Los pobres - Angilbert Göbel - 1821-1882 |
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Nuestro Señor Jesucristo habla a menudo de su vuelta; y lo hace de manera singularísima en su espléndido Discurso Parusíaco, que se lee en el Evangelio de hoy.
Cristo no busca satisfacer la curiosidad de cómo serán esos días, sino dar a la vida cristiana su real perspectiva, a partir de su Segundo Advenimiento, que es la culminación de toda la obra de la Redención.
No se entendería la Redención sin este último acto. Como somos nosotros los redimidos, a todos nos debería interesar saber los pormenores de este día maravilloso, ya que todos seremos actores en él.
Hay un punto central sobre el que gira, y éste es, el hecho de que su hora es y será siempre desconocida.
Si a lo largo de la vida se le exige al cristiano estar siempre preparado para una hora final (como es el momento de la muerte), mucho más angustiante que esa hora es la exigencia de estar siempre bien preparados y dispuestos para recibir a Nuestro Señor en su Segunda Venida.
No queriendo aterrorizarnos con el dramático cuadro de ese día, Nuestro Señor, sin embargo, nos advierte de los graves acontecimientos que le acompañarán, para luego hacernos partícipes de la heredad de los santos. Su intención es, pues, reunir a los elegidos.
El orden de los acontecimientos está especialmente confirmado por el Discurso Parusíaco de Nuestro Señor Jesucristo, así como lo presenta San Mateo en el capítulo XXIV.
En efecto, con la irrupción una vez más en el mundo de Nuestro Señor Jesucristo tendremos, en primer lugar, el fin de la grande tribulación, que habrá sido causada por “la abominación de la desolación (el Anticristo), predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo” (San Mateo XXIV, 15).
La tribulación se caracterizará por la persecución contra los cristianos: huidas, el abandono de posesiones y protecciones, la crueldad para con los indefensos, la inclemencia del tiempo, y la pena de verse forzado a transgredir los preceptos de Dios (cf. San Mateo XXIV, 16-20).
Pero más aflictivo aún será la aparición de falsos cristos y profetas (cf. San Mateo XXIV, 23.24.26) puesto que si esos días no fueran acortados, nadie se salvaría (cf. San Mateo XXIV, 22).
Más peligroso que quedar desposeído de todo, y en medio de gran adversidad, contratiempo y desventaja, será el caer en el error. Por este solo motivo nadie se salvaría.
“¡Mirad que os lo he predicho!” (San Mateo XXIV, 25), advierte Nuestro Señor. El principal peligro de esos tiempos será caer en el error.
En efecto, una colectividad poderosa y terrible de anticristos buscará implacablemente hacer caer a los que aman la verdad: “Surgirán falsos cristos y falsos profetas… de modo que (si pudiera ser) harán caer en error aún a los escogidos” (San Mateo XXIV, 24).
En la Segunda Epístola a los Tesalonicenses San Pablo expone quizá uno de los más terribles pasajes de la Sagrada Escritura: “Toda seducción de iniquidad para los que han de perderse, como retribución por no haber… amado la verdad (como medio de salvación)” (2 Tesalonicenses II, 10).
Este texto es digno de grave meditación. Dios, que es la misericordia misma, es también la verdad, cuya expresión es su Hijo mismo, Nuestro Señor Jesucristo.
Así como habrá un tremendo castigo por el “Amor” despreciado (cf. Cantar de los Cantares VIII, 6), así, pues, habrá también castigo por la “Verdad” desoída.
Así como en el pasado Dios abandonó a sus devaneos al pueblo de Israel que no quiso escucharle (cf. Salmo 80 [81], 13), así, pues, hará en la grande tribulación con aquellos que no amaron la verdad, entregándolos desarmados “para que crean a la mentira, ya que no tuvieron interés en armarse de la espada del espíritu que es la Palabra de Dios (la verdad)” (Efesios VI, 11.13.17).
Y se cumplirá entonces trágicamente—como ya hace tiempo viene cumpliéndose—aquella palabra de Jesús: “Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, ¡a ese lo recibís!” (San Juan V, 43), que es interpretada como un anuncio del Anticristo.
“He aquí que vienen días, dice Dios el Señor, en que enviaré hambre sobre toda la tierra; no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír las palabras de Dios” (Amós VIII, 11).
Profecía gravísima y terrible, que siempre está pendiente como una amenaza. Si se vive relegando la palabra de Dios, Él retirará un día esa palabra.
Si se desprecia el precioso remedio que Dios propone, cada uno terminará por buscar el suyo propio, despreciando el único eficaz, que con tanto amor Dios ha preparado. Herido en su corazón, terminará Dios por retirar su desairada palabra, y los enfermos morirán todos.
“Por eso los entregué a la dureza de su corazón; para que anduvieran según sus apetitos” (Salmo 80 [81], 13); no hay peor castigo que la tozudez en el error que con tanto ahínco se defiende.
Es el peor castigo, porque tienen por dios a sus concupiscencias: “porque vendrán tiempos en que no soportarán la sana doctrina, sino que con el prurito de oír novedades, se buscarán maestros que les satisfagan sus concupiscencias” (2 Timoteo IV, 3).
Es castigo, porque Dios permitirá que “aparten de la verdad sus oídos, y se vuelvan a las fábulas” (2 Timoteo IV, 4).
¡Espantoso! Ésta es una clara descripción de la característica principal de la grande tribulación del Anticristo, operante ya, aún antes de su manifestación, a través de falsos cristos y profetas.
Como vemos, la grande tribulación consistirá principalmente en hacer caer en el error.
Pero el justo, y solo el justo, que aquí lo describimos bajo el aspecto de “amante de la verdad”, saldrá incólume del error y engaño gracias a que se le dará por defensa un juicio seguro, como nos dice el libro de la Sabiduría: “Tomará la justicia por coraza, y por yelmo el juicio recto” (Sabiduría V, 19), lo cual es un admirable don que se ofrece al que es recto de corazón.
A quien es recto de corazón el error, y el engaño de las fuerzas del mal, no le harán daño pues tendrá un juicio cierto, es decir, una certeza y una convicción interior sobre lo que es verdadero, de modo que no podrá desviarse de la verdad, al ser seducido por las tremendas fuerzas del mal.
La venida de Nuestro Señor Jesucristo entonces pondrá fin a esa grande tribulación que no es otra cosa que el fin del reinado del Anticristo (y su muerte). Serán muertos la Bestia y el Falso Profeta: “Y fue cogida la Bestia, y con ella, el Falso Profeta…” (Apocalipsis XIX, 20).
“Y entonces se revelará el inicuo (el Anticristo-Individuo), a quien el Señor Jesús matará con el aliento (espíritu) de su boca y anulará por la manifestación de su Parusía…” (2 Tesalonicenses II, 8).
Pero inmediatamente después del fin del reinado de las fuerzas del mal, con la irrupción una vez más en el mundo de Nuestro Señor Jesucristo, sucederá, en segundo lugar, la conmoción de los elementos:
“El sol se obscurecerá y la luna no dará su resplandor y las estrellas caerán del cielo, y las virtudes de los cielos serán sacudidas” (San Mateo XXIV, 29b). Los fenómenos celestes se identifican con el Juicio de las Naciones:
“Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo, y entonces harán luto todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con virtud y gloria mucha. Y enviará sus ángeles con trompeta grande y congregarán a sus elegidos de los cuatro vientos, de extremo a extremo de los cielos” (San Mateo XXIV, 30-31).
Innumerables son en las Sagradas Escrituras los textos que hablan del Juicio a las Naciones, o día de la ira de Dios:
“He aquí que ha llegado el día de Dios, el inexorable, con furor e ira ardiente, para convertir la tierra en desierto y exterminar en ella a los pecadores. Pues las estrellas del cielo y sus constelaciones no darán más su luz, el sol se oscurecerá al nacer, y la luna no hará resplandecer su luz. Entonces castigaré al mundo por su malicia y a los impíos por su iniquidad; acabaré con la arrogancia de los soberbios y abatiré la altivez de los opresores” (Isaías XIII, 9-11).
En este juicio estarán presentes todas las naciones de la tierra. Así lo expresa el siguiente texto:
“Espíritus de demonios que obran prodigios van a los reyes de todo el mundo habitado a juntarlos para la batalla del gran día del Dios Todopoderoso” (Apocalipsis XVI, 14).
Las naciones todas serán destruidas por el Señor, en su venida:
“Y los restantes (reyes de la tierra) fueron muertos con la espada del sentado sobre el caballo, la que salía de su boca (de Nuestro Señor) …” (Apocalipsis XIX, 21).
“Y de (la boca de Nuestro Señor) sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y Él las destruirá con vara férrea, y Él pisoteará el lagar del vino del furor de la ira de Dios, el Todopoderoso” (Apocalipsis XIX, 15).
No todos los pecadores morirán en el Juicio de las Naciones.
En efecto, los “pobres”, que lamentablemente habrán sido signados por la marca del Anticristo, como dice este texto: “E hizo poner a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y siervos una marca impresa en la mano derecha o en la frente” (Apocalipsis XIII, 16), son contados posteriormente como los que sobrevivirán a todos los embates que acompañarán a la Parusía, ya que no aparecen en las listas de quienes resultaron muertos:
“Y los reyes de la tierra y los magnates y los jefes militares y los ricos y los fuertes y todo siervo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre los peñascos de las montañas” (Apocalipsis VI, 15). No se menciona aquí a los pobres, pues fueron preservados.
Y en este otro texto:
“A comer carne de reyes, carne de jefes militares, carne de valientes, carne de caballos y de sus jinetes, y carne de todos, de libres y esclavos, de pequeños y grandes” (Apocalipsis XIX, 18), todos muertos, menos los pobres.
Parece seguirse, como consecuencia natural, que los pobres seguirán vivos después del exterminio de las naciones.
Siendo que habrán sido marcados por el Anticristo, y que habrán tenido que soportar la tremenda tribulación de engaños y mentiras, y la conmoción de todos los elementos naturales del cielo y de la tierra en el día del Juicio a las Naciones, el de la ira de Dios, por haber puesto su confianza en Dios, y por haber creído en su Palabra, no perecieron. Permanecerán vivos para poblar nuevamente la tierra.
Ellos son los que el Profeta Daniel llamó bienaventurados:
“Muchos serán purificados y blanqueados y acrisolados… ¡Bienaventurado el que espere, y llegue a mil trescientos treinta y cinco días!” (Daniel XII, 10.12).
Mil trescientos treinta y cinco días que sobrepasan los mil doscientos noventa en los que el Anticristo dominará. Habrán soportado todo el rigor de la grande tribulación, y el de la conmoción de todo el universo, el día del Juicio a todas las Naciones, el de la ira de Dios, y aun así, estarán vivos…
Por lo tanto, bienaventurado es el pobre que con paciencia y resignación sobreviva por la gracia de Dios.
¡De estos pobres se poblará la tierra durante el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo!
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos” (San Mateo V, 3).
En conclusión, el Advenimiento de Nuestro Señor terminará con el mal en el mundo. Serán exterminados todos los que hayan querido y obrado el mal, por un motivo u otro, colectiva e individualmente. Se señala principalmente a aquellos que por no haber amado la verdad serán presa del error y del engaño.
Comenzará una nueva era para la humanidad, con Cristo Rey y su reino de verdad y justicia. Sus habitantes serán principalmente los santos, y los elegidos, reunidos “de los cuatro vientos, de extremo a extremo de los cielos” (San Mateo XXIV, 31), que habrán amado la venida de Nuestro Señor, los pobres, que por gracia de Dios habrán podido soportar con valentía y generosidad todas los embates del mal.
Amén.
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Dom XXIV post Pent – 2022-11-20 – Colosenses I, 9-14 – San Mateo XXIV, 15-35 – Padre Edgar Díaz