sábado, 3 de junio de 2023

La Santísima Trinidad - Padre Edgar Díaz

La Santísima Trinidad - Pietro Novelli - 1603-1647

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Existe la necesidad imperiosa de poder distinguir las Personas del Único Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La única religión que adora a un Dios Uno y Trino es el Catolicismo, y de esto debemos estar bien preparados para dar respuesta de nuestra fe católica y defenderla (y defendernos), única arca de salvación.

La Iglesia solemnemente celebra hoy la Fiesta de la Santísima Trinidad. La misma inefabilidad del misterio—como ya hemos dicho en otras oportunidades—actúa como garantía del verdadero Dios y de la verdadera religión entre todas las formas de religión y conceptos falsos de Dios que se presentan en el mundo.

La Santa Madre Iglesia Católica es una Escuela Sublime, y su misión consiste en Enseñar y Educar. La razón de esto son dos prerrogativas sobrenaturales dadas por Dios a la Iglesia. La primera de ellas consiste en la expresa misión y autoridad suprema del Magisterio que le dio Jesús: 

“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándolas a observar todo cuanto Yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (San Mateo XXVIII, 19-20).

La segunda prerrogativa es la infalibilidad que Cristo confirió al Magisterio de la Iglesia, junto con el mandato de enseñar su doctrina. Por tanto, la Iglesia ha sido constituida por Dios columna y fundamento de la verdad, para que enseñe la fe divina a todos los hombres y custodie íntegro e inviolable su depósito a Ella confiado, nos enseña el Papa Pío XI en su Encíclica Divini illius Magistri.

La Iglesia tiene de manera supereminente el derecho de educar, porque recibió de Jesucristo el mandato, quien en la tierra quiso ser llamado “Maestro”, y sería un contrasentido que enseñara el error.

El Papa Pío XII se cuestiona: “¿No es esta nuestra Sede principalmente una cátedra? ¿No es nuestro primer deber el del magisterio? ¿No ha dado el divino Maestro y Fundador de la Iglesia a Pedro y a los apóstoles el básico precepto de enseñar? (cf. San Mateo XXVIII, 19).

Y continúa Pío XII: “No podría ser de otra manera en ese nuevo orden instaurado por Cristo, que se funda totalmente en las relaciones de la paternidad de Dios, del cual deriva toda otra paternidad en el cielo y en la tierra (cf. Efesios III, 15), y de la cual en Cristo y por Cristo dimana nuestra paternidad sobre las almas”.

“Ahora bien, quien es padre es por lo mismo educador, porque, como luminosamente explica Santo Tomás de Aquino, el primordial derecho pedagógico no se apoya en otro título que en el de paternidad”.

Sin embargo, algunos cuestionan este divino derecho primordial del Papa de enseñar la fe divina y custodiar íntegro e inviolable el depósito de la fe y mantienen que puede errar.

Algunos afirman que Pío XII se equivocó en sus reformas y creen por eso tener el derecho a aceptar solo aquello que conviene. Son, en efecto, desobedientes a la Iglesia, negando particularmente la autoridad de Pío XII, y, por consiguiente, el Dogma de la Infalibilidad Papal.

Otros también niegan el Dogma de la Infalibilidad Papal, pero por otro motivo, por aceptar las reformas del usurpador Juan XXIII, principalmente su bochornosa modificación del Canon de la Misa, en contra de lo establecido por San Pío V en su Bula Quod primum tempore. Juan XXIII, al establecer el Conciliábulo Vaticano II, no hizo otra cosa que dar las llaves que les fueron conferidas a Pedro al enemigo.

Precisamente, para exaltar la dignidad papal de los verdaderos Papas presentamos una cita del texto del Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 9 de enero de 1942, con el que Pío XII creó en el Misal y en el Breviario un nuevo “Común” (es decir, un conjunto de oraciones comunes), para las fiestas de los Sumos Pontífices, a fin de “hacer frente—reza dicho decreto—a los crueles ataques de los enemigos de la Iglesia contra sus Supremos Pastores, y para honrar más la dignidad de origen divino que poseen los Sumos Pontífices y venerar con mayor culto aquellos de entre ellos que se destacan por la santidad”.

Enseñar el error es entonces incompatible con esta suprema dignidad de origen divino y con esto basta para demostrar que por sus herejías, quienes a partir del Vaticano II asumieron como “Papas”, no son sino usurpadores.

Como ejemplo basten las palabras de Pablo VI dirigidas a los humanistas modernos: “También nosotros—y más que nadie—somos promotores del hombre”. Terribles palabras, totalmente contrarias a la doctrina católica, impropias de un verdadero Papa.

Para defendernos y para honrar a la Verdad, es pues necesario adoptar una postura en contra de los herejes.

Un Padre del Desierto, el Santo Abad Teodoro, que vivió entre los años 312 y 368 en Egipto, por el espíritu de compasión por las faltas de otro decía a un solitario: “Si estáis ligado con los lazos de amistad con alguno, y éste tiene la desgracia de caer en un crimen contra la pureza, no le abandonéis y tendedle caritativamente la mano para ayudarle a levantarse de su caída; pero si cae en la herejía, y después de haberle exhortado a abandonar su error, veis que se obstina en sostenerlo, separaos de él, por miedo de que no os arrastre también consigo al abismo”.

Los pecados del espíritu, sobre todo el de la herejía, son más de temer que los de impureza, y los santos han recomendado siempre huir de los herejes, tanto más perniciosos cuanto menos lo parecen, y que vienen a nosotros bajo la piel de oveja con apariencias de piedad, mientras que son lobos rapaces por su orgullo y por el veneno de su detestable doctrina. Fuera de los legítimos sucesores de Pedro no hay otros maestros por derecho divino en la Iglesia.

Las aberraciones de los usurpadores reprobadas por el mismo Magisterio se originan únicamente por no haber procurado la unión con el Magisterio viviente de la Iglesia. Esta misma y necesaria unión con la mente y con la doctrina de la Iglesia la exaltó una y otra vez con gravísimas palabras San Pío X.

Lo mismo repitió su sucesor, Benedicto XV, el cual, después de haber renovado solemnemente la condenación del modernismo, hecha por San Pío X, en su primera encíclica, Ad Beatissimi Apostolorum Principis (1 de Noviembre de 1914), así describe el espíritu y mentalidad de los secuaces de este sistema:

“El que se deja guiar de semejante espíritu, rechaza con fastidio cuanto tenga sabor de antigüedad y ávidamente y por todas partes busca novedades, ya en la manera de hablar de las cosas divinas, ya en la celebración del culto divino…”

El mero hecho de no prestar sumisión al Magisterio es ya un argumento convincente y un criterio seguro de que no guía el Espíritu de Dios y de Cristo: “Vendrá un tiempo en que…, conforme a sus pasiones, se amontonarán maestros y apartarán los oídos de la verdad por volverlos a las fábulas” (2 Timoteo IV, 3-4).

Esto es tal cual está sucediendo con la falsa iglesia del Vaticano II. Estos lobos rapaces por su orgullo y por el veneno de su detestable doctrina engañan a la gente llevándolos a la condenación, pues les guían fuera de la Verdadera Iglesia.

Se entiende así cómo el Papado no es, ni pretende ser, una nueva fuente de verdades reveladas, sino una predicadora de las antiguas, según ordena Cristo. De ahí, como lo dice Pío XII, la importancia capitalísima de que el cristiano conozca en sus fuentes primarias ese depósito de la Revelación divina.

“Erraría, pues, quien supusiese que un Papa estuviera llamado a crear o enseñar verdades nuevas, que no hubiere recibido de los apóstoles, sea por la tradición escrita en la Biblia, sea por tradición oral de los mismos apóstoles”.

La garantía de la verdadera enseñanza nos la ha dejado Nuestro Señor en sus palabras: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (San Mateo XXVIII, 20). Su espíritu, que es el Espíritu de la Verdad, no nos puede abandonar. “Enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado” (San Mateo XXVIII, 20). 

Las enseñanzas de Jesús fueron completadas, según lo anunciara Él mismo (cf. San Juan XVI, 13), por el Espíritu Santo, que inspiró a los apóstoles los demás Libros sagrados que hoy forman el Nuevo Testamento. De esta manera, según se admite unánimemente (cf. I Timoteo VI, 3 y 20), la Revelación divina quedó cerrada con la última palabra del Apocalipsis. 

Y ésta es: “¡Ven Señor Jesús!” (Apocalipsis XXII, 20), que si Dios no acortara los tiempos nadie se salvaría (cf. San Mateo XXIV, 22). Nos lo había prometido que vendrá: “No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros” (San Juan XIV, 18). Amén.

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Santísima Trinidad – 2023-06-04 – Romanos XI, 33-36 – San Mateo XXVIII, 18-20 – Conmemoración del Primer Domingo después de Pentecostés – Padre Edgar Díaz