La moneda del César - Antonio Arias Fernández (1614-1684) |
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Dirige la Iglesia, un día tras otro, su mirada hacia “el día de Cristo Jesús” (Filipenses I, 6), que vendrá.
Y nos pide que miremos la vida terrenal a la luz de la Parusía (la Segunda Venida) del Señor, idea capital de la Misa de hoy:
¿Cuál es el exacto cumplimiento de nuestros deberes como cristianos? “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (San Mateo XXII, 21), responde Nuestro Señor.
Y San Pablo exhorta: “Sed puros e intachables hasta el día de Cristo llenos de frutos de gracia (de justicia) por Jesucristo” (Filipenses I, 10-11).
Hasta el día de Cristo, seguir trabajando por los frutos de gracia y de justicia por Jesús.
El día de Cristo es un día de juicio. Es su Segunda Venida:
“Muchos me dirán en aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos cantidad de prodigios?” (San Mateo VIII, 22).
Este día del Señor será glorioso para su pueblo y terrible para sus enemigos (cf. Salmo 117 [118], 24).
Glorioso para su pueblo: “Nuestra ciudadanía es en los cielos (vivir en la presencia de Dios; y por eso) … estamos aguardando al Señor Jesucristo” (Filipenses III, 20).
Terrible para sus enemigos: “Pues Dios ha fijado un día (de juicio) contra todos los soberbios y altivos, contra todos los que se ensalzan, para humillarlos” (Isaías II, 12).
Confirma San Pablo a Timoteo: Cristo “juzgará a vivos y muertos, tanto en su aparición, como en su reino” (2 Timoteo IV, 1), el cual se seguirá a su Segunda Venida.
Y San Pedro, a los de la casa de Cornelio en Cesarea, también confirma: “Dios nos mandó predicar al pueblo y a dar testimonio de que Éste (Jesús) es Aquel que ha sido destinado por Dios a ser Juez de los vivos y de los muertos” (Hechos de los Apóstoles X, 42).
Santo Tomás explica que “es entonces un hecho que Cristo es el juez de vivos y muertos, ya sea que entendamos por muertos a los pecadores y por vivos a los que viven rectamente, ya sea que con el nombre de vivos se comprenda a los que entonces vivirán, y con el de muertos a todos los que murieron”.
Entonces, para todos los que estarán vivos en el momento, “cuando el Hijo del Hombre vuelva en su gloria, acompañado de todos los ángeles, se sentará sobre su trono de gloria, y todas las naciones serán congregadas delante de Él, y separará a los hombres, unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos” (San Mateo XXV, 31-32).
Las naciones irán delante de su trono; se producirá separación; es el juicio a las naciones, en su Segunda Venida.
Y nosotros creemos en las palabras de Jesús. A diferencia de los fariseos que las pronunciaron con dañada intención, nosotros lo hacemos con la más acendrada fe: “Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios según la verdad” (San Mateo XXII, 16).
Por eso San Pablo en la Epístola de hoy desea que nos perfeccionemos hasta el día de la vuelta de Cristo, para no ser culpables de delito. Debemos ser árboles cargados de frutos, crecidos en caridad.
Luego, las dos lecturas están saturadas de una misma idea, el día de Cristo, y para ello, se debe observar una vida dinámica y ajustada a nuestras obligaciones, con el deseo de ser puros e intachables ante su presencia en su día.
Ahora bien, mientras ese día llegue, el mundo sigue desafiando a los cristianos.
Es que antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor debe suceder la apostasía de los pueblos: los hombres en masa deben levantarse contra Dios.
En el pasado los emperadores romanos perseguían a los cristianos en pos de sus dioses; hoy, la descristianización es sistemática. Los gobiernos son oficialmente ateos.
Y sin embargo, las autoridades temporales siguen actuando como representantes de Dios, aun cuando a través de ellas operen las fuerzas del mal. ¡Misterio! ¡Total desafío para nuestra fe!
¿Debemos los hijos de Dios someternos a las autoridades temporales y pagarles tributo?
La pregunta que los fariseos le pusieron a Jesús es una espada de dos filos.
Si Jesús respondía que se debía pagar el tributo a las fuerzas enemigas el pueblo se enemistaría con Él.
Pero si contestaba lo contrario, diciendo que no se debía pagar el tributo a los enemigos, entonces lo habrían acusado ante las autoridades y moriría infaliblemente por alta traición.
Fue el ataque más sutil que Jesús tuvo que soportar, y en situación similar nos encontramos los cristianos hoy, porque por querer ser fieles a Jesucristo podríamos ser acusados de alta traición a las autoridades temporales.
“Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (San Mateo XXII, 21).
Dar a las autoridades temporales lo que les pertenece, pues por voluntad de Dios les corresponde sus atribuciones.
Pero siempre y cuando las atribuciones de las autoridades temporales no sobrepasen sus límites.
La obligación de dar primero a Dios lo que es de Dios, es decir, lo que le pertenece a Él según sus atribuciones, pone un límite a las atribuciones del poder temporal.
La respuesta de Jesús no se debe escindir en absoluto, debe ser entendida en su conjunto, pues la segunda parte de ésta condiciona a la primera.
De ahí se desprende que las autoridades temporales pasarían a ser injustas cuando manden algo que vaya en contra de Dios.
Mientras llegue el día de Cristo somos súbditos de dos mundos. Como súbditos de Dios y ciudadanos de su Reino tenemos deberes con respecto a este soberano Rey.
Pero como súbditos de este mundo debemos también cumplir con obligaciones temporales, pues Dios nos impone obligaciones relativas a nuestros padres y autoridades temporales.
Y estas dos categorías de obligaciones no se contraponen. Pero las obligaciones temporales deben ser siempre entendidas no como un servicio a los hombres sino a Dios, pues lo que se respeta en ellas es el soberano poder de Dios que las ha permitido, y no el poder que por sí mismas tienen.
En cuanto estas autoridades temporales den una orden contraria a la voluntad de Dios, dejan de ser un representante válido de Dios, y se debe siempre obedecer a Dios.
Todo es de Dios, y para Dios. Nada nos podemos guardar y negarle. Nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro ser; la inteligencia, la voluntad, el corazón, el entendimiento, son suyos.
Entregarle todo a Dios: éste es el gran mandamiento del Reino de Dios. Hágase tu voluntad, así en la tierra, como en el cielo.
En consecuencia, la vida terrenal debe ser siempre vista bajo la luz de la Parusía, pues cuando Nuestro Señor venga habrá juicio sobre aquellos que no hayan buscado respetar la voluntad de Dios.
La Venida de Nuestro Señor es el triunfo del cristianismo en el mundo, y todas nuestras acciones tendrán verdadero sentido cristiano según la relación que tengan con este acontecimiento.
La Redención entera, en su principio, en su curso, y en su consumación, descansa sobre la venida del Señor. Cada Santa Misa contiene la idea de la venida del Señor.
Este advenimiento de Cristo es ante todo un misterio. Considerado desde un punto de vista general, es la irrupción del Hijo de Dios en el mundo a fin de hacerle participar de la vida divina.
Para Nuestro Señor su Primera Venida en la carne no significó un rebajamiento. Al contrario, como resucitado y glorificado, sentado a la diestra del Padre, vive siempre en la carne, puesto que Él no se ha despojado de la naturaleza humana, y nadie sostendrá que este estado actual rebaje a Cristo.
En consecuencia, la Segunda Venida de Cristo no es porque Dios deba reinar visiblemente como Hombre en la tierra, algo que la Iglesia prohíbe mantener, sino por la deificación del hombre a partir de su reinado (invisible) en la tierra, que se desprende de la razón misma de la Encarnación de Nuestro Señor.
La piedad antigua aspiraba a la Segunda Venida de Cristo, a su triunfo definitivo:
“¡Que desaparezca la forma de este mundo y que la gloria del Señor aparezca!”
Magnífico deseo para los que amamos la Venida de Nuestro Señor; temor y temblor para los enemigos de Cristo: “Día de ira, aquel día…”
Amén.
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Dom XXII post Pent – 2022-11-06 – Filipenses I, 6-11 – San Mateo XXII, 15-21 – Padre Edgar Díaz