Pentecostés - Jean II Restout - 1732 |
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El Gran Día de la Iglesia es Pentecostés, pues en este día la Iglesia recibe la plenitud del Espíritu Santo. Esto ocurrió cincuenta días después de la resurrección de Nuestro Señor, diez días después de la Ascensión.
En Pentecostés es enviado el Espíritu Santo a la Iglesia. Así como Nuestro Señor fue enviado por el Padre, por proceder del Padre, el Espíritu Santo es enviado por el Padre y por el Hijo, de los cuales procede.
El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Amor Consubstancial, Amor que procede del Padre y del Hijo sobre la Iglesia.
El Espíritu Santo realiza la obra santificadora en la Iglesia, es decir, en los miembros de la Iglesia, porque por apropiación, es al Espíritu Santo a quien le corresponde la obra de santificación.
Así como en la Santísima Trinidad algunas cosas son propias al Padre y otras al Hijo, aunque todo lo produce la Santísima Trinidad, se apropia al Espíritu Santo la obra de santificación.
El Espíritu Santo es llamado el “Paráclito”, es decir, quien está junto a la Iglesia, el sostén de la Iglesia, el alma de la Iglesia. Con su venida la Iglesia quedó plenamente informada del Espíritu Santo con la plenitud de su gracia y sus siete dones.
El Espíritu Santo como Amor expirado del Padre y del Hijo se nos presenta como un don de gracia, y es, entonces, el que mantiene la Iglesia divinamente instituida por Nuestro Señor Jesucristo.
Y esto será así hasta el fin de los tiempos. Hasta el último momento siempre estará el Espíritu Santo.
Por esta razón la Iglesia es indefectible, y por eso las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. No por esto debemos creer que no habrá crisis, herejías, apostasías, antipapas, y una iglesia del anticristo usurpando el lugar de la Iglesia de Cristo en Roma.
La gran abominación o apostasía puede acontecer, y, sin embargo, la Iglesia, en su identidad esencial está sostenida por el Espíritu Santo, aun cuando haya un solo fiel. Éste es el gran misterio de la Iglesia, y, también, el misterio de iniquidad.
De hecho hoy acontece esto, y hay que decirlo, pues no se puede negar algo que es más que evidente, y que es la defección oficial de la Iglesia en el Vaticano.
La iglesia oficial en el Vaticano—que se dice Católica—no es Católica. Es, en cambio, la sinagoga de Satanás, la contra-iglesia del anticristo, en connivencia con todos los poderes del maligno en esta tierra.
La Iglesia es Una, Santa, Católica y Apostólica. Esto no se puede modificar, cambiar, ni adulterar, porque, según nos dice Nuestro Señor, “mi doctrina no es mía, sino del que me envió” (San Juan VII, 16), es decir, el Padre, y “el intercesor, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo, y os recordará todo lo que Yo os he dicho” (San Juan XIV, 26).
Y esa plenitud doctrinal y teológica de la Iglesia ya era un hecho en Pentecostés, aun cuando Ésta estaba constituida tan solo por ciento veinte discípulos, como dice el Libro de los Hechos de los Apóstoles: “era el número de personas reunidas como de ciento veinte” (Hechos de los Apóstoles I, 15).
Toda la Iglesia en su plenitud en ese recinto, los Doce Apóstoles, la Santísima Virgen María, y los demás, la Iglesia plena en el momento.
Mas luego, esa plenitud doctrinal y teológica de la Iglesia fue desarrollándose, por la obra de expansión realizada por el Espíritu Santo, a través de los Apóstoles, y sus sucesores, es decir, todo el crecimiento de la Iglesia por acción del Espíritu Santo.
Es decir, la Iglesia no es una cuestión de número, sino de calidad. Por eso, puede ser reducida sin detrimento esencial a un número insignificante de fieles. No por esto deja de ser verdadera Iglesia, fiel a la Palabra de Cristo, que es el Verbo del Padre, y en esa fidelidad se reconoce que le amamos.
Luego, los que tergiversan, cambian, modifican la Palabra de Cristo, no aman a Cristo, ni al Padre, ni a la Iglesia, ni poseen la gracia del Espíritu Santo, y sobre esto, hay que decir que no hay términos medios.
El Vaticano II modificó la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo. Esto constituyó formalmente una vil traición y violación de la Iglesia, y de la Palabra de Dios, y no debemos confundir la iglesia que surgió como resultado de esa violación con la legítima Iglesia Católica.
Quien lo haga tiene una concepción herética de la Iglesia. Porque la misma concepción, pura y santa, de la Santa Madre Iglesia, obliga desconocer a la gran ramera del Apocalipsis (cf. Apocalipsis, Capítulo XVII), que ocupa hoy el Vaticano, y que pretende pasar por madre legítima.
Esta concepción herética de la Iglesia es la de los modernistas, herejes, y apóstatas que están en el Vaticano, y también la posición de muchos grupos tradicionalistas, en especial, la de la Fraternidad de San Pío X hoy, no así, por supuesto, la posición original que tuvo Mons. Lefebvre.
Los herejes que están usurpando la Santa Madre Iglesia no están conforme con la Iglesia tal cual como Dios la ha dado y la quieren modificar, como si fuera un gobierno de orden natural donde se pueden modificar las leyes. Esto es inaceptable en la Iglesia, que es de origen divino, y su doctrina es intocable.
Satanás es el padre de la componenda de religiones, es decir, de la religión de los gentiles; es padre de la mentira y del error. Eso era Roma antes de que fuera convertida y civilizada por la Iglesia.
Mas al final de los tiempos volverá Satanás a sus andanzas, y esto es lo que vemos hoy, porque quienes surgieron de las filas católicas, y que están ocupando los actuales cargos, han apostatado, porque “de entre nosotros han salido, mas no eran de los nuestros” (1 Juan II, 19). Ésta es la Gran Apostasía Apocalíptica de la Iglesia.
Para que abramos los ojos, Dios permite la apostasía. Es decir, quien tenga buen juicio sobre las cosas, sentido común, como se dice, (quien se guíe fielmente por el principio de no contradicción), debería darse cuenta de que lo que está en el Vaticano hoy no es la Iglesia, y por lo tanto, no habría que seguir rindiéndole ninguna pleitesía.
Por eso, el día de Pentecostés debe reafirmar a los verdaderos católicos en la constitución divina de la Iglesia, la cual no depende del número de fieles que la constituyan, sino de la cualidad de esos fieles: “Pero el Hijo del hombre, cuando vuelva, ¿hallará por ventura la fe sobre la tierra?” (San Lucas XVIII, 8).
Para que esta pregunta de Jesús acontezca, que por algo Nuestro Señor la hizo, debe tener implícitamente contenida la defección jerárquica, como la que hoy vemos.
La misa de Pablo VI es una parodia de la Santa Misa de San Pío V. La nueva misa no es católica, sino diabólica; pertenece a la iglesia del anticristo, la contra-iglesia. Nuestra Señora en La Sallete ya lo había predicho: “Roma perderá la fe, y será la sede del anticristo”. Esto es hoy un hecho.
Es sede del anticristo oficialmente desde el Vaticano II, con Pablo VI, quien proclamó en su discurso de clausura la nueva religión del hombre. Allí está oficial, publica, y manifiestamente la apostasía.
Solo así se explica toda la degradación del catolicismo que hemos conocido y vivido en estos últimos años: una parodia de catolicismo, que hoy es manifiestamente evidente. Ya no se le puede seguir ocultando, justificando, ni disimulando.
Es la religión invertida. La gran ramera, o la religión prostituida del Apocalipsis, en connivencia con los reyes de esta tierra, fornicando, en sentido espiritual, religioso y teológico, por supuesto, no carnal.
En este Día Grande de Pentecostés, en donde la Iglesia quedó plenificada y consolidada hasta el fin, no pueden prevalecer sobre Ella las puertas del infierno.
Esta verdad es lo que nos debe a nosotros, verdaderos católicos, mantener firmes en medio de la persecución, defección y gran apostasía de la que estamos rodeados.
Esa identidad, por haber sido bautizados en la Iglesia Católica Apostólica, y confirmados en la fe, nos permite mantenernos incólumes ante el pecado en contra del Espíritu Santo, que cometen quienes se empeñan en seguir viendo en la que está en el Vaticano, con sus sacramentos adulterados, a la Iglesia Católica.
El Sacramento de la Confirmación, que reafirma la fe recibida en el Bautismo, es la plenitud septiforme de la gracia, y nos hace soldados de Cristo, para defender públicamente la Iglesia, y combatir públicamente contra los enemigos de la Iglesia.
Algunos piensan que el Sacramento de la Confirmación es solo para beneficio personal, para que el alma luche en contra del demonio y sus tentaciones, y logre así su santificación, pero no es así.
El beneficio del Sacramento de la Confirmación es de carácter público. Es la energía de un soldado de Cristo que sale públicamente a defender la Verdadera Doctrina. Hoy vemos pocos soldados firmes, aun cuando estén válidamente confirmados.
No han tomado consciencia de la importancia del Sacramento de la Confirmación, y del carácter que se recibe en esa plenitud que nos deifica, nos diviniza en el amor de Dios.
A partir del Vaticano II, quien se cree católico y siga dentro de sus estructuras, se dé cuenta o no se dé cuenta, profesa el modernismo en vez de la fe católica, en donde el hombre es el centro del culto. El modernismo es una idolatría de la humanidad divinizada, el hombre-Dios, el cual, obviamente, no necesita de Dios. El principio por el que se rige es éste: ¡Es el hombre quien tiene todos los derechos, no Dios!
En esta adulteración de la Iglesia no queda otro remedio que replegarse en la Única y Verdadera Iglesia, constituida hoy tan solo por el Pequeño Rebaño, que espera la venida gloriosa de Cristo Rey.
Conviene recordar que toda la historia de la Iglesia, desde la Ascensión hasta la Segunda Venida, se cierra con el Apocalipsis, es decir, la Parusía. Si el Pequeño Rebaño no lo entiende así, no sobrevivirá.
No habrá una restauración de la Iglesia. Nadie la podrá restaurar, salvo Nuestro Señor Jesucristo Rey, quien recapitulará todo en Sí, el día de su Parusía, y no antes, y ese será el triunfo del Sagrado Corazón de Jesús, y del Inmaculado Corazón de María.
Que con la gracia de Dios, y la ayuda de la Santísima Virgen María, que aquellos pocos fieles que quieran la verdad, la busquen, la amen, y quieran ser fieles a Nuestro Señor, tengan una chispa de luz en medio de estas tinieblas, gracias a las escuetas palabras que aquí estamos presentando.
Todos los verdaderos sacerdotes deberíamos hablar abiertamente sobre esto y proclamarlo desde las azoteas. Pero no ocurre así. Estamos solos, como San Elías, que se quedó solo ante todos los falsos ministros que luego decapitó (cf. 1 Reyes, Capítulo XVIII).
Pentecostés deja a la Iglesia Católica divina y plenamente constituida con la presencia santificante del Espíritu Santo, Amor Consubstancial de Dios entre el Padre y el Hijo.
Ese Amor es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad desde toda la eternidad.
Que esta verdad nos ayude a adherirnos cada vez más a la Santa Iglesia Católica y Apostólica, distinguiéndola de la parodia y la falsificación de la iglesia usurpadora del Vaticano II.
Que María Santísima nos ayude a comprender estas cosas, y que nos extienda la protección de su manto divino y santo, para que perseveremos en el amor a la Iglesia y a Dios.
¡Venga tu Reino, oh, Señor!
Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.
¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea!
¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!