Todos los Santos ante la presencia de la Santísima Trinidad - Pintura española |
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“No nos ha llamado Dios a vivir para impureza, sino en santidad” (1 Tesalonicenses IV, 7).
Según esta maravilla que se nos revela en la Sagrada Escritura, la santidad es un ofrecimiento de Dios que nos invita a ser Santos como Él es Santo.
Si aceptamos, si lo deseamos con sinceridad, Él mismo nos da entonces su propio Espíritu, que es el Espíritu de Santidad (cf. Romanos V, 5). Pero quien esto rechaza, no desprecia a un hombre, sino a Dios, dice San Pablo (cf. 1 Tesalonicenses IV, 8).
“Procurad tener (entonces) … la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos XII, 14). En tan poquísimas palabras, el Espíritu Santo nos ha transmitido una verdad primordial de nuestra fe.
¿Por qué Dios le exige al hombre ser Santo para poder ser admitido en su presencia? ¿Por qué se le demanda algo tan arduo y difícil siendo que es tan débil y corrupto?
La vida y la felicidad eterna es un regalo de Dios. Sin duda, Él puede prescribir los términos en los cuales lo dará, y si Él ha determinado que la santidad sea el camino para llegar a ese premio, es suficiente.
Ser Santo es estar apartado del pecado, odiar las obras del mundo, de la carne, y del demonio; tener agrado en cumplir con los mandamientos de Dios, gustar, desear y querer hacer las cosas como Él quiere que las hagamos; vivir habitualmente en la visión del mundo que viene, como si hubiéramos roto los lazos de esta vida y hubiéramos muerto ya.
¿Por qué no podríamos ir directamente a gozar de esa inmensa y eterna felicidad sin tener semejante estructura e índole de pensamiento e intención?
Si supusiéramos que algún hombre de vida no santa fuera admitido a gozar de esa inmensa y eterna felicidad por un instante, este hombre no sería feliz allí; Dios no habría tenido misericordia con él al permitirle estar ante su presencia faltándole santidad.
Y es que aquí en la tierra cada hombre puede hacer su propio gusto; pero en la presencia de Dios, no. Allí deberá hacer el gusto de Dios… y en esto el Santo encuentra su felicidad.
Quienes llegaron a ser Santos aquí en la tierra hicieron constantemente el esfuerzo de negarse a sí mismos, y agradar a Dios en todo… No perdieron un instante en comenzar a vivir desde la tierra de manera de ganarse tal premio.
Si alguien se toma el trabajo de leer todos los días el Martirologio Romano se sorprenderá del modo cómo los Santos dejaron este mundo para gozar de la suprema felicidad.
Así, a muchos de ellos se les mutilaron sus miembros, o fueron consumados en una hoguera, o sus cuerpos fueron atravesados por una lanza, mientras que otros fueron directamente degollados…
Otros consumaron su martirio por medio de una grave dolencia, o persecución, o calumnias y desprecios…
No es que soportaron tanto sufrimiento por nada, sino por algo muy grande.
San Bonifacio murió mártir en la arena por darle fuerza a los demás; y quiso morir como ellos, porque vio que si morían por Jesucristo era porque eso vale mucho… y quiso ese mismo premio para él.
Muy distinta vida de aquellos que vivieron de una manera muelle.
Un autor francés nos cuenta que éstas fueron las palabras de un multimillonario:
“Soy el hombre más feliz del mundo. Considero que realizo en este momento mi paraíso en la tierra… estoy dispuesto a dar quinientos millones a quien me demuestre que podría llevar una vida más feliz que la que llevo…”
Más o menos—concluye este autor—esto es lo que podría decir de su vida en la pradera una vaca dotada del uso de palabra…
La eterna felicidad, entonces, no es como este mundo, y los Santos comprendieron esto, y por eso se esforzaron por desearla y ganársela…
Lo único que querían en esta tierra era morir para ir al cielo, siendo el cielo algo tan espectacular, donde poder ver a Dios, y a Nuestro Señor Jesucristo, y a la Santísima Virgen…
Nosotros también deberíamos aspirar a tener el deseo de estar ante la presencia de Dios, que puede ser descripta como una ininterrumpida admiración sin fin del Eterno Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En un sermón sobre los Santos, San Beda el Venerable hace una notable comparación:
“La inefable e inmensa bondad de Dios se ha extendido hasta disponer que el tiempo de los trabajos y las luchas no fuera largo ni eterno, sino breve, y, por decirlo así, momentáneo.
“Ha querido (Dios) destinar a los trabajos y las luchas esta vida presente, tan corta y fugaz, y a las coronas y premios una vida eterna;
“Ha querido que los trabajos terminen pronto y que la recompensa no tenga fin;
“Que después de las tinieblas de este mundo, los Santos puedan contemplar una luz brillantísima y poseer una felicidad mucho mayor que el más cruel exceso de todos los padecimientos…”
Y en el inefable designio de nuestro Dios, la felicidad de los Santos no sería completa si no recuperaran sus cuerpos gloriosamente transformados.
En la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo tendrá lugar la llamada “Primera Resurrección”, que a quienes tomen parte de ella, el libro del Apocalipsis identifica como “Bienaventurados y Santos” (Apocalipsis XX, 6).
Los Santos, entonces, serán los primeros que retomarán sus cuerpos—gloriosos—como parte del Gran Premio.
Hubo ya en la historia un anticipo de esta “Primera Resurrección”. Fueron quienes resucitaron en Jerusalén, cuando se abrieron los sepulcros, “después de la resurrección de Él” (San Mateo XXVII, 52-53).
A estos Santos Jesús les menciona como la “Resurrección de los Justos” (San Lucas XIV, 14), y como la “Resurrección de Vida”, la de aquellos que “hayan hecho el bien” (San Juan V, 29).
Y son también aquellos Santos que San Pablo llama “los muertos en Cristo” (1 Tesalonicenses IV, 16), en la Venida de Nuestro Señor, y los Santos de la Gran Tribulación (cf. Apocalipsis XX, 4).
A la llegada de Cristo, entonces, sucederá la Primera Resurrección, que Castellani denomina “la Iglesia de los Resucitados”.
Estos Bienaventurados y Santos “serán sacerdotes de Dios y de Cristo, con el cual reinarán los mil años” (Apocalipsis XX, 6), y San Ireneo reafirma que, así como en su Apocalipsis “diligentemente previó San Juan, reinarán los justos sobre la tierra”
“Reinarán los justos sobre la tierra creciendo en (y por) la visión del Señor para con ello irse (posteriormente) a la gloria de Dios Padre…”
Es de fe—dice Castellani—que los Santos obtienen la gloria final, plena, eterna y trascendente, de la visión de Dios y su asimilación con Él inmediatamente, en el momento de su muerte.
¿Cómo entender, entonces, esta gradualidad que San Ireneo parece querer inferir cuando dice que los Santos en la tierra reinarán creciendo en (y por) la visión del Señor?
No significa en absoluto la postergación de la Visión Beatífica, que para los Santos, se da inmediatamente después de su muerte. Significa, en cambio, el acrecentarse o perfeccionarse de la Visión de Dios.
Lo dice explícitamente la Iglesia en varios decretos, principalmente en el Concilio Florentino, en 1438, bajo el Papa Eugenio IV.
La Visión Beatífica tiene grados, y no excluye el temor de Dios, lo que significa que puede ir perfeccionándose.
Es decir, sostener que la Visión de Dios comienza con la visión de Cristo (aquí en la tierra) y que va perfeccionándose hasta llegar a su plenitud, que es lo que parece decir San Ireneo—asevera el padre Castellani—no va en contra de ninguna definición o condenación de la Iglesia sobre el tema.
En consecuencia, todo lo que San Ireneo promete a los justos resucitados es espiritual y puro, aunque además promete también algo terreno, nada menos que la tierra.
A propósito, sostiene:
“Es menester decir más, pues necesario es que los justos en su misma condición, renovada por la aparición de Dios y la resurrección, realmente reciban la heredad de la Promesa (hecha) a los Patriarcas, y reinen en ella; y más tarde venga el Juicio.
“Pues en la misma condición en que padecieron y sufrieron, trabajados de infinitas maneras por el dolor, en esta misma condición conviene que reciban el fruto del dolor;
“Y en la misma condición en que por Dios fueron muertos, revivificados;
“Y en la misma condición en que sirvieron, conviene que ellos reinen…
“Así persevera firme la promesa que prometió a Abrahán Dios. Pues le dijo: ‘Levanta tus ojos y mira—desde el lugar donde estás—hacia el norte, y hacia el sur—y al oriente y hacia el occidente. Porque toda la tierra que ves—te daré a ti y a tu semilla—sempiternamente’ (Génesis XIII, 14-15).
“Y luego dice: ‘Levántate y entra en esta tierra—a lo ancho y a lo largo—pues toda te la daré’ (Génesis XIII, 17).
“Y de hecho no ha recibido toda esa tierra, ni un pie de tierra, pues toda su vida fue forastero y peregrino… (como todos los Santos lo fueron)
“Así pues, si Dios le prometió esa tierra, y él no la obtuvo durante su terrenal destierro, conviene que la reciba junto con su Semilla—es decir, con los que a Dios conocen y temen—en la resurrección de los justos…
“Pues Dios es fiel y firme; y por estos venturosos fue dicho: ‘Dichosos los mansos, porque heredarán la tierra’ (San Mateo V, 5)”
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Lo que Dios promete a los Santos es algo espectacular: “el que está sentado en el trono habitará entre ellos… y el Cordero… les apacentará, y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida…” (Apocalipsis VII, 15-17).
No nos causaría ningún problema dejar esta vida ya con tal de alcanzar esos inefables gozos.
El hombre no puede vivir sin alegría.
No podemos arriesgarnos a perder semejante premio de felicidad inmensa y eterna sabiendo que Dios lo tiene ya preparado y señalado con nombre propio para aquellos que le aman.
“Procurad tener (entonces) … la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos XII, 14).
Amén.
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Todos los Santos – 2022-11-01 – Apocalipsis VII, 2-12 – San Mateo V, 1-12 – Padre Edgar Díaz