sábado, 22 de octubre de 2022

Junto a los ríos de Babilonia - Padre Edgar Díaz

Judíos junto a los ríos de Babilonia - Eduard Bendemann - 1832

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“Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de ti, Jerusalén” (Salmo 136-137, 1). Es este salmo una de las más hermosas poesías de todos los tiempos.

Se distinguen en él las singulares bellezas de sus versos, la sencillez de su pensamiento, la naturalidad del desarrollo, la precisión de los contornos, el colorido de su expresión, la sobriedad clásica de sus imágenes y, sobre todo, la solemne y nativa tristeza que exhala desde su primera hasta su última palabra.

Y es que describe la amargura del cautiverio de Israel en Babilonia. 

Para orar tenían que reunirse junto a las márgenes del río Éufrates. Entre la multitud de judíos, se destacaban los cantores, quienes antes entonaban sus cánticos en el Templo de Jerusalén: 

“Sentados junto a los ríos de Babilonia y vertiendo un mar de lágrimas nos acordábamos de ti, oh amada Jerusalén”.

La tristeza ataba sus lenguas y las lágrimas bañaban sus mejillas, y sus pensamientos volaban hacia el Templo, al Monte Sión en Jerusalén.

Las arpas, particularmente las arpas, pendían de los sauces: 

“Tristes memorias eran solamente las que ocupaban nuestras almas; y las cítaras, y los otros instrumentos de nuestra alegría, pendían de los sauces sin que nadie les hiciera sonar”.

Los enemigos querían oír esos cánticos de júbilo que se cantaban en el Templo en Jerusalén. Pero tal petición era incompatible con la honda melancolía que apesadumbraba a los cautivos, y con la santidad debida a la liturgia en el Templo: 

“Se llegaban hasta nosotros los mismos que violentamente nos habían arrebatado para hacernos sus prisioneros y nos pedían que le cantásemos alguna canción alegre”.

“De aquellas—nos decían—que solíais cantar en el Templo de Sión”. 

Mas la pena anudaba las gargantas: 

“¿Cómo cantar en tierra extraña y a oídos profanos los sagrados himnos con que solamente celebramos las grandezas de Dios?” 

“Nosotros—les respondíamos—no podemos cantar otra cosa que alabanzas a nuestro Dios”.

Y si así lo hiciéramos:

“Oh, amada Jerusalén, si de ti me olvidare, si me propusiese celebrar otras glorias que no las tuyas, que se me paralice la mano… y que mi lengua se me clave al paladar, para que no pueda articular ni una sola voz, si otra cosa cantare que tus glorias”.

“Oh, si Jerusalén no fuese siempre el primer objeto de todas mis canciones y contentos…”

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Ciertamente, este cautiverio de los judíos en Babilonia, que en cierto sentido aún perdura hoy entre las naciones para muchos de ellos, si nos atenemos a las palabras que Jesús les dirigió (“Y caerán a filo de espada; y serán deportados a todas las naciones; y Jerusalén será pisoteada por gentiles hasta que el tiempo de los gentiles sea cumplido” San Lucas XXI, 24), se parece mucho a la vida del cristiano en el mundo, que le odia y trata de seducirlo de todas formas, para apartarlo de su gran esperanza que es el mismo Jesús.

Babilonia es la imagen del destierro, el lugar donde no le corresponde estar a un hijo de Dios. La vida aquí en la tierra es el destierro de la patria celestial junto a Dios.

Mientras en él estemos debemos soportarlo con espíritu de penitencia, así como lo expresa la oración de Azarías: 

“Todos los escarmientos que nos has enviado, Señor, con verdadera justicia los has enviado; porque hemos pecado contra Ti, y no hemos obedecido a tus mandamientos” (Daniel III, 27-30).

El horno de Babilonia, al cual fueron arrojados los tres jóvenes en el libro de Daniel (cf. Daniel III, 19-23), es lo que merecemos por nuestros pecados.

Mientras estemos en el destierro de Babilonia sean las amarguras de la vida el espíritu de penitencia que debemos cargar sobre nuestros hombros.

Sirvan ellas para la destrucción de una vida mala, porque los días son malos (cf. Efesios V, 16). Los días de nuestra vida son malos porque están llenos de peligros y tentaciones.

Sirva el destierro para vivir con precaución, aprovechando bien el tiempo, empleándolo en la destrucción del pecado, y observando una vida santa: 

“Aprovechad el tiempo—exhorta San Pablo—porque los días son malos” (Efesios V, 16).

“Caminar con precaución” (Efesios V, 15), para no tropezar en ninguna parte; aprovechar bien el tiempo precioso que se nos concede.

Emplear bien esta gracia de Dios. Llenar nuestra existencia viviendo y obrando según Dios, mientras quede algo de tiempo. No es esto una actividad más de nuestras vidas que debemos simplemente cumplir. Es algo especial.

Hay una doble “embriaguez” (Efesios V, 18) de la que hay que desprendernos, según San Pablo: la del vino, y la de las cosas de la tierra. 

Y como regla de conducta nos aconseja “ser sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo” (Efesios V, 21), para poder así elevarnos de la transitoriedad de este mundo.

Baja Señor, entonces, a curar esta alma enferma, antes de que muera. 

¡Qué esfuerzo capital de la vida no tenemos, más que pedirle llenos de confianza, la plegaria del régulo: “Señor, baja antes que mi hijo muera” (San Juan IV, 49)!

¡Cura, Señor, nuestra alma enferma!

Y el Señor desciende en el Santo Sacrificio de la Misa. 

Baja el Señor realmente en la Consagración de la Santa Misa, y concede al alma nueva gracia redentora. Es el mismo Señor que descenderá un día, en la Parusía, a “juzgar a vivos y muertos” (Credo). 

Antes que termine la cautividad deben ser borrados los pecados. 

La Eucaristía es verdaderamente el remedio contra las enfermedades de nuestra alma: “Ve, tu hijo vive” (San Juan IV, 50). Tal es el alegre mensaje de Cristo. 

¡Andad, tus hijos viven! Así habla Cristo a la Iglesia:

“Creyó este hombre a la palabra que le dijo Jesús, y se puso en marcha” (San Juan IV, 50), acto de fe precursor de su conversión. 

Se puso en marcha, “Y creyó él, y toda su casa” (San Juan IV, 53).

La Eucaristía es también para nosotros alivio en nuestra humillación, el viático de la peregrinación, el pan de los desterrados.

Mientras suspiramos por el porvenir, y lo anhelamos con todo ardor, le pedimos a Dios su perdón y su paz: paz para poder servirlo con tranquilidad, en medio del descomunal torbellino en el que nos encontramos.

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Mientras en el destierro, entonemos el patético y conmovedor cántico de nostalgia que cantaron los cautivos junto a los ríos de Babilonia. Es muy saludable, pues este salmo, más que histórico es profético. 

Tiene un sentido escatológico que aumenta nuestro interés por él. 

Dios quiere exterminar toda la viperina raza de Babilonia; esto es, en sentido espiritual, todos los enemigos del reino de Dios. El Salmo describe esa caída.

Con el puño cerrado y amenazante se les dice a los cómplices de sus enemigos, los hijos de Edom, quienes ayudaron a los Babilonios en la destrucción de Jerusalén: 

“Acuérdate, Dios, contra los hijos de Edom, del día de Jerusalén. Ellos decían: ‘¡Arrasad, arrasad contra ella hasta sus cimientos!’” (Salmo 136-137, 7).

La venganza del Salmista es de carácter sobrenatural y profético.

Jerusalén, y toda la Palestina, no eran una patria cualquiera: son la Ciudad y la Tierra Santa.

Jerusalén es el lugar santo del futuro reino mesiánico, el centro de la justicia, de la paz, de la santidad, y, en definitiva, de la salvación.

Todas las naciones del universo vendrán allí en peregrinación a buscar la Palabra y la Ley de Dios.

Así como en la historia los profetas hicieron depender la libertad de los judíos de la caída de Babilonia, así en el Nuevo Testamento, la nueva Jerusalén no bajará del cielo con todo el esplendor y belleza de la Esposa del Cordero, sino después de la caída de la Gran Babilonia, esto es, después de la derrota total del imperio del mal sobre la tierra.

Por eso, a Babilonia se le dirige este mensaje:

“Dichoso aquel que ha de pagarte el precio de lo que nos hiciste” (Salmo 136-137, 8).

El mal será totalmente exterminado:

“Dichoso el que tomará vuestros hijos, y en vuestra misma presencia los estrellará contra las piedras” (Salmo 136-137, 9).

Total destrucción del mal, como sabiamente lo expresó San Agustín:

“Arrojad sobre la piedra a esos hijos de Babilonia, la maldita. Llegará el fin del cautiverio, y vendrá la dicha; será condenado el supremo enemigo (el diablo) y triunfaremos con el Rey que no muere”.

En la historia Ciro dio libertad a los cautivos del pueblo judío (cf. Libro de Esdras). Y Ciro es figura de Nuestro Señor Jesucristo.

Aquella caída de Babilonia no tuvo las características trágicas anunciadas por los profetas.

Es que éstas se referían a la Babilonia que aún tiene que caer...

Es lo que con todos nuestros anhelos esperamos que ocurra, para que comience la redención. 

Amén.

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Dom XX post Pent – 2022-10-23 – Efesios V, 15-21 – San Juan IV, 46-53 – Padre Edgar Díaz