El Faraón devolviendo Sara a Abraham - Isaac Isaccsz - Holanda Año 1640 |
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En la Sagrada Escritura encontramos las historias de hombres y mujeres semejantes a nosotros −con nuestras mismas flaquezas, con nuestros defectos, con nuestros pecados− pero que mantuvieron una relación de amistad con Dios, y Él los usó como instrumentos de Su poder y los bendijo con toda la abundancia de Su gracia. Esas historias, por supuesto, nos reportan un gran consuelo, porque podemos identificarnos con esos personajes y saber que, por la Misericordia de Dios, tenemos esperanza.
Por ejemplo, el Apóstol Santiago nos dice al final de su epístola que Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, pero cuando oró fervientemente para que no lloviese, no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses. Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo fruto (Stgo., 5: 17-18).
Eso mismo puede aplicarse al santo patriarca Jacob, a simple vista engañador, mentiroso, tramposo, aunque los Santos Padres no dejan de ver un misterio en su vida; al santo Rey David, adúltero, asesino, desconfiado; al santo Rey Josafat, haciendo alianza con los impíos, a San Pedro Apóstol, fingiendo ser judaizante con los judaizantes para “quedar bien con todos” (una actitud tan reprochable que San Pablo tuvo que echárselo en cara públicamente para que se avergonzara)… Y la lista no termina más. Y en el caso que nos ocupa, ya hemos visto a Abraham −el “amigo de Dios”− cometiendo un grandísimo error al llevar consigo a Lot en la misión a la que Dios lo llamó a él.
Pero, lamentablemente, ése no fue el único error de Abraham. Hoy vamos a analizar otro pasaje de su vida donde lo vemos lanzándose a una aventura con horrendos resultados.
Leamos en el capítulo 12 del Libro del Génesis, versículos 10 al 20:
Mas hubo hambre en el país, por lo cual Abram bajó a Egipto para morar allí, pues era grande el hambre en el país. Estando ya próximo a entrar en Egipto, dijo a Sarai, su mujer: “Mira, yo sé que eres mujer hermosa; por eso, cuando te vean los egipcios, dirán: «Ésta es su mujer»; y me matarán a mí, y a ti te dejarán la vida. Di, pues, te ruego, que eres mi hermana, a fin de que me vaya bien por causa tuya, y sea salva mi vida por amor de ti.” Efectivamente, cuando Abram entró en Egipto, vieron los egipcios que la mujer era muy hermosa. La vieron también los cortesanos del Faraón, los cuales se la alabaron al Faraón, de modo que la mujer fue llevada al palacio del Faraón. Éste trató a Abram muy bien por causa de ella; y se le dieron ovejas y ganados y asnos y siervos y siervas y asnas y camellos. Mas Yahvé hirió al Faraón con grandes plagas, a él y a su casa, por Sarai, la mujer de Abram. Entonces llamó el Faraón a Abram, y le dijo: “¿Qué es lo que has hecho conmigo? ¿Por qué no me dijiste que era tu mujer? ¿Por qué afirmaste: «Es mi hermana», de manera que yo la tomé por mujer? Ahora, pues, ahí tienes a tu mujer; tómala y anda.” Y el Faraón dio orden respecto de él a sus hombres, los cuales despidieron a él y a su mujer, con todo cuanto poseía.
“Hubo hambre en el país…”
Y, ¿qué hizo el “amigo de Dios”? ¿Qué hizo el que salió de su tierra y de su parentela “sin saber a dónde iba”? ¿Qué hizo el “padre de la fe”? ¿Qué hizo el que expresaba su amor y devoción por Dios edificando altares a cada paso de su peregrinación?
Pues el amigo de Dios, el padre de la fe, el que expresaba su amor y devoción a Dios a cada paso…. ¡salió huyendo! … Y ¡¡¡SIN CONSULTAR LA VOLUNTAD DE DIOS!!!
San José, ¡qué coincidencia!, también salió huyendo a Egipto, con Nuestra Señora y el Niño Jesús… Pero lo hizo porque Dios le indicó que eso era lo que Él quería que hiciera… No tomó la decisión por su cuenta y riesgo.
Sin embargo, ¡qué incongruencia la de Abraham! Un hombre que fue capaz de demostrar su confianza en Dios de tantas y tan variadas maneras, ahora, ante una pequeña prueba, no se pone a tono con las circunstancias y sale huyendo como cualquier cobarde….
A propósito, esa experiencia es paralela a la de otros dos que hicieron lo mismo en una situación similar: Elimelec y Noemí (los suegros de Rut).
En el capítulo 1 de Rut, versículos 1 y 2 dice lo siguiente:
En los días en que gobernaban los Jueces, hubo hambre en el país, y un hombre de Belén de Judá se fue a residir, con su mujer y sus dos hijos, a los campos de Moab. Este hombre se llamaba Elimelec, su mujer Noemí y sus dos hijos Mahalón y Quelión; eran efrateos de Belén de Judá. Llegados a los campos de Moab, se establecieron allí.
Sin embargo, ¡qué mal les fue allí! En Moab murió Elimelec, y murieron también Mahalón y Quelión, y Noemí quedó al frente de la casa con sus dos nueras moabitas sin saber qué hacer en aquel país extranjero, hasta que decidió regresar a Belén porque “oyó en los campos de Moab que Yahveh había visitado a su pueblo y le daba pan”. Si se hubiera quedado en Belén, se habría ahorrado tantos dolores de cabeza. Al final del capítulo 1º de Rut el Divino Registro dice cómo regresó “llena de amargura, desdichada y envejecida”.
En fin, otros dos que se suman a la lista que comenzamos al principio.
Y ambas experiencias –la de Abraham y la de este matrimonio de Belén− ofrecen un marcado contraste con la del Profeta Habacuc. A él sí que no le importaba que hubiera hambre o sed o escasez… y escribió en su libro (en el capítulo 3, versículos 17-19):
Pues aunque no florezca la higuera, ni haya fruto en la vid; aunque falte el producto del olivo, y los campos no den alimento; aunque desaparezcan del aprisco las ovejas, y no haya más ganado en los corrales, yo, con todo, me regocijaré en Yahvé, y me gozaré en el Dios de mi salvación. Yahvé, el Señor, es mi fortaleza, Él me da pies como de ciervo y me hace correr sobre mis alturas.
Pero, vamos a regresar a Abraham para comentar acerca de su errado proceder.
Dios había llamado a Abraham para que cumpliera una misión muy definida –ir a tierra de Canaán−, y lo equipó con promesas en las que el patriarca debía confiar en todo momento, y de hecho, así lo había llevado a cabo hasta entonces.
Ante aquella hambruna, pues, debió haber continuado apoyando su confianza en las promesas de Dios. Su error, empero, consistió en que en esos momentos de angustia y escasez apartó su mirada de las promesas fidelísimas de Yahvé y trató de darle una solución al problema “a lo humano”. Hizo lo que hubiera hecho cualquier ser humano que no tuviera a su disposición la Palabra Infalible de un Dios Amoroso y Fiel… y por tanto, se fue nada menos que a Egipto.
Sin embargo, al salir “del lugar donde Dios quería que estuviera” –del centro de la voluntad de Dios para él− perdió el tino espiritual y comenzó a rodar pendiente abajo. Convenció a Sara para que dijera una “verdad a medias” (parece que Abraham sabía de “restricciones mentales”…, que, para mi gusto, ¡dejan tanto que desear!). Esa “verdad a medias” provocó que Faraón se llevara a Sara a su harem y que la poseyera. Muchas versiones tratan de no ser tan “claras” en este punto, pero las más responsables lo dicen así mismo y además, el texto hebreo lo confirma fehacientemente. Sí, Abraham permitió que Sara fuera mujer de Faraón. ¡Cuánto descenso espiritual! Y todo comenzó por haber dejado el lugar donde se suponía que estuviera, pasara lo que pasara.
La historia termina con un “happy ending” porque Dios, por supuesto, sacó la cara por Su amigo, lo defendió y lo sacó de allí con la lección bien aprendida. Y de allí regresó a Canaán, al lugar donde había hecho un altar e invocó a Dios.
En Génesis 13: 1-4, leemos:
De Egipto subió Abram al Négueb, él y su mujer y toda su hacienda, y Lot con él. Era Abram muy rico en rebaños, en plata y oro. Y se volvió, caminando por etapas, desde el Négueb hasta Betel, donde había acampado al principio, entre Betel y Hai, hasta el lugar del altar que alzara allí anteriormente; e invocó allí Abram el nombre de Yahvé.
Hay varias conclusiones importantes que podemos derivar de este pasaje de la vida de Abraham
1ª.- El éxito de nuestra vida espiritual es mantenernos “a toda costa” en el centro de la voluntad de Dios… es decir, en el lugar y en las circunstancias donde Dios desea que estemos.
2ª.- Eso, por supuesto, no nos hace inmunes a la prueba ni a las tribulaciones, ni nos garantiza una vida sin sufrimientos, porque como dijo el Apóstol San Pablo, “es menester que a través de muchas tribulaciones entremos en el Reino de Dios”.
3ª.- Sin embargo, cuando estamos en ese lugar donde Dios quiere que estemos, ahí sí que contamos con Su Presencia que nos acompaña, con Su Luz que nos dirige, con Su Poder que nos protege.
4ª.- Por tanto, si nos sentimos tentados a abandonar el centro de la voluntad de Dios, pidámosle a la Santísima Virgen que sujete nuestras manos entre las Suyas y no nos deje desviarnos de ese lugar ni un milímetro, porque es ahí donde la bendición de Dios se derramará sobre nosotros con toda la abundancia de Su Misericordia.
REYNALDO