Lázaro y el Rico Epulón - Jacopo Bassano (1510-1592) |
Esperamos una gloria sin fin, igual a la de Aquel que, por conquistarla para su Humanidad santísima y para nosotros, no obstante ser el Unigénito de Dios, sufrió en la vida, en la pasión y en la cruz más que todos los hombres.
San Pablo afirma hoy: “Estimo, pues que esos padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros” (Romanos VIII, 18).
La gloria venidera es su Segunda Venida. Y muchas personas entienden como que la gloria venidera viene inmediatamente después de la muerte, pero esto no es verdad, pues cuando se habla de la gloria se habla de su Reino, que “se ha de manifestar en nosotros”, es decir, en nosotros vivos, no muertos. La Segunda Venida no hay que entenderla como el fin del mundo, y que todo se acaba.
Casi al finalizar su vida, Santa Bernardita que vio a la Virgen en Lourdes describe sus padecimientos: “Mi cama se convirtió en mi pequeña capilla blanca; después se convirtió en mi cruz; eventualmente se convirtió en un crucifijo, cuando solo podía yacer sobre ella y sufrir”.
¿Qué idea podemos tener de esa gloria venidera y qué idea de quienes no podrán disfrutar de esa gloria porque serán arrojados al lago de fuego, es decir—el infierno?
Presentaremos primero la imagen del infierno para poder tener una idea, en contraposición, de la gloria que se pierden aquellos que van a parar allí. Hay un admirable texto de San Lucas sobre el infierno, la historia de Lázaro y el Rico Epulón (San Lucas XVI, 19-31):
“Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y banqueteaba cada día espléndidamente.
Y un mendigo, llamado Lázaro, se estaba tendido a su puerta, cubierto de úlceras, y deseando saciarse con lo que caía de la mesa del rico, en tanto que hasta los perros se llegaban y le lamían las llagas.
Y sucedió que el pobre murió, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. También el rico murió, y fue sepultado. Y en el abismo, levantó los ojos, mientras estaba en los tormentos, y vio de lejos a Abrahán con Lázaro en su seno.
Y exclamó: ‘Padre Abrahán, apiádate de mí, y envía a Lázaro para que, mojando en el agua la punta de su dedo, refresque mi lengua, porque soy atormentado en esta llama’.
Abrahán le respondió: ‘Acuérdate, hijo, que tú recibiste tus bienes durante tu vida, y así también Lázaro los males. Ahora él es consolado aquí, y tú sufres. Por lo demás, entre nosotros y vosotros un gran abismo ha sido establecido, de suerte que los que quisiesen pasar de aquí a vosotros, no lo podrían; y de allí tampoco se puede pasar hacia nosotros’.
Respondió: ‘Entonces te ruego, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, a fin de que no vengan, también ellos, a este lugar de tormentos’.
Abrahán respondió: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’.
Replicó: ‘No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va junto a ellos, se arrepentirán’.
Él, empero, le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se dejarán persuadir, ni aún por alguno que resucite de entre los muertos’” (San Lucas XVI, 19-31).
Cuando no dominan las virtudes dominan los vicios, y por los vicios traicionamos a cualquiera: incluso a padres, madres, e hijos. El poder, la lujuria, la ambición, la envidia:
Al finalizar la Santa Misa, le damos gracias a Dios y le pedimos: “Danos, Señor, la gracia de poder extinguir de nosotros las llamas de nuestros vicios, así como le diste a San Lorenzo la gracia de soportar sus tormentos sobre los carbones ardientes”.
Y el Ofertorio de la Misa tiene esta preciosa oración: “Alumbra mis ojos, para que no me duerma yo jamás en el sueño de la muerte; no sea que mi enemigo diga: He podido más que él”. Que no caiga yo en el sueño de la muerte, la muerte de negar su Parusía. “He podido más que él, dirá nuestro enemigo, ya ves que Él no viene”.
Por un vil placer de este mundo el hombre comete pecado y si muere sin arrepentimiento y sin haber recibido la gracia de Dios va al infierno. Por eso San Pablo nos exhorta a vivir según la “libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Romanos VIII, 21): “A todos los que le recibieron (a Jesús), les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre” (San Juan I, 12). Es decir, el ser libres del pecado de muerte, por la gracia de Dios.
Hasta la creación inanimada, que a raíz del pecado de los primeros padres fue sometida a la maldición (cf. Génesis III, 17), ha de tomar parte en la felicidad del hombre. Por eso, “la creación está aguardando con ardiente anhelo esa manifestación de los hijos de Dios” (Romanos VIII, 19). Los hijos de Dios, los que vendrá con Él en los aires en su Parusía, los ya redimidos, los santos, y los vivos que participarán del arrebato; toda la creación está esperando que venga Jesús.
“Pues si la creación está sometida a la vanidad, no es de grado, sino por la voluntad de aquel que la sometió; pero con esperanza, porque también la creación misma será libertada de la servidumbre de la corrupción para (participar de) la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Romanos VIII, 20-21).
Esa libertad de la gloria la dará Dios en la Segunda Venida de Nuestro Señor; es lo que llamamos la Redención. Y también las cosas, la creación, serán redimidas de su corrupción y servidumbre para participar de esa libertad y de esa gloria de los hijos de Dios. La creación también tiene esperanza en la Segunda Venida, la Redención.
“Sabemos, en efecto, que ahora la creación entera gime por aquello, y a una está en dolores de parto” (Romanos VIII, 22). La creación espera “aquello”, es decir, la Redención, Su Parusía.
“Y no tan solo ella, sino que asimismo nosotros, los que tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción de los hijos de Dios, esto es la redención de nuestro cuerpo” (Romanos VIII, 23) en Jesucristo, Nuestro Señor, su Segunda Venida y el arrebato.
Los que tienen las primicias del Espíritu Santo son pues los que aman su Segunda Venida. Y esto solo lo proclama la Santa Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación. Por eso, debemos siempre defender nuestra fe de todo error que quieran introducir en ella.
A propósito de esto, algunas personas preguntan sobre los Cristianos Ortodoxos, pensando que es una religión verdadera y afín con la Santa Iglesia Católica. Pues eso es falso. Solo mostraremos las diferencias más notables, para que nadie se tiente de acudir a una iglesia de herejes:
No creen que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (por lo tanto niegan la Santísima Trinidad);
No creen en el Dogma de la Inmaculada Concepción (es decir que la Santísima Virgen fue concebida en pecado original, como nosotros, y, por lo tanto, pecadora como cualquiera de nosotros; esto lo dice también Bergoglio);
La iglesia ortodoxa niega la existencia del Purgatorio;
Tampoco admite la supremacía universal del Papa. Para ellos, todos los obispos son iguales.
No reconocen el Rosario, aceptan el Divorcio, la Anticoncepción, y no tienen Confesión de los pecados.
Sobre la promesa de su Segunda venida debe fundarse nuestra fe en el más allá, todo lo que la Iglesia nos manda creer sobre el cielo y el infierno, la contemplación del Dios Trino, y la glorificación de este cuerpo mortal. Esto es tan real que “espiritualizar” estas tan grandes verdades o diluirlas en alegorías y metáforas poéticas es ir en contra del Dogma de la Iglesia, el de la Parusía.
Los Santos Padres hacen notar que el Hijo de Dios precisamente se hizo hombre porque en la naturaleza humana podía abrazar simultáneamente la sustancia material y espiritual de la creación. Es la promesa maravillosa de la que nos habla San Pablo en Efesios: “En la dispensación de la plenitud de los tiempos: reunirlo todo en Cristo, las cosas de los cielos y las de la tierra” (Efesios I, 10).
¡Reunirlo todo en Cristo! Así dice el Crisóstomo. Así Cristo es, tanto en el mundo cósmico cuanto en el sobrenatural centro y lazo de unión viviente del universo, principio de armonía y unidad.
Todo lo que estaba separado y disperso por el pecado, en el mundo sensible y en el mundo espiritual, Dios lo reunirá y lo volverá definitivamente a Sí por Cristo, el cual, como fue por la creación principio de existencia de todas las cosas, es por su Segunda Venida, la Redención, en la plenitud de sus frutos, principio de reconciliación y de unión para todas las creaturas: “Lo atraeré todo a Mí” (San Juan XII, 32), puesto que en Él han de unirse a un tiempo el cielo y la tierra como en el principio orgánico de una nueva creación.
“Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia, siendo Él mismo el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo sea Él lo primero. Pues plugo (al Padre) hacer habitar en Él toda la plenitud, y por medio de Él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses I, 18-20).
Sobre la filiación de Dios, San Pablo nos dice que “nos predestinó como hijos suyos por Jesucristo en Él mismo (Cristo), conforme a la benevolencia de su voluntad” (Efesios I, 5). Somos destinados a ser hijos verdaderos, tal como lo es Jesús mismo. Pero esto solo tiene lugar por Cristo, y en Él: “Gemimos en nuestro interior, aguardando la filiación” (Romanos VIII, 23).
No hay sino un solo Hijo de Dios, y nosotros somos hijos de Dios por una inserción vital en Jesús. De ahí la bendición del Padre, que ve en nosotros al mismo Jesús, porque no tenemos filiación propia sino que estamos sumergidos en su plenitud.
Pero este nuevo nacimiento que Jesús nos obtuvo debe ser aceptado mediante una fe viva en tal Redención, y tal fe viva solo viene a través de la verdadera Iglesia Católica, no la parodia que surgió a partir del Vaticano II. Es decir, que gustosos hemos de dejar de ser lo que somos, para “nacer de nuevo” en Cristo (cf. San Juan III, 3) y ser una nueva creatura. Debemos dejar de pecar, para ser nuevos en Cristo.
Esta divina maravilla se opera desde ahora en nosotros por la gracia que viene de esa fe. Su realidad aparecerá visible el día en que “Él transformará nuestro vil cuerpo haciéndolo semejante al suyo glorioso” (Filipenses III, 20), lo cual ocurrirá con su Segunda Venida: “También gemimos en nuestro interior, aguardando la redención de nuestro cuerpo” (Romanos VIII, 23).
La redención de nuestro cuerpo, es decir, su resurrección y transformación (cf. 1 Corintios XV, 51) a semejanza de Cristo (Filipenses III, 20).
La Virgen le había prometido a Bernardita la felicidad: pero no en la tierra, sino en la vida venidera. Los santos ya no quieren saber nada de este mundo: solo quieren rezar para estar con Dios; y más aún el caso de Bernardita que había visto a la Virgen. Sintió algo en el corazón—dice ella—como nunca lo había sentido. Quería morirse para estar con ella solo por la belleza que tenía la Virgen, y por la tranquilidad de alma que Dios le había concedido.
“Como nuestro espíritu fue librado del pecado, así nuestro cuerpo ha de ser librado de la corrupción y de la muerte” explica Santo Tomás de Aquino. “Entonces, cuando vean al Hijo del Hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria… erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca” (San Lucas XXI, 27-28).
Lo que se operará en nosotros ese día será como lo que se operó en Jesús cuando el Padre glorificó su Humanidad santísima y lo sentó a su diestra. Por eso también seremos reyes y sacerdotes (cf. Apocalipsis V, 10) como Él (cf. Salmo 109 [110], 3-4).
Es muy prudente entonces prestar la debida atención a las señales que Él bondadosamente nos anticipa, tanto más cuanto que el supremo acontecimiento de su venida puede sorprendernos en un instante, menos previsible que el momento de nuestra propia muerte.
“Los padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros” (Romanos VIII, 18).
¡Ven pronto, Señor Jesús!
Amén.
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Dom IV post Pent – 2023-06-25 – Romanos VIII, 18-23 – San Lucas V, 1-11 – Padre Edgar Díaz