sábado, 12 de noviembre de 2022

Escucha, pueblo mío - Padre Edgar Díaz


Jesús cura la hemorroísa - Catacumbas de Marcelino y Pedro - Vía Labicana, Roma

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El Salmo 77, [78] según las versiones, comienza con palabras que son siempre un llamado paternal de Dios a su pueblo: “Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; presta oído a las palabras de mis labios…” (Salmo 77 [78], 1).

No va a pedirle nada; ni a ordenarle cosas duras: solo quiere que le preste atención para que comprenda hasta dónde le ha amado.

Y la actitud leal del creyente es: “Quiero escuchar lo que dirá mi Dios” (Salmo 84 [85], 9). Es la “buena parte” que eligió María (cf. San Lucas X, 39.42), que escuchaba para entender.

Las palabras de Dios hablan siempre de paz, porque sus pensamientos son de paz, y no de aflicción:

“Yo abrigo pensamientos de paz y no de aflicción (amargura): me invocaréis, y os escucharé” (Jeremías XXIX, 11).

El destierro pronto llegará a su fin.

Es verdad que hemos hablado de juicio, pero Nuestro Señor, más que Juez, desea traer la paz a todas las personas atormentadas y atribuladas en el mundo.

No es un código penal su Divino Evangelio, sino un testamento de amor: “¡Ojalá me escucharas, oh, Israel!” (Salmo 80 [81], 9). Pudiendo mandar, suplica con suavidad.

Señala Straubinger que un famoso predicador decía: “Vosotros que tanto teméis al infierno, y con razón, ¿cómo no tembláis ante vuestra indiferencia por conocer lo que ha hablado Dios?”

Dios ha hablado siempre palabras de paz:

“Quiero escuchar lo que dirá el Señor, mi Dios; sus palabras serán de paz para su pueblo, y para sus santos, y para los que de corazón se vuelvan a Él” (Salmo 84 [85], 9).

“¿Queréis que sea vuestra la paz del Señor?”—reflexiona San Agustín.

“Volveos de corazón al Señor; no a mí, no a ningún hombre… El corazón que descansa en el hombre se despeña…”—concluye San Agustín.

En el Santuario el Señor nos da su paz.

En su Segunda Venida, su juicio no será de ira, sino de paz para su pueblo, el retorno a la patria celestial.

El tiempo del destierro se acabará pronto; la vuelta a la Jerusalén celestial está próxima:

“La misericordia y la fidelidad se encontrarán; la justicia y la paz se darán un beso” (Salmo 84 [85], 11).

El reinado de Nuestro Señor Jesucristo producirá los más abundantes frutos espirituales: misericordia y verdad, justicia y paz.

“La fidelidad germinará de la tierra, y la justicia se asomará desde el cielo” (Salmo 84 [85], 12).

La bondad, la justicia y el auxilio de Dios, traen felicidad y paz al alma. Del cielo habrá pronto intervención; y de la tierra brotará la fidelidad…

De arriba la lluvia y el rocío que fecunda; de abajo, la fertilidad que fructifica… 

“El mismo Dios dará el bien; y nuestra tierra dará su fruto” (Salmo 84 [85], 13). 

Redención y paz perfectas… Completa armonía entre cielo y tierra, entre lo espiritual y lo material…

“Venga tu reino, Señor… hágase tu Voluntad, aquí en la tierra como en el cielo…”

“La justicia marchará ante Él; y la salvación sobre la huella de sus pasos…” (Salmo 84 [85], 14).

A quien es fiel, “cuyos nombres están en el libro de la vida” (Filipenses IV, 3), y se tiene por extraño en la tierra, y suspira por la patria, San Pablo le dirige cordiales palabras de ánimo:

“Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde esperamos… al Señor Jesucristo; el cual vendrá a transformar nuestro cuerpo de humillación, según su Cuerpo de gloria” (Filipenses III, 20-21).

En la redención completa nuestro cuerpo estará incluido y será glorioso.

Esta idea capital que San Pablo en la teoría enseña en la Epístola es lo que en el Evangelio Nuestro Señor, cuando estuvo en la tierra, obró en la práctica.

Actualmente Cristo transforma las almas en la Eucaristía, las despierta de la muerte espiritual, y las cura de las dolencias morales; pero un día despertará o curará también al cuerpo, para que la redención sea completa.

Entonces sabremos que lo que ahora llamamos muerte no era más que un mero sueño.

Es por esto por lo que esperamos su glorioso retorno con tantas ansias:

“Tú Señor nos has librado de aquellos que nos afligían, y has confundido a aquellos que nos aborrecían” (Salmo 43 [44], 8).

Nuestro Señor nos había dicho que “todo lo que pidiereis en la oración, creed que lo obtuvisteis ya, y se os dará” (San Marcos XI, 24).

Pues deseamos paz y felicidad, y para ello, haremos penitencia. Deseamos plenitud.

Esta realidad cobra un valor extraordinario cuando se recuerda la promesa, hecha por Cristo, de oír nuestras peticiones.

El Credo declara la “resurrección de la carne”, verdad tan lejana de nuestra experiencia cotidiana.

Con una imagen fácilmente inteligible tomada del Evangelio podemos entenderla. A su vez, el ejemplo de Nuestro Señor nos señala consecuencias prácticas que esta verdad tiene para la vida.

De la misma manera que Nuestro Señor de repente curó a la hemorroísa, con el solo contacto con su vestido, así será la Parusía: la desaparición espontánea de todas las dolencias y sufrimientos con la sola vista de Nuestro Señor.

Y del mismo modo que Nuestro Señor resucitó a la hija de Jairo, por el poder de su Palabra, también los muertos, en la Parusía, se levantarán de sus sepulcros y florecerán en una nueva juventud.

Será redención completa.

Mientras aguardamos la venida de Nuestro Señor nos guía la esperanza.

Por ella sabemos que la transfiguración celestial no será sino secuela de la transfiguración espiritual, comenzada aquí en la tierra, como su previa condición.

Y el camino para esta transfiguración espiritual está siempre señalado. Hoy, San Pablo se lo indica a los Filipenses:

Se lamenta que muchos cristianos se muestren enemigos de la cruz; de ellos dice que su dios es el vientre y su fin es la muerte; su gloria es la vergüenza, y sus pensamientos están en lo terreno (cf. Filipenses III, 18-19).

De estas miserias le pedimos a Dios que nos libre. Son cadenas de pecado, por las que estamos apresados. 

Dos veces en la Santa Misa de hoy le repetimos:

“Desde el abismo de mi miseria a ti clamé; oh, Señor, Señor, escucha mi oración” (Salmo 129).

Este grito implorante es en vista a que de una vez por todas se obre en nosotros ese doloroso desprendimiento de las cosas de la tierra, tan necesario para corresponder, desde ahora, con virtudes semejantes, a las condiciones del futuro cuerpo glorioso. 

Si en el cielo no tendremos ninguna adversidad, debemos aprender aquí en la tierra a abstenernos de las satisfacciones sensibles, las cuales algún día dejaremos, y que hoy se oponen a nuestro progreso espiritual.

Debemos aprender además a sobreponernos a todos los sufrimientos y penalidades de la vida, sabiendo que pronto acabarán.

Si en el cielo seremos espiritualizados, debemos aprender a renunciar a todas las ataduras con lo material que nos procura la sensualidad, los placeres de los ojos y de la carne.

En suma, supuesto que en el cielo nuestro cuerpo ha de brillar con rutilante belleza y renovada juventud, hemos de trabajar en la tierra para enaltecer nuestra alma.

Poseemos un medio infalible para preparar la resurrección de la carne y la glorificación del cuerpo: la Sagrada Eucaristía; es el sacramento de la glorificación, por él nos convertimos en participantes de la divinidad.

El contacto con el Cuerpo Santísimo de Cristo nos hará semejantes a Él.

Del mismo modo que, en el Evangelio de hoy, la hemorroísa fue curada por el contacto con el vestido de Jesús, así también, por el contacto con el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, se curará nuestra alma, y quedaremos así preparados para la glorificación espiritual y corporal final.

¡Confianza! ¡Pon tu mano sobre ella y mi alma revivirá! (cf. San Mateo IX, 18).

“¡Confianza, hija, tu fe te ha sanado!” (San Mateo IX, 22).

¡Tomando de la mano a la niña, ésta se levantó! (Cf. San Mateo IX, 25).

¡Amén!

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Dom XXIII post Pent – 2022-11-13 – Filipenses III, 17-21; IV, 1-3 – San Mateo IX, 18-26 – Padre Edgar Díaz