de Satanás, habilísimo engañador, sea llevar a la humanidad a cometer el mal pero bajo la apariencia de bien.

Así Caifás condenó a Jesús, diciendo piadosamente que estaba escandalizado de oírlo blasfemar, y todos estuvieron de acuerdo con él, y escupieron y maltrataron a Jesús (cf. San Mateo XXVI, 65ss.). Así sucederá también con los que aman a Dios y son sus discípulos, en estos últimos tiempos.

En el Antiguo Testamento quienes dieron prueba de su amor a Dios con sus vidas fueron los hermanos Macabeos, y de ellos debemos tomar ejemplo, para nuestro martirio. Estos fueron presos por un rey extranjero, azotados y atormentados, obligados a comer carne de cerdo, lo cual estaba prohibido por la Ley de Moisés (cf. 2 Macabeos VII, 1).

El relato del martirio de los siete hermanos y su madre es realmente estremecedor, “dispuestos a morir antes que quebrantar las leyes patrias que Dios les había dado” (2 Macabeos VII, 2).

Ante la crueldad con la que fue martirizado el primogénito, “los otros hermanos, con la madre, se exhortaban a morir generosamente, diciendo: El Señor Dios nuestro ve la verdad, y tendrá compasión de nosotros, como Moisés dice en su cántico: ‘Él será misericordioso con sus siervos’” (2 Macabeos VII, 5-6).

“Entretanto la madre, sobremanera admirable, y digna de la memoria de los buenos, viendo perecer en un solo día a sus siete hijos, lo sobrellevaba con ánimo constante, por la esperanza que tenía en Dios” (2 Macabeos VII, 20), y le dijo así al más pequeño de sus hijos:

“Te ruego, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra, y a todas las cosas que ellos contienen; y que entiendas bien que Dios las ha creado todas de la nada, como igualmente a los seres humanos” (2 Macabeos VII, 28), lo cual viene a ser un ejemplo de fe perfecta en Dios, según el Antiguo Testamento, pues para nosotros, los de la Nueva Alianza, habría que agregar además el asentimiento pleno y total a la Revelación traída por Jesucristo (cf. Hebreos I, 1ss.).

Y concluyó la madre: “De este modo no temerás a este verdugo; antes bien, haciéndote digno de participar de la suerte de tus hermanos, abrazarás la muerte, para que así en el tiempo de la misericordia te recobre yo, junto con tus hermanos” (2 Macabeos VII, 29).

Y el joven, dirigiéndose al malvado y abominable rey, le dijo: “Por haber padecido un dolor pasajero, mis hermanos se hallan ya gozando de la alianza de la vida eterna; mas tú, por justo juicio de Dios, sufrirás los castigos debidos a tu soberbia… Por lo que a mí me toca, hago como mis hermanos el sacrificio de mi cuerpo y de mi vida… y que te obligue Dios a ti, a fuerza de tormentos y de castigos, a confesar que Él es el solo Dios” (2 Macabeos VII, 36-37).

Admirable ejemplo de sacrificio perfecto en el Antiguo Testamento. Los siete hermanos, y la madre, ofreciendo sus vidas por amor a Dios. Es la perfección de la caridad, de la que nos habla hoy San Pedro en su Epístola. 

Y como la Sabiduría de Dios es inexorable, e impotente la humana solución, qué mejor que la preciada recomendación de Nuestro Señor: “Os he dicho estas cosas, para que, cuando llegaren a suceder, os acordéis de que ya os las dije” (San Juan XVI, 4).

Movidos por la caridad, debemos obrar de modo que en todo sea Dios honrado y glorificado. Asistidos por el Espíritu Santo Consolador, que Jesús nos envía del Cielo, tendremos que dar testimonio de Dios con nuestras vidas, mal que pese a los enemigos y perseguidores, los cuales, tan cegados están a veces en su sectarismo, que decretan martirios y destierros, creyendo honrar así a la misma religión, mas en cambio, deshonran, promoviendo sin más, un terrorismo religioso. 

Otro ejemplo tomado de los Macabeos en el Antiguo Testamento sirve para alentarnos con solo la confianza puesta en Dios, y no en las ilusiones que puede suscitar algún héroe circunstancial, sea político o religioso: 

“En medio de esto, el Macabeo, esperaba siempre con firme confianza que Dios le asistiría con su socorro; y, al mismo tiempo, exhortaba a los suyos a que no temiesen el encuentro de las naciones, sino que antes bien, trajesen a la memoria la asistencia que otras veces habían recibido del cielo, y que al presente esperasen que el Todopoderoso les concedería la victoria” (2 Macabeos XV, 7-8).

Y Judas Macabeo, “levantando las manos al cielo, e invocando al Señor que obra prodigios… quien según su voluntad concede la victoria a los que la merecen… le invocó de esta manera: ‘¡Oh, Señor! … ¡Oh, dominador de los cielos! Envía a tu Ángel bueno, que vaya delante de nosotros, y haga conocer (a los enemigos) la fuerza de tu terrible y tremendo brazo; a fin de que queden llenos de espanto los que, blasfemando, vienen contra tu santo pueblo’. Así terminó su oración”, el guerrero Judas Macabeo (2 Macabeos XV, 21-24).

“Y orando al Señor en lo interior de sus corazones, al mismo tiempo que, espada en mano, cargaban sobre sus enemigos… (obtuvieron la victoria), matando (a un gran número), sintiéndose sumamente llenos de gozo por la presencia de Dios” (2 Macabeos XV, 27).

La confianza puesta sola en Dios es lo que da la victoria. Que Dios nos asista con su socorro, en nuestra defensa, ante las fuerzas hostiles del mal. No debemos temer ese encuentro, sino, más bien, recordar las veces que el cielo vino en nuestra ayuda, y que esta vez también nos dará la victoria.

Nuestro más sagrado deber en estos últimos tiempos es el de defender con nuestras vidas la Sagrada Doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, así como fue transmitida por su Iglesia, por contraria que parezca a las humanas pasiones y a renovadoras ideas que buscan dar explicación racional a los planes divinos de Dios, según maestros y enseñanzas halagadoras al oído y a la fantasía, pero engañosas.

Por eso, la exhortación de San Pablo a Timoteo es hoy más actual que nunca, y con esto concluimos: 

“Te conjuro delante de Dios y de Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos, al tiempo de su venida y de su reino, predica la Palabra de Dios, insiste oportuna e importunamente: reprende, censura, exhorta, con toda paciencia y doctrina” (2 Timoteo IV, 1-2).

“Porque vendrá tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina, sino que, con el prurito de oír doctrinas que lisonjeen sus pasiones, se rodearán de doctores según sus gustos; y cerrando su oído a la verdad, se volverán a las fábulas. Tú, entretanto, sé sobrio en todo, soporta las adversidades, haz obra de Evangelista, cumple con tu cargo…” (2 Timoteo IV, 3-5).

Nuestro empeño es hacer la obra de Evangelista, mientras así Dios lo disponga, y hasta el momento que Él disponga; y ser mártires por la verdad, como lo fue San Pablo:

“Yo ya estoy a punto de ser inmolado, y se acerca el momento de mi muerte. He combatido el buen combate; he concluido la carrera; he guardado la fe” (2 Timoteo IV, 6-7). Recordemos la exhortación del Apocalipsis: “Tal como recibiste y oíste” (Apocalipsis III, 3). “No inventes nada nuevo, pues nulo lo volveré”, dice Dios Padre.

Y, como San Pablo, solo nos quedará aguardar la corona: “Solo me resta aguardar la corona de justicia que me está reservada, y que me dará el Señor en aquel día como justo Juez; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan amado su venida” (2 Timoteo IV, 8).

¡Venga tu Reino, oh, Señor! 

Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos. 

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!