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El pasado jueves fue una de las Fiestas más importantes del año: Corpus Christi. La Santa Madre Iglesia desea que, por medio de esta festividad, volvamos nuestros ojos hacia uno de los misterios más grandes y admirables de nuestra Santa Fe Católica: la Presencia Real de Dios Nuestro Señor Jesucristo bajo las especies de pan y vino.
Brevemente digamos algunos datos históricos. Esta Fiesta fue instituida por el Papa Urbano IV, en el siglo XIII, por medio de su Bula Transiturus.
Un sacerdote que tenía dudas sobre la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, mientras celebraba la Santa Misa en Bolsena, Italia, al momento de fraccionar la Hostia, comenzó ésta a derramar abundante sangre, con la cual se empapó el corporal y también incluso el altar.
Urbano IV, una vez verificada la veracidad del milagro, hizo que el corporal fuera llevado en procesión hasta la ciudad de Orvieto, donde él estaba. Y con motivo de este prodigioso milagro, instituyó la Fiesta de Corpus Christi, el 8 de septiembre del año 1264, para que la Sagrada Comunión fuera especialmente adorada.
Todos los textos y secuencia de la Misa, como los diversos himnos del Breviario, están compuestos por Santo Tomás de Aquino, y en ellos notamos, no solamente una gran hermosura poética —y ni digamos sobre la melodía— sino también una gran agudeza teológica, pues en todos ellos, Santo Tomás va exponiendo la doctrina relativa a la Sagrada Eucaristía o Comunión.
Éstas son algunas estrofas de la hermosa Secuencia de la Misa de Corpus Christi, “Lauda, Sion, Salvatorem”.
Dogma datur Christianis, quod in carnem transit panis, et vinum in sánguinem. Un Dogma es dado a los cristianos (católicos), a saber, que el pan se convierte en carne y el vino en sangre –dice esta estrofa.
En esta pequeña frase tenemos la esencia del Dogma de la Presencia Real y de ese grandioso prodigio que en teología ha venido a llamarse transubstanciación, esto es, la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el Cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su Sangre preciosísima. Por la cual, Cristo todo entero está realmente presente en las especies de pan y vino: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Y en la estrofa inmediatamente siguiente dice Santo Tomás:
Quod non capis, quod non vides, animosa firmat Fides, praeter rerum órdinem. Lo que no abarcas, lo que no ves, la Fe viva lo afirma, fuera del orden [natural] de las cosas.
Efectivamente, la Fe es la que nos enseña y nos da seguridad sobre este augusto Sacramento. Sabemos, sin la menor sombra de duda, que Nuestro Señor está real, verdadera y substancialmente presente en la Hostia Consagrada, aunque los sentidos no lo comprendan, abarquen, ni lo puedan ver, pues la Fe, que está basada en la autoridad de Dios que revela —que no puede engañarse ni engañarnos— nos los dice y enseña.
Y así, creemos firmemente por la Fe, como 2 + 2 = 4, que Cristo está allí presente, pues Él mismo nos lo enseñó, diciendo: “Mi carne verdaderamente es comida y mi sangre verdaderamente es bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y Yo en él” (San Juan VI, 55-56).
Y muy bellamente las estrofas finales expresan:
Tantum ergo… praestet Fides supplementum sénsuum deféctui: Dé la Fe un complemento al defecto de los sentidos; como diciendo, ya que los sentidos no son capaces de abordar este Misterio, pues ven pan, huelen pan, sienten sabor a pan, venga la Fe en su auxilio y supla su defecto, para que así el alma pueda ver, con los ojos de la Fe, a Cristo allí presente.
Otras dos estrofas de la Secuencia contienen una enseñanza muy importante y práctica para nuestras vidas:
Sumunt boni, sumunt mali, sorte tamen inaequali, vitae vel intéritus. Mors est malis, vita bonis; vide páris sumptiónis, quam sit dispar éxitus. Lo reciben [al Cuerpo de Cristo] los buenos, lo reciben los malos, pero con suerte desigual: de vida o de muerte. Es muerte para los malos, vida para los buenos; mira cuán dispar es el fin de un mismo alimento.
En efecto, la Sagrada Comunión —y en realidad todos los Sacramentos— dependiendo de cómo los recibamos, son para vida y salvación del alma o muerte y condenación de la misma.
Si recibimos bien la Sagrada Comunión, esto es, en estado de gracia y con rectitud de intención, nos da vida, esto es, nos santifica y hace crecer más y más en gracia y amor de Dios. Pero si la recibimos mal, esto es, con conciencia de pecado mortal, cometemos un horrible sacrilegio; y éste es uno de los pecados más graves que uno puede llegar a cometer: hollar el Sacratísimo Cuerpo de Cristo.
Por tanto, mucho cuidado con las comuniones sacrílegas. Tengamos, por el contrario, mucho temor de Dios, recordando las palabras de San Pablo que dicen: “el que come y bebe indignamente, se come y bebe su propia condenación” (1 Corintios XI, 27 y 29).
Así, pues, si alguno tiene la desgracia de caer en pecado mortal, mejor es no recibir la Sagrada Comunión, sino sólo después de haberse confesado. Entonces, la Comunión sí le será para vida y purificación de su alma.
En la Última Cena, donde ocurrió la institución de la Santa Misa, la Sagrada Eucaristía y el Sacerdocio, dijo Jesús que su Cuerpo se entregaría por nosotros, y solamente en esa ocasión dijo esta verdad. Antes, había tenido que revelar muchas veces, a los azorados ojos de sus discípulos, el misterio de su rechazo por la Sinagoga y de su Pasión, Muerte y Resurrección. Pero su delicadeza infinita le impedía decir que esa muerte era el precio que Él pagaba por ese rechazo y por la culpa de todos, y que ella había de brindar a todos la vida.
Sólo en el momento de la despedida les reveló este misterio de su amor sin límites, eco del amor del Padre, y, queriendo anticiparles ese beneficio de su Redención, esa entrega total de sí mismo, les entregó —y en ellos a todos nosotros, según lo dice Él mismo— la Eucaristía como algo inseparable de la Pasión. Quiso extender a todos los suyos, que vivirán hasta el fin de los tiempos, el mismo amor que tenía a aquellos que entonces estaban en el mundo.
Tal es lo que enseña San Pablo: “Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga” (1 Corintios XI, 26).
Hasta que El venga, es decir que el Memorial Eucarístico, la Santa Misa, subsistirá, como observa Fillion, hasta la segunda venida de Cristo, porque entonces habrá “nuevos cielos y nueva tierra”, una nueva economía de cosas, según San Pedro: “Pues esperamos también conforme a su promesa cielos nuevos y tierra nueva en los cuales habite la justicia” (2 Pedro III, 13).
Y también según el profeta Isaías:
“He aquí que voy a crear nuevos cielos y nueva tierra; de las cosas anteriores no se hará más mención, ni habrá recuerdo de ellas” (Isaías 65, 17).
Una nueva plasmación del universo por la que debemos enfocar nuestra vida desde las últimas cosas, que son la resurrección y la vida eterna con cuerpo y alma, para tener un firme fundamento, porque las últimas cosas son en la balanza de Dios las primeras.
“Mientras las promesas de los falsos profetas se resuelven en sangre y lágrimas, brilla con celeste belleza la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: ‘He aquí que renuevo todas las cosas’ (Apocalipsis XXI, 5)” (Pío XI, Encíclica Divini Redemptoris).
Yo hago todo nuevo: ¿Qué más nuevo puede hacer? Ya habló de cielo nuevo y tierra nueva y de la Jerusalén celestial. ¿Qué nueva novedad encierra todavía esta asombrosa declaración de Dios? Parece que en estos capítulos finales del Apocalipsis el Padre acumula uno sobre otro los prodigios de su esplendidez hasta más allá de cuanto pudiera fantasear el hombre.
Crampon lo considera simplemente como una nueva creación, algo que no está ya expuesto a un “fracaso” como el de Adán y Eva, y comenta: “Es una renovación de este mundo donde vivió la humanidad caída, el cual desembarazado al fin de toda mancha, será restablecido por Dios en un estado igual y aún superior a aquel en que fuera creado; renovación … restitución de todas las cosas en su estado primitivo (cf. Hechos de los Apóstoles III, 21)”.
¡Bien puede ser! Sin embargo, Dios puede ir más lejos aún en ese empeño de llevar al hombre al punto donde no puede sino adorar sin comprenderlo ya, a causa de la estrechez de nuestra mente y la mezquindad de nuestro corazón, como sucede con la Eucaristía. Traigamos a la memoria las palabras de Dios en Isaías: “Mira ejecutado todo lo que oíste... Hasta ahora te he revelado cosas nuevas, y tengo reservadas otras que tú no sabes” (Isaías 48, 6; cf. Isaías 42, 9; 43, 19).
Aquí es tal vez el caso de “volvernos locos para con Dios” según la expresión de San Pablo (2 Corintios V, 13) y admitir, como un caleidoscopio sub specie aeternitatis, un fluir de creación eternamente renovado para nuestro éxtasis, un fluir inexhausto de “la sabiduría infinitamente variada de Dios” (Efesios III, 10) y de su amor en Cristo “que sobrepuja a todo conocimiento”, para que seamos “total y permanentemente colmados de Dios, a quien sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones de la edad de las edades, amén” (Efesios III, 19-21).
Nuestro Señor permanece con nosotros en la Sagrada Eucaristía, en la Santa Misa, hasta que Él vuelva. Adoremos especialmente a Dios Nuestro Señor Jesucristo realmente presente en la Sagrada Comunión; y hagamos acciones de gracias, por haber Él, en su infinita misericordia, instituido este Sacramento, por medio del cual, no sólo se queda con nosotros, sino que también se convierte en el divino manjar de nuestras almas que nos lleva a las maravillas que Dios tiene reservadas para aquellos que le aman. Jamás le agradeceremos lo suficiente tan grande beneficio.
Roguemos a María Santísima y pidámosle a ella que nos ayude a crecer más y más en el amor a Jesús Sacramentado. Amén.
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Dom II post Pentecost – 2023-06-11 – 1 Juan III, 13-18 – San Lucas XIV, 16-23 – (Sermón sobre Corpus Christi: 1 Corintios XI, 23-29; San Juan VI, 56-59) – Padre Edgar Díaz