Banquete de Emaús |
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Dios siempre invitó a la humanidad a una felicidad inconmensurable. Tan magnífica invitación, no obstante, fue varias veces rechazada, primeramente, colectivamente por los judíos, y posteriormente, individualmente, por algunos cristianos.
Dios siempre nos dio noticias de esta inmensa felicidad, mas jamás ha podido alguien describir las particularidades de este regalo. Es que ese momento no ha llegado aún. La invitación está hecha pero el Banquete aún no ha tenido lugar.
Hay un Trono en el Cielo que San Juan pudo ver en espíritu a través de una puerta abierta en el Cielo (cf. Apocalipsis IV, 1-2). Sobre el Trono, hay Uno sentado, y Éste es Dios Padre.
Un Consejo Extraordinario de veinticuatro ancianos vestidos de blanco y coronas de oro Le envuelven en torno (cf. Apocalipsis IV, 2.4). Estos se prosternan ante Dios, y Le adoran, y deponen sus coronas, según cómo lo describe San Juan que lo vio.
En el Cielo hay un Libro: “En la diestra de Aquel sentado sobre el trono hay un Libro, escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos” (Apocalipsis V, 1).
Que nadie puede abrir: “Nadie en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra, podía abrir el Libro, ni aun fijar los ojos en él” (Apocalipsis V, 3).
Mas “delante del trono y de los cuatro vivientes y de los ancianos estaba de pie un Cordero como degollado” (Apocalipsis V, 6).
En aquel Consejo Extraordinario el Libro es dado al Cordero, porque “ha triunfado, de suerte que puede abrir el Libro y sus siete sellos” (Apocalipsis V, 5).
En consecuencia, allí mismo, en medio de toda aquella asamblea venerable y numerosa, el Cordero abre el Libro (cf. Apocalipsis VI, 1).
Este solo hecho llena todo el ambiente de mucho regocijo y alegría, que no cabiendo en el cielo, se difunde a todas las creaturas del universo. Los alcances de su apertura son tan grandes, tan extraordinarios y nuevos, que se debe entender que este Libro es algo muy grande y majestuoso.
El Libro que el Cordero abre ante el Trono de Dios Padre y el Consejo Extraordinario a su alrededor es la misma Escritura Divina, el Apocalipsis. Sobre las cosas particulares escritas en este Libro, el mismo Libro nos dice que no fue hallado ninguno digno de abrirlo, ni siquiera de mirarlo.
Si ninguno es digno de abrir el Libro, ni de mirarlo, ¿quién podrá decir lo que contiene? Seguramente vale lo que dice San Pablo: “Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano” (1 Corintios II, 9).
Mas si solo nos limitamos a hablar del Título de este Libro, y no de su contenido, esto es, sobre su argumento o asunto general, podemos decir con toda seguridad que no es otro sino el mismo “Testamento nuevo y eterno de Dios”, del cual sabemos, ciertamente, que Nuestro Señor Jesucristo es el Rey y Señor de todo, el mismo Unigénito de Dios, “Por quien son todas las cosas, y para quien son todas las cosas” (Hebreos II, 10).
Es cierto que el Testamento Nuevo y Eterno de Dios tan anunciado está ya hecho desde hace mucho tiempo, y está firmado irrevocablemente, y sellado, y asegurado “por dos cosas infalibles, en las cuales es imposible que Dios mienta” (Hebreos VI, 18), que son, la Palabra de Dios, y la Sangre del Cordero.
Pero aunque este Testamento de Dios, nuevo y eterno, está ciertamente hecho, firmado y asegurado irrevocablemente, parece del mismo modo cierto e indubitable que todavía no se ha abierto, sino que está cerrado y sellado, hasta que llegue el tiempo de abrirse.
Lo que ahora llamamos Testamento Nuevo no es, propiamente hablando, el Testamento mismo, sino solamente la noticia, o el anuncio, o la invitación a formar parte de esa alegría inconmensurable que Dios nos ofrece, y que hoy Dios la presenta con la forma de un Banquete Nupcial.
Después del rechazo judío (cf. San Mateo XXII, 3-7) la invitación de Dios se hace general a todos los pueblos, tribus y lenguas, para que concurran todos al Gran Banquete, y procuren entrar en el Reino de Dios, el cual es, todo lo que contiene el Testamento mismo: “A cuantos encontréis llamadlos a las bodas” (San Mateo XXII, 9).
Para poder entrar en este Reino se deben verificar dos condiciones que se piden a cada uno en particular, esto es, fe y justicia.
Vemos la sala profusamente iluminada, llena de invitados con blancas y resplandecientes vestiduras que aguardan llenos de ansiedad, con la mirada clavada en la puerta, la entrada del Rey.
En la Epístola de hoy San Pablo nos señala el deber más importante de nuestra vida: “revestirnos del hombre nuevo creado en justicia y santidad” (Efesios IV, 24), es decir, “el traje de bodas” con el que se debe estar vestido para participar del Banquete. La metáfora del traje de bodas es ante todo una instrucción.
No basta pertenecer por la fe a la Iglesia, es decir, ocupar un puesto en la Sala del Banquete Nupcial, pues también los malos lo ocupan, como está indicado en el Evangelio: “reunieron a cuanto encontraron, malos y buenos, y la sala quedó llena de convidados” (San Mateo XXII, 10).
Es necesario, además, llevar una vida conforme a la voluntad de Dios; revestirse, por consiguiente, de la túnica nupcial de la gracia santificante, como unánimemente lo ha dicho siempre la Tradición de la Iglesia.
La entrada del Rey al Banquete es la Parusía, la Vuelta de Nuestro Señor Jesucristo. En su Segunda Venida Cristo Rey pasará revista a todos los convidados: “Entrando el Rey para ver a los que estaban en la mesa, vio allí a un hombre que no llevaba el traje de bodas” (San Mateo XXII, 11).
“A las tinieblas exteriores” (San Mateo XXII, 13), le dijo. Entonces, a la llegada del Rey habrá pronunciamiento sobre todos los comensales presentes reunidos y encontrados en los caminos (cf. San Mateo XXII, 10).
A la Vuelta del Señor ocurrirá una separación de vivos: “Vendrá a juzgar a vivos…” dice el Credo; posteriormente, “a muertos”, el Juicio Final, cuando estemos todos ya muertos, de lo contrario, no haría el Credo tal distinción.
Todos nuestros cuidados deberán entonces tender a no ser nosotros del número de los invitados desprovistos del vestido de bodas.
Para poder comparecer delante del Rey cuando vuelva en su Segunda Venida, y participar del Banquete desplegado ante nuestra vista con toda su majestuosidad deberemos ser fieles observantes de los mandamientos.
Por el momento, el Libro está todavía en manos de Dios, cerrado y sellado, con siete sellos, hasta que lleguen los tiempos y momentos en que se ponga en manos del Cordero.
Será entonces cuando el Cordero mismo rompa los sellos y públicamente abra el Libro ante el supremo y pleno Consejo de Dios y con esto entre jurídicamente en la posesión actual de toda su herencia, con el consentimiento y aclamación, deseo, y júbilo, y exultación unánime de todo el universo.
Por el momento, no ha tomado posesión aun Nuestro Señor de toda su herencia. Solo cuando esto suceda se desplegará ante nosotros todo el esplendor de su Evangelio, el Testamento nuevo y eterno de Dios: “Un hombre de noble linaje se fue a un país lejano a tomar para sí posesión de un reino y volver…” (San Lucas XIX, 12).
Volverá porque Dios Padre le “dará las naciones por herencia, y por posesión los confines de la tierra…” (Salmo II, 8). Por el momento Nuestro Señor está aún a la diestra del Padre hasta que sus enemigos sean puestos bajo sus pies (cf. Salmo CIX [CX], 1).
O sea, hasta el tiempo exacto narrado por el Apocalipsis cuando el Cordero se presente ante el Trono de su Divino Padre rodeado de aquel Consejo Extraordinario para recibir el Libro sellado: “Dios te entregará el cetro de tu poder… Impera desde Sión en medio de tus enemigos…” (Salmo CIX [CX], 2).
¡Magnífico desenlace de la historia de la humanidad que ocurre precisamente en el Cielo!
Para Nuestro Señor esto significa entonces, recibir de mano del Padre un Libro cerrado y sellado, que ninguno puede abrir sino solo Él. Abrirlo públicamente en presencia de Dios, de todos los ángeles, y de todos los testigos, llenos de admiración, y de júbilo extraordinario.
Recibir de parte de todo el Consejo de Dios la postración de la verdadera devoción, y el más profundo respeto y agradecimiento. Y a vista de todos manifestar los secretos del Libro y darle gracias a Dios, alabarle, bendecirle, por lo que acaba de suceder.
Se oyen, a punto, las voces de todos que gritan: “Tú eres digno de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque Tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo u nación, y has hecho para nuestro Dios un reino, y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra” (Apocalipsis V, 9).
En consecuencia inmediata de la apertura del Libro, todos se postran ante Dios y del Cordero diciendo: “Digno es el Cordero que fue muerto de recibir poder, riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria y alabanza” (Apocalipsis V, 12).
Recibiendo el Cordero el Libro de mano de Dios, recibe Él la potestad, el honor, y el reino. Recibe el Testamento de su Divino Padre que lo constituye y declara heredero de todo.
¿Por qué otro motivo San Juan oiría el resonar en todo el universo de tantas voces de júbilo y regocijo?
¡Es que el momento de inmensa felicidad a la cual Dios constantemente nos invita ha llegado!
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Dom XIX post Pent – 2022-10-16 – Efesios IV, 23-28 – San Mateo XXII, 1-14 – Padre Edgar Díaz