El Rey David |
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En su Epístola a los Colosenses San Pablo no cesa de desearle lo mejor para ellos, y esto es, que conozcan los más altos bienes del espíritu, el conocimiento espiritual de Dios.
A este conocimiento espiritual de Dios le llama “el poder de la gloria” (cf. Colosenses I, 11): la Verdad del Evangelio, la Gracia de Dios, la Sabiduría de Dios, la Fortaleza de Dios… y la Voluntad de Dios.
Es el poder de la gloria de Dios que lleva adelante su plan para la creación sobre la cual siempre infunde sus más altos bienes, según su voluntad.
Acerca de los designios de Dios, comenta San Hilario:
“No se debe hablar de las cosas de Dios según nuestro sentir humano. Mas debemos leer lo que está escrito, y comprenderlo. Solo entonces habremos cumplido con nuestra fe”.
No habremos cumplido con nuestra fe, entonces, si nos parece mejor obviar, o juzgar según nuestro parecer, un tema tan espinoso como el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, a partir del momento de su Parusía.
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La pedagogía de Dios Padre fue llevando a la humanidad hacia la idea de un Rey-Divino.
El poder de la gloria de Dios, del que habla San Pablo a los Colosenses, se proponía reinar sobre Israel, y Dios les fue preparando para eso.
Dios Padre enviaría a Nuestro Señor Jesucristo a reinar sobre Israel, para que posteriormente fuera aceptado Rey de toda la humanidad.
Sin embargo, a lo largo de su historia, Israel demostró que más le interesaba imitar a los pueblos que le rodeaban, y pidieron a Dios tener un rey humano, como los demás.
¡Qué pobreza psicológica! Tan profundamente indisciplinado, prevaleció en ellos el mismo espíritu del hombre caído, siempre ambicioso de arrancar a Dios sus derechos y su autoridad.
La primera tentativa de Israel para establecer sobre él un rey humano se remonta a Gedeón. Éste no aceptó ser rey, y le dijo al pueblo: “No reinaré sobre vosotros… sea Dios quien reine sobre vosotros” (Jueces VIII, 23).
Más tarde, le expresaron a Samuel que les “diera un rey (para) que les juzgue” (1 Reyes [1 Samuel], VIII, 6), propuesta que desagradó mucho a Samuel.
Mas Dios le indicó que hiciera como ellos habían pedido, “porque no te han desechado a ti, sino a Mí, para que no reine sobre ellos” (1 Reyes [1 Samuel], VIII, 7).
Para que Dios no reine sobre ellos: ¡Qué insolencia! Obediente a Dios, Samuel consagró rey a Saúl (cf. 1 Reyes [1 Samuel], X, 1), y, después de la desobediencia de éste, a David (cf. 1 Reyes [1 Samuel], XVI, 13).
Los planes de Dios parecen haber sido frustrados. La realeza de Dios Eterno fue sustituida por la realeza humana, que en adelante regiría a Israel. Es el hombre que dirige su mirada hacia el hombre, en vez de a Dios.
Mas como Dios no se deja vencer, del Rey David, es decir, de la organización de la realeza humana de Israel, contraria al principio a la voluntad de Dios, provino la Humanidad de Cristo, el Rey-Divino, nacido de María: “Se le dará el trono de David, su padre” (San Lucas I, 32).
En la Iglesia de los primeros siglos la imagen que se tenía de Nuestro Señor Jesucristo era precisamente ésta, la del Rey-Divino:
Sentado en el trono a la diestra del Padre, subido allí después de su Ascensión a los Cielos, desde donde volvería un día con poder y majestad a reinar.
Mas con el correr del tiempo esta imagen fue perdiendo su colorido y adoptando formas que dependían de la piedad popular, según predominase en ella, la naturaleza humana o la naturaleza divina de Nuestro Señor.
Así, en el Medioevo, fue adoptando la figura de Cristo tintes más dramáticos, y menos reales (de realeza) de los que tenía en la Iglesia primitiva. Sobresalió en especial, la amargura de su Pasión.
Con el paso del tiempo la imagen de Cristo fue evolucionando hacia una nueva estampa, que, hablando con propiedad, es la síntesis de los conceptos medievales:
La imagen del Corazón de Jesús, expresión de bondad y del amor del Hombre Dios, concretados en la Pasión y en el misterio Eucarístico.
Dos imágenes contrastantes de Nuestro Señor, que deberían haber sido amalgamadas en la piedad común, pero que terminaron por desasociarse una de la otra, para hacer caer en el olvido a Cristo-Rey.
¡Oh pobreza psicológica! Como a Israel, tampoco nos alcanzó para comprender los planes de Dios.
Como Israel, también caímos en las garras de ese espíritu de hombre caído que se mira a sí mismo para desvincularse del designio de Dios.
El eco de Israel y de la Iglesia sigue retumbando, solo que ahora proviene de la humanidad entera:
“No queremos un Rey-Divino, sino uno humano, que nos guíe y nos juzgue según nuestros propios designios”.
“Queremos otro programa para salvar al mundo: la Carta de la Paz, el Pacto del Indefinido Progreso y la Liga de la Felicidad; la Una, la Onu, la Onam (ironía de Castellani para referirse a la anticoncepción), la Unesco. ¡Mírenme a mí!”, escribe irónicamente Castellani.
Con el propósito de guiar la atención del pueblo cristiano hacia la realeza de Nuestro Señor Jesucristo, el 11 de Diciembre de 1925 fue establecida por el Papa Pío XI la fiesta de “Nuestro Señor Jesucristo Rey”.
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A los Colosenses, San Pablo les insiste en mostrar la singularidad de la persona de Jesús y su absoluta majestad.
No solo es infinitamente superior a los ángeles y otras criaturas sino que Él constituye el principio y fin del universo, por quien Dios lo ha creado todo.
Cristo es, por consiguiente, cabeza de todas las cosas, y especialmente de la Iglesia.
La Humanidad Santísima de Nuestro Señor fue glorificada a la diestra de Dios Padre, después de haber purificado los pecados de la humanidad entera: “se ha sentado a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hebreos I, 3).
Después de esta hazaña redentora Jesús-Hombre, en la gloria del Padre, fue hecho superior a los ángeles, a los cuales parecía inferior por un momento, mientras asumió la naturaleza caída del hombre mortal.
De ahí que recibió la gloria de Hijo de Dios también su Humanidad Santísima: “¿A cuál de los ángeles dijo Dios alguna vez: ‘Hijo mío eres Tú, hoy te he engendrado’; y también: ‘Yo seré su Padre, y Él será mi Hijo'?” (Hebreos I, 5).
De esta glorificación de la Humanidad Santísima de Nuestro Señor Jesucristo en los cielos se seguirá la introducción, una vez más en el mundo, del Primogénito de Dios Padre, cuando ocurra la Parusía: “Y adórenlo todos los ángeles de Dios” (Hebreos I, 6).
Será el triunfo de Cristo, esta vez, en la Parusía, y no ya tan solo el obtenido en la Cruz.
Es ésta la noticia de más inefable gozo para el espíritu creyente que, colmado de “dichosa esperanza” (Tito II, 13), pone los ojos solo en Jesús, y piensa continuamente en lo que significará verlo de veras, aclamado y glorificado para siempre, en su Segunda Venida.
Nos hemos acostumbrado tanto a identificarlo con el dolor de su Primera Venida (cf. Isaías LIII, 3), y con su humillación (cf. Filipenses II, 7s.), que nos cuesta concebirlo glorioso. ¡Y lo será tanto más cuanto menos lo fue antes!
Mas el Hijo le dice al Padre: “Tu trono, oh, Dios, por los siglos de los siglos” (Hebreos I, 8), valiosísimo testimonio de la realeza de Jesucristo.
Y el Padre le contesta: “Es que amaste la justicia, y aborreciste la iniquidad; por eso te ungí…” (Hebreos I, 9).
“Lo viejo pasó—les dice San Pablo a los Corintios—he aquí que se ha hecho (todo de) nuevo” (2 Corintios V, 17).
Es la Parusía ese comenzar todo de nuevo:
“El intento de hacer vida cristiana sirviéndose como base de la vida natural propia es impracticable, pues el plano de la vida de Cristo, frente a la forma humana de vida, es totalmente diferente y nuevo”, sostiene Johannes Pinsk.
Es esto lo que San Pablo mantiene, que en la dispensación de la plenitud de los tiempos (entiéndase cuando Jesucristo comience a reinar), se “reunirá todo en Cristo, las cosas de los cielos y las de la tierra” (Efesios I, 10).
Todo lo que estaba disperso y malogrado por el pecado Dios lo reunirá (o según otras traducciones: lo restaurará) y lo volverá definitivamente a Sí por Cristo, el cual, como fue por la creación principio de existencia de todas las cosas, es por la Redención, en la plenitud de sus frutos, principio de reconciliación y de unión de todas las criaturas.
¿Qué rey humano podría lograr esto?
Es por esto por lo que Dios Padre en su infinita misericordia no permitía a los israelitas siquiera pensar en tener un rey humano.
“Lo atraeré todo a Mí” (San Juan XII, 32)—dice Cristo-Rey—“a Mí, que soy el Principio orgánico de una nueva creación”.
“Reconciliar consigo todas las cosas” (Colosenses I, 20) es el programa de Cristo-Rey para la humanidad. El hombre se olvidará de sí mismo para finalmente volverse definitivamente a Dios.
Esta “reconciliación” no tendrá únicamente un sentido restringido exclusivamente al dominio ético, que fácilmente se desliza al principio al escuchar esta afirmación de San Pablo.
En realidad, la Realeza de Cristo no consiste solamente en una renovación de los actos morales del hombre, por el cumplimiento de la ley de Cristo, sino más bien en una transformación total del cosmos aún en la más mínima expresión de la existencia y actividad de su ser: todo será incluido en Cristo, y todo será gobernado por Él.
Así como al final de un libro un lector encuentra que todos los capítulos antecedentes toman una forma nueva concentrada que los abarca a todos en un capítulo final, y son así recapitulados, también el cosmos tendrá una recapitulación completa, espiritual y material, en Jesucristo.
Finalmente Nuestro Señor tendrá el lugar que le corresponde.
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Dice Castellani:
“Jesucristo vuelve, y su vuelta es un dogma de nuestra fe. Es un dogma de los más importantes, colocado… en el Símbolo de los Apóstoles, y lo cantamos en la Misa Solemne: ‘Y vendrá de nuevo con gloria a juzgar a vivos y muertos’.
“Es un dogma bastante olvidado… y poco meditado.
“Su traducción es ésta: el mundo no continuará desenvolviéndose indefinidamente, ni acabará por azar, dando un encontronazo con alguna estrella mostrenca, ni terminará por evolución natural de sus fuerzas elementales… sino por una intervención directa de su Creador.
“Varones de Galilea, ‘¿qué estáis allí mirando al cielo? Este Jesús que habéis visto subir al cielo, parejamente un día volverá a bajar del cielo’, dijeron los dos ángeles de la Ascensión.
“Éste es el desenlace del drama de la humanidad: ‘Mirarán al que traspasaron…’.
“El dogma de la Segunda Venida de Cristo, o Parusía, es tan importante como el de su Primera Venida, o Encarnación.
“Si no se lo entiende, no se entiende nada de la Escritura, ni de la historia de la Iglesia.
“El término de un proceso da sentido a todo el proceso. Este término está no solo claramente revelado, mas también minuciosamente profetizado.
“Jesucristo vuelve pronto”, a reinar sobre la tierra.
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Cristo Rey – 2022-10-30 – Colosenses I, 12-20 – San Juan XVIII, 33-37 – Padre Edgar Díaz