sábado, 26 de noviembre de 2022

Alimentados por el deseo - Padre Edgar Díaz


El Profeta Isaías - Benedetto Gennari il Giovane - 1633-1715

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Nuestro Señor Jesucristo nos anunció que al final de los tiempos “por efecto de los excesos de la iniquidad, la caridad de los más se enfriará” (San Mateo XXIV, 12).

La razón de esto es que la caridad solo puede desarrollarse en condiciones favorables. Necesita espacio para expandirse y crecer, y, al final de los tiempos, la iniquidad será tan excesiva que constituirá un obstáculo muy grande para el amor. 

Si la Iglesia debía poner amor en el mundo, por causa de las fuerzas del mal, ese amor ya languidece. Si la Iglesia debía engendrar hijos que fueran caritativos con Dios y con el prójimo, hoy se constata mejor el desinterés y el descuido: “He criado hijos y los he engrandecido, mas ellos se han rebelado contra Mí” (Isaías I, 2).

El número de los hijos de la Iglesia es cada vez más reducido en el mundo; la mayoría de ellos ha apostatado.

Naciones que antaño eran católicas han apostatado. Renegaron de su catolicismo al hacerse “laicas”, neutras en materia de religión, esto es, ateas—podríamos decir.

La jerarquía de la Iglesia Católica también apostató, fruto del Concilio Vaticano II, instauración de la herejía del modernismo en el mundo—llamada por San Pío X precisamente la síntesis o suma de todas las herejías.

Con razón podemos decir que el triunfo de la Iglesia no es temporal. Más bien, tendrá que todavía venir.

Duras reprensiones de Dios para con su pueblo fueron expresadas al comienzo del Libro del Profeta Isaías. 

El profeta habla del pueblo judío, pero entendido principalmente como imagen de la Iglesia: “Ellos me despreciaron … El buey conoce a quien lo posee, y el asno … a su amo, pero Israel no me conoce; … no tiene inteligencia” (Isaías I, 2-3).

No se reconoce la dependencia del hombre de Dios; ni tampoco su estado de indigencia y maldad como para que necesite un Salvador. El remedio al odio que carcome a la sociedad solo puede ser la presencia del Amor entre nosotros.

En Navidad, celebramos el nacimiento de ese Salvador, pero pocos entienden qué significa verdaderamente esa celebración. En consecuencia, tampoco se comprende bien el significado del tiempo del Adviento.

Si el Adviento y su relación con la Fiesta de la Navidad fuera una preparación de orden puramente psicológico en la cual solo nos limitamos a revivir el mero recuerdo del nacimiento de Jesús como algo maravilloso que sucedió en el pasado, entonces perdería su característica principal de anhelo y espera, pues Jesús ya nació.

Si, en cambio, se concibe el Adviento como verdaderamente lo concibe la Iglesia, la espera de la Segunda Venida del Señor, entonces, la preparación se hace real, puesto que se refiere a un bien futuro; y será tanto más viva y sincera cuanto mejor penetremos el sentido de este advenimiento glorioso de Cristo.

En consecuencia, la celebración del Adviento es la preparación para la aparición del Señor al final de los tiempos, y no otra cosa.

Es por esto por lo que en el Primer Domingo de Adviento se nos presenta una vez más el final de los tiempos, y se nos propone de nuevo a nuestra consideración, en el texto del Evangelio—como hiciera hace ocho días—el discurso escatológico de Dios Nuestro Señor Jesucristo, solo que esta vez según San Lucas.

Nuevamente se nos relata el Juicio a las Naciones, el juicio que condena al mundo, como algo insistente que la Iglesia quiere que sepamos, juicio debido a la apostasía por no haber querido saber del amor de Dios:

“Y habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones… Los hombres desfallecerán de espanto… porque las potencias de los cielos serán conmovidas” (San Lucas XXI, 25-26).

Al respecto, comenta San Gregorio Magno:

“…Cuando las desgracias del mundo se multipliquen, levantaos, alzad vuestros corazones, pues cuando el mundo, del cual no sois amigos, llegue a su fin, vuestra Redención, que habéis buscado se acerca…

“Los que aman a Dios deben alegrarse y regocijarse del fin del mundo. Encontraréis tanto más pronto a Aquel que amáis cuanto más pronto desaparezca aquel (el mundo) a quien habéis negado vuestro amor…

“Un cristiano que desea ver a Dios, no debe entristecerse del juicio que condena al mundo. Aquel que no se regocija del fin del mundo que se acerca, prueba que es su amigo y el enemigo de Dios…

“Entristecerse de la destrucción del mundo es propio de aquel que ha dejado desarrollarse en su corazón las raíces de un amor al mundo, de aquel que no busca la vida futura, y que ni aún sospecha su realidad”.

Por eso, con mucho optimismo Nuestro Señor nos dice: “Cuando estas cosas comiencen a suceder, levantaos, y alzad vuestras cabezas, porque vuestra Redención está cerca” (San Lucas XXI, 28).

La prudencia cristiana no está en desentenderse de estos grandes misterios sino en prestar la debida atención a las señales que Dios bondadosamente nos anticipa, tanto más cuanto que la Segunda Venida puede sorprendernos en un instante, menos previsible que la muerte.

El amor a Dios hará que en esos terribles momentos podamos erguir la cabeza. Mientras tanto, habrá que luchar, entonces, contra el desaliento; habrá que proveerse de esperanzas para que no se nos paralice el corazón y el amor pueda seguir expandiéndose a pesar de las terribles fuerzas del mal. 

Renovar esperanzas es confiar en Dios; y esto responde a una realidad psicológica muy sencilla, pero importantísima. Para que nuestra voluntad de amar sea fuerte y dispuesta, necesita verse alimentada por el deseo. 

Y ese deseo no puede ser poderoso si lo que se desea no se percibe como posible y accesible. Así lo ejemplifica San Pablo, manifestándonos su vehemente deseo por la venida de Nuestro Señor:

“En adelante me está reservada la corona de la justicia, que me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día, y no solo a mí, sino a todos los que hayan amado (deseado) su venida” (2 Timoteo IV, 8).

Es la virtud de la esperanza quien pone en movimiento ese deseo; sé que lo puedo esperar todo de Dios con total confianza: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Filipenses IV, 13), dice San Pablo.

Pero a su vez la esperanza, para constituir una auténtica fuerza, necesita de una verdad en que apoyarse. Este fundamento le es conferido por la fe: “Esperando contra toda esperanza” (Romanos IV, 18), puesto que “sé a quién he creído” (2 Timoteo I, 12).

La fe hace adherir a la verdad transmitida por la Escritura, la cual no cesa de mostrar la bondad de Dios, su misericordia y su absoluta fidelidad a sus promesas, principalmente la de enviar a Cristo Rey con toda su potencia y su grandeza.

Una mezcla de nostalgia, y de gozosa confianza en Dios, es entonces el tiempo del Adviento. 

Nostalgia por los momentos hermosos que significaron la expectativa, el nacimiento, y la infancia de Nuestro Amado Señor Jesucristo, y de gozosa confianza en Dios, al contemplar ya, desde el rabillo del ojo, el alborear de su Reino.

Por eso, reafirmamos que el amor necesita ser alimentado por el deseo, y el deseo por la esperanza, y la esperanza por la fe, la verdadera fe.

Así lo expresa San León, al referirse sobre cómo se debe vivir el Adviento:

“El Señor dijo: tened conciencia que ese precepto (el del amor) os conviene más especialmente, pues no se puede dudar que el día… está próximo... Conviene pues que todo hombre se prepare para el advenimiento del Señor”.

De este modo el fruto del Adviento, en cuanto éste es preparación para la Parusía, deberá ser sin duda, el aumento en nosotros de la virtud teologal de la esperanza. 

No un optimismo burgués, típico del mundo, sino una verdadera esperanza cristiana, que implique un trabajo de inevitable desprendimiento del mundo. 

Que todo el ser espiritual viva ya en otra realidad, y que esta realidad sea el verdadero objeto de sus deseos.

Entendido así en toda su amplitud, el Adviento debería tender a desarraigarnos de este mundo y en eso está la razón por la cual es éste un tiempo de mucha vida interior y de verdadera penitencia.

Amén.

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Dom I Adv – 2022-11-27 – Romanos XIII, 11-14 – San Lucas XXI, 25-33 – Padre Edgar Díaz