Pentecostés - Jan Joest van Kalkar (c. 1450 - 1519) |
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Del Catecismo Mayor de San Pío X aprendemos que en la solemnidad de Pentecostés se honra el misterio de la venida del Espíritu Santo, cincuenta días después de la Resurrección del Señor.
Pentecostés era también una fiesta solemnísima entre los hebreos, y era figura de la que celebramos los cristianos. El Pentecostés de los hebreos se instituyó en memoria de la ley dada por Dios en el monte Sinaí, entre truenos y relámpagos, escrita en dos tablas de piedra, cincuenta días después de la primera Pascua; es a saber, después de ser librados del cautiverio del Faraón.
Lo que se figuraba en el Pentecostés de los hebreos se ha cumplido en el de los cristianos, por cuanto el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y los discípulos y la Santísima Virgen María e imprimió en sus corazones la nueva ley (la ley del amor) por medio de su divino amor.
El Espíritu Santo descendiendo sobre los Apóstoles les llenó de sabiduría, fortaleza, caridad y de la abundancia de sus dones. Así, de ignorantes se trocaron en conocedores de los más profundos misterios y de las Sagradas Escrituras; de tímidos se hicieron esforzados para predicar la fe de Jesucristo; hablaron diversas lenguas y obraron grandes milagros.
Tres mil personas se convirtieron después que San Pedro hizo su primer sermón, el mismo día de Pentecostés.
El Espíritu Santo no fue enviado a solos los Apóstoles, sino también a la Iglesia con todos sus fieles. Por eso, la obra del Espíritu Santo en la Iglesia es la de vivificarla, y gobernarla con perpetua asistencia; y de aquí le nace la fuerza incontrastable que tiene en las persecuciones, el vencimiento de sus enemigos, la pureza de la doctrina, y el espíritu de santidad que mora en Ella, en medio de la corrupción del mundo.
En todos los Sacramentos se recibe al Espíritu Santo; pero de manera especial, en la Confirmación, y el Orden Sagrado.
En la fiesta de Pentecostés debemos, pues, adorar al Espíritu Santo; pedirle que venga a nosotros y nos comunique sus dones; acercarnos dignamente a recibir los Santos Sacramentos; y dar gracias a nuestro Divino Redentor por habernos enviado el Espíritu Santo, según sus promesas, rematando así todos los misterios y la grande obra del establecimiento de la Iglesia.
En el Evangelio de San Juan Nuestro Señor nos dice que si lo amamos conservaremos sus mandamientos: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (San Juan XIV, 15).
¿Y cómo haremos para amar a Jesucristo? El que ama se preocupa de cumplir los mandamientos y para eso cuida ante todo de conservarlos en su corazón.
A este propósito Nuestro Señor nos dijo que el rogaría al Padre para que el Padre nos envíe otro Intercesor (o Paráclito, o Abogado; Alguien que nos defiende): “Y Yo rogaré al Padre, y Él os dará otro Intercesor, que quede siempre con vosotros” (San Juan XIV, 16). El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Amor Consubstancial, Amor que procede del Padre y del Hijo sobre la Iglesia.
Es decir que, así como Nuestro Señor fue enviado por el Padre, por proceder del Padre, el Espíritu Santo es enviado por el Padre y por el Hijo, de los cuales procede. El otro Intercesor es, desde luego, el Espíritu Santo que nos ilumina y consuela y fortalece con virtud divina. Nos ilumina, consuela y fortalece con la verdad: “el Espíritu de verdad” (San Juan XIV, 17).
El mundo es regido por su príncipe, el diablo, y por eso el mundo no podrá nunca entender al Espíritu Santo (cf. 1 Corintios II, 14), ni recibir sus gracias e ilustraciones. Esto es así porque el mundo es enemigo de Dios. No está conforme a la ley de Dios, ni puede estarlo; es como si dijésemos—dice San Agustín—“la injusticia no puede ser la justicia”.
El Espíritu Santo es el “Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce” (San Juan XIV, 17). Con esta palabra mundo—dice San Agustín—Jesús designó aquellos que aman al mundo, amor que no procede ciertamente del Padre. Y por lo mismo, el amor de este mundo, que deseamos disminuya y desaparezca de entre nosotros, es contrario al amor de Dios, el cual ha sido comunicado a nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
De consiguiente, “el mundo no le puede recibir, porque no le ve ni le conoce”; ya que el mundo no tiene ojos espirituales, los únicos con que puede ser visto el Espíritu Santo.
Por eso, continúa el Evangelio, “mas vosotros lo conocéis, porque Él mora con vosotros y estará en vosotros” (San Juan XIV, 17). Nada consuela tanto como el cultivo suavísimo de la presencia de Dios permanente en nosotros, que nos está mirando, sin cansarse, con ojos de amor como los padres contemplan a su hijo en la cuna.
El Espíritu Santo realiza la obra santificadora en la Iglesia, es decir, en los miembros de la Iglesia, porque por apropiación, es al Espíritu Santo a quien le corresponde la obra de santificación.
Y nada santifica tanto como el conocimiento vivo de esta verdad, a saber, la presencia permanente del Espíritu Santo en nosotros, para que “nos conceda, según la riqueza de su gloria, ser poderosamente fortalecidos por su Espíritu en el hombre interior” (Efesios III, 16), como templos vivos de Dios (cf. Efesios II, 21s).
El texto del Evangelio dice “Estará en vosotros” (San Juan XIV, 17). Debemos entender bien esto: el Espíritu Santo estará en nosotros como un viento que sopla permanentemente para mantener levantada una hoja seca, que sin Él cae. De modo que a un tiempo somos y no somos.
En cuanto ese viento va realizando eso en nosotros, somos agradables a Dios, sin dejar empero de ser por nosotros mismos lo que somos, es decir, “siervos inútiles” (San Lucas XVII, 10). Si no fuese así, caeríamos fatalmente (a causa de la corrupción que heredamos de Adán) en continuos actos de soberbia y presunción, que no solo quitaría todo valor a nuestras acciones delante de Dios, sino que sería ante Él una blasfemia contra la fe, es decir, una rivalidad que pretendería sustituir la Gracia por esa ilusoria suficiencia propia que solo busca quitar a Dios la gloria de ser el que nos salva.
Permanecerá en nosotros, dice el texto. No es una presencia visible, dice San Agustín, sino invisible, así como de un modo parecido conocemos la presencia de nuestra conciencia en nosotros. Vemos el rostro de otra persona, pero al nuestro no podemos verlo. Por el contrario, vemos (invisiblemente) nuestra conciencia, pero no podemos ver la conciencia del otro. Mas el Espíritu Santo, a diferencia de la conciencia, puede existir sin nosotros.
Por eso, Jesús no nos ha dejado huérfanos, sino con una muy buena Compañía, el Espíritu Santo, hasta que vuelva Él, y entonces, viviremos todos juntos: “No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros. Todavía un poco, y el mundo no me verá más, pero vosotros me volveréis a ver, porque Yo vivo, y vosotros viviréis” (San Juan XIV, 18-19).
Aunque el Hijo de Dios nos hizo hijos adoptivos de su Padre, y quiso que tuviésemos como Padre por la gracia al que es su Padre por naturaleza—nos enseña San Agustín—con todo, Él mismo nos muestra, en cierto modo, un afecto paternal, al decirnos: “No os dejaré huérfanos” (San Juan XIV, 18).
Lo volveremos a ver “en aquel Día” (San Juan XIV, 20). Se refiere a la Parusía, a la Segunda Venida de Nuestro Señor. En aquel día “conoceréis que Yo soy en mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros” (San Juan XIV, 20).
En vano podríamos soñar una plenitud de amor y de unión de Dios con nosotros, ni una felicidad para nosotros, como ésta que nos asegura nuestra fe y que desde ahora poseemos en esperanza.
Es un misterio propio de Dios que desafía y supera todas las audacias de la imaginación, y que sería increíble si Él no lo revelase. ¿Qué atractivos puede hallar Él en nosotros?
Y sin embargo, al remediar el pecado de Adán, en vez de rechazarnos de su intimidad buscó reformarnos maravillosamente, y así unirnos del todo a Él, como si no pudiese vivir sin nosotros.
“El que tiene mis mandamientos y los conserva, ese es el que me ama; y quien me ama, será amado de mi Padre, y Yo también lo amaré, y me manifestaré a él” (san Juan XIV, 21).
Es decir, el que obedece eficazmente al Padre muestra que tiene amor, pues si no lo amase no tendría fuerza para obedecerlo. No tiene amor porque obra, sino que obra porque tiene amor.
Obra bien, quien es fiel al amor de Dios que obra en él. Obra bien, quien se deja guiar por el Espíritu Santo, el Amor Consubstancial del Padre y del Hijo en nosotros, que se nos ha sido dado.
Amén.