La Santísima Trinidad - Luca Rossetti da Orta (1738) |
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Las tribulaciones y tentaciones de esta vida debemos soportarlas amorosa y resignadamente, convencidos de que son permitidas por Dios, a quien ninguna criatura tiene derecho de pedirle razón de su proceder, y seguros de que en todo busca nuestro bien real.
“Humillaos por tanto bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os ensalce a su tiempo (el tiempo de su visitación)” así dice la Vulgata, y Azcarate traduce de la Vulgata, “para que Él os ensalce cuando venga a juzgarnos” (1 Pedro V, 6), en clara referencia a los tiempos finales, en boca de San Pedro, Primer Papa.
En la misma carta San Pedro ya había dicho: “Tened en medio de los gentiles una conducta irreprochable, a fin de que … glorifiquen a Dios en el día de la visitación” (1 Pedro II, 12). Dos veces en la misma carta habla del “día de la visitación”. Fillion explica que es probable que San Pedro quisiera hablar de la visita suprema del Señor, es decir, su visita en los últimos tiempos.
San Efrén (Siglo IV; y cuya memoria celebramos hoy) explica que con la última venida de Nuestro Señor, su Parusía, pasará algo semejante a lo que pasó con la primera.
Así como los justos y los profetas esperaron al Mesías pensando que se había de manifestar en su tiempo, también hoy cada uno de los cristianos desea que llegue en sus propios días. Esto lo decía San Efrén allá en el siglo IV. ¿Los católicos de nuestros días realmente desean que venga Nuestro Señor?
Cristo no reveló el día de su venida, principalmente por esta razón: para que todos comprendieran que … Él no está sujeto al destino ni a la hora. Pero el que desde toda la eternidad había determinado este día y describió detalladamente las señales que lo precederían ¿cómo podía ignorarlo?
Estad en vela—continúa San Efrén—porque cuando el cuerpo duerme es nuestra naturaleza la que domina y obramos no guiados por nuestra voluntad, sino por sus impulsos.
Y cuando un pesado sopor, por ejemplo, la pusilanimidad o la tristeza, domina al alma, ésta es dominada por el diablo y, bajo los efectos de ese sopor, el hombre hace lo que no quiere. Los impulsos dominan a su naturaleza y el enemigo al alma.
Por lo tanto, el Señor recomendó al hombre la vigilancia de todo su ser, para no ser sorprendido en “el día de la visitación” del Señor: del cuerpo, para que evitara la somnolencia; del alma, para que evitara la indolencia y la pusilanimidad, como dice la Escritura.
Para que los discípulos no le preguntaran sobre el tiempo de su venida, Cristo les dijo: “Por lo que se refiere a aquella hora, nadie sabe nada; ni los ángeles del cielo ni siquiera el Hijo” (San Mateo XXIV, 36). “No toca a vosotros conocer el tiempo y la ocasión” (Hechos de los Apóstoles I, 7).
Lo ocultó para que estemos prevenidos y para que cada uno de nosotros piense que ello puede tener lugar en su propio tiempo. Pues si Cristo hubiera revelado el día de su venida, ésta se habría tornado un acontecimiento indiferente y ya no sería un objeto de esperanza para los hombres de los distintos siglos.
Dijo que vendría, pero no dijo cuándo, y por eso todas las generaciones y épocas lo esperan ansiosamente. No parece que nuestra generación le esté esperando ansiosamente, sino todo lo contrario. No se leen las señales de los tiempos y se cree en una restauración que difícilmente tendrá lugar.
Para aquellos que realmente esperan con ansiedad y amor la venida de Nuestro Señor, San Pedro aconseja: “Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él mismo se preocupa de vosotros” (1 Pedro V, 7).
Entre los privilegios con que Dios colma a los que confían en su divina providencia éste es uno de los más maravillosos. Él toma sobre sí nuestras preocupaciones y nos anticipa, por medio de la gracia, la fruición de las cosas divinas, frente a las cuales nada son los bienes ni los cuidados de esta vida: “No os preocupéis, entonces, del mañana. El mañana se preocupará de sí mismo. A cada día le basta su propia pena” (San Mateo VI, 34).
Esta suavísima revelación la solemos mirar como un molesto freno a nuestros impulsos de dominar el futuro, a tomar las riendas con nuestras propias manos, cuando debiera al contrario llenarnos de alegría. Porque si el Amo para el cual se destinan todos nuestros trabajos y el Dueño de nuestra vida nos dice que de este modo le gusta más ¿por qué hemos de empeñarnos en obrar de otro modo más difícil?
Pensemos cuán grande tendría que ser la maldad de quien así nos habla si sus promesas no fueran seguras. ¡Porque ello significaría privarnos de la prudencia y respeto humanos, para que luego nos quedásemos sin una cosa ni otra!
¿Es esto compatible con la compasión y riqueza de bondad que vemos derrochar a cada paso de la vida de Jesús? Esta suavidad de Dios la sabiduría nos la presenta como una serenidad inquebrantable porque cuenta con la infalible intervención de su Providencia paternal:
“Pon tus delicias en Dios, y Él te otorgará lo que tu corazón busca. Entrega a Dios tu camino; confíate a Él y déjale obrar” (Salmo 36 [37], 4-5). “No temerá malas noticias; su corazón está firme, confiado en Dios” (Salmo 111 [112], 7).
Aquí se nos propone una gran felicidad: no temer nunca una mala noticia sabiendo que el Padre nos cuida; y, aun cuando los enemigos parezcan triunfar, esperar tranquilos hasta que caigan, seguros de que caerán; lo cual no nos impedirá rogar por ellos como quiere nuestro Señor.
Dios nos ofrece esto muchas veces, sobre todo en los Salmos y sólo pide que le creamos de veras. Lo que nos traiciona, lo que nos falla es siempre el corazón. ¡Y aquí se nos asegura que no fallará, que estará siempre bien dispuesto!
Pero ¿cuántos pueden gloriarse de tener esta confianza? Por tanto, nuestro examen de conciencia ha de empezar siempre por ver si tenemos fe viva, sin la cual “es imposible agradar a Dios” (Hebreos XI, 6). De ella nos vendrá el amor, que es lo que nos hará piadosos y justos: “No se turbe vuestro corazón: creed en Dios, creed también en Mí” (San Juan XIV, 1).
Creed también en Mí, así reflejó Jesús los íntimos latidos de su divino Corazón, cuya fiesta hemos celebrado el pasado viernes. Creed en Dios, dijo Jesús a los Apóstoles, que la fe de ellos no era ni siquiera como un grano de mostaza (San Lucas XVII, 6).
Jesús enseñó también la clara distinción de Personas entre Él y su Padre. No son ambos una sola Persona a la cual haya que dirigirse vagamente, bajo un nombre genérico, sino dos Personas distintas con cada una de las cuales tenemos una relación propia de fe y de amor (cf. 1 Juan I, 3), la cual ha de expresarse también en la oración, y lo que nos identifica como católicos.
Desde siempre existió una sola religión revelada, y en esa revelación estaba presente la Santísima Trinidad: Dios se reveló a Adán y Eva; a Noé; luego a los Patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob; le dio la Ley a Moisés. Así, Dios le fue dando forma a la verdadera religión hasta la llegada de Jesucristo, Dios, Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero Hombre, nuestro Mediador ante Dios Padre.
Así a partir de la base de la Ley antigua se llega a la verdadera y única Arca de Salvación, su única y verdadera Iglesia, la cual es Católica (Universal). Desde siempre, desde que Dios se reveló a los primeros hombres, estuvo presente el único y verdadero Dios, la Santísima Trinidad.
Por esta razón, Jesús pudo tranquilamente decir a los Apóstoles: “No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolir sino a dar plenitud; en verdad, os digo, que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley” (San Mateo V, 17-18).
Y por esto también pudo decirles: “Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y mirad que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del siglo” (San Mateo XXVIII, 19-20), lo que San Pedro llama “el tiempo de su visitación”.
Apenas necesitamos agregar que quien humilde y verdaderamente busca la verdad, tarde o temprano encuentra a Cristo, lo haga desde donde lo haga, según nos enseña San Justino, Mártir, Padre de la Iglesia (Siglo II). Así ocurrió con los mártires de los primeros siglos.
Marciano, un soldado romano decapitado por no querer adorar a los dioses del imperio, declaró ante el Gobernador, lo mismo que su compañero Nicandro, luego también decapitado: “No abandonaremos nuestra religión o negaremos a Dios. Por la fe lo tenemos presente ante nosotros y sabemos que nos llama a Sí. Te suplicamos que no nos detengas por más tiempo y que nos mandes rápidamente a Aquel que fue crucificado… a quien honramos y adoramos”.
Daría, esposa de Nicandro, a su vez, exclamó ante el suplicio de su esposo: “Entrega a Dios, como se debe, tu testimonio de la Verdad, a fin de que también a mí me libre de la muerte eterna”.
Nicandro y Marciano fueron decapitados un 17 de Junio por amor a Dios, la Santísima Trinidad.
Por eso, por amor a la verdad revelada, esperamos con ansias “el tiempo de la visitación” de Dios, confiando plenamente en Él, y pidiéndole la gracia de una fe viva, capaz de agradar a Dios, la Santísima Trinidad, verdadero Dios y verdadera Religión, y de enfrentar las tribulaciones que nos esperan.
Amén.
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Dom III post Pentecost – 2023-06-18 – 1 Pedro V, 6-11 – San Lucas XV, 1-10 – Padre Edgar Díaz