María visita a su Prima Isabel - Juan del Castillo |
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El Catecismo del Conciliábulo Vaticano II, mal llamado “Catecismo de la Iglesia Católica”, en su número 2035, dice que la Iglesia católica considera la infalibilidad del Papa como efecto de una especial asistencia que Dios haría al romano pontífice cuando éste se propone definir como “divinamente revelada” una determinada doctrina sobre la fe o la moral.
La Constitución Pastor Æternus, promulgada por el papa Pío IX el 18 de Julio de 1870, tras su elaboración y aprobación por el Concilio Ecuménico Vaticano I, contiene la definición solemne del Dogma de la Infalibilidad Pontificia y en ella se encuentra la expresión: “Fe o Costumbres”
“Enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando, ejerciendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, en virtud de su Suprema Autoridad Apostólica, define una doctrina de Fe o Costumbres (no Fe o la moral) y enseña que debe ser sostenida por toda la Iglesia, y posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres (no fe y moral). Por lo mismo, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por razón del consentimiento de la Iglesia. De esta manera, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de contradecir ésta, nuestra definición, sea anatema”.
Dos veces dice claramente la Constitución: Fe y Costumbres. Sin embargo, se cambió la palabra Costumbres por la palabra moral y esto creó una nueva significación del Dogma, engañosa, por supuesto, capaz de desviar de la verdadera fe.
Moral y Costumbres no son sinónimos. Moral hace referencia a la calidad de una acción. Por ejemplo, ayudar a los pobres es una acción buena, es decir, es moral; mientras que robar es una acción mala, es decir, es inmoral, o le falta moral.
En cambio Costumbres es un sustantivo, que implica la repetición del mismo acto a través de un período de tiempo hasta formar un hábito. El Dogma de la Infalibilidad del Papa garantiza que en la Iglesia se mantengan las buenas costumbres, tal como la manera de celebrar la Misa, los gestos, las vestimentas, la postura de los fieles en la Santa Misa, etc.
El Papa debe confirmar y mantener las costumbres de la Iglesia. De ahí que el cambio de palabra resulta muy tendencioso, pues parece querer perseguir otras intenciones. Al introducir la palabra moral se está limitando la acción del Papa a tan solo señalar si una acción es buena o mala, sin tener en cuenta la costumbre adquirida por la milenaria Iglesia. Esto produce un quiebre con la Tradición.
Damos un ejemplo. Decir que la anticoncepción es mala está bien, pero no es suficiente. Se debe, además, cuidar la costumbre de las familias numerosas, que en el Catolicismo estuvo siempre presente. Por el contrario, en la Iglesia Modernista hay siempre implícita una mentalidad de anticoncepción, aborto, divorcio, etc.
También hay una mentalidad implícita de falta de oración, la recepción de los sacramentos, la lucha espiritual en contra del mundo, y muchas otras cosas más. Los antipapas de la Iglesia Conciliar han diluido todo con tan solo cambiar una palabra, alterando totalmente el sentido querido por la Iglesia Católica. El demonio juega con las palabras, y un cambio en la definición del Dogma es anatema, es decir una maldición de Dios, a través de la Iglesia, así como se maldicen a los herejes.
La Religión Católica no es una religión nueva, sino la única religión en el mundo, rica en costumbres, y contiene la Fe que nos legó Jesús. Jesús no vino a abrogar la Ley de Moisés sino a terminarla, a perfeccionarla; es la continuación de la religión del Antiguo Testamento. Solo le falta a la Religión Católica su esplendor, que es el Reino de Cristo en la tierra.
El esplendor de la Religión Católica será algo nuevo: “Cristo, empero, al aparecer como Sumo Sacerdote de los bienes venideros, entró en un tabernáculo más amplio y perfecto, no hecho de manos, es decir, no de esta creación” (Hebreos IX, 11). Esto es para nosotros todavía algo inimaginable. San Efrén nos enseña: “Pontífice futuro, no de los sacrificios, sino de los bienes venideros”.
Hasta que no venga Nuestro Señor estará la Santa Misa; pero después habrá algo más perfecto: Jesucristo mismo, aunque de una manera que no podemos precisar ahora, según nos pide la Santa Iglesia, al prohibir, según un decreto del Papa Pío XII del 28 de Julio del año 1944, enseñar que Cristo reinará visiblemente desde un trono en Jerusalén. El decreto, en realidad, no niega que Jesucristo, la gloria venidera, reinará después de su Parusía, sino que prohibe que se diga que sea de modo visible.
Las Sagradas Escrituras son preciosas, y a Dios no se le escapa nada. Está allí todo dicho.
En la Epístola de la Fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen María a su Prima Santa Isabel leemos unos versículos del libro del Cantar de los Cantares que son aplicados en sentido acomodaticio a los primeros pasos del Salvador en el seno de su Santísima Madre y a la primera manifestación del Amor divino en el corazón de María y en la casa de Zacarías donde Ella entonó el Magnificat (cf. San Lucas I, 46 ss.).
Isabel llamó a María “la Madre de mi Señor” (San Lucas I, 43), y lo hizo porque “el niño en su seno dio saltos y ella quedó llena del Espíritu Santo” (San Lucas I, 41). Si tal fue el gozo del niño en el seno de su madre por la venida de su Señor, ¿cómo será el gozo de verlo venir con toda su gloria y esplendor en la Parusía?
“¡Helo aquí que viene! ¡Vedle cómo viene!” (Cantar de los Cantares II, 8). A la Iglesia le palpita el corazón pensar también en la Parusía, al modo en que Nuestro Señor visitó a San Juan el Bautista estando ambos en el seno de su madre, y expresa su gozo bajo estas palabras plenas de emoción.
He aquí que viene por fin el Cristo, tan impacientemente esperado. “Durante el sueño de la esposa (relatado en el versículo 7 del capítulo II del Cantar de los Cantares) Él (Jesús) había desaparecido; ahora vuelve a Ella (la Santa Madre Iglesia habiendo ya acogido a Israel en su seno) amorosamente”, comenta Fillion.
Y al verlo se lo compara con lo ya conocido: “¡Viene saltando los montes y atravesando los collados! ¡Se asemeja al gamo o al tierno cervatillo! ¡Vedle ya detrás de nuestra pared (que nos separa), mirando por las ventanas, y atisbando por las celosías!” (Cantar de los Cantares II, 8-9).
En la Antigua Liturgia, y en la primera antífona de Adviento, encontramos las mismas expresiones de emoción por la venida del Rey Esposo: “¡He aquí que viene el Rey! ¡Al Rey viniente, el Señor, venid adorémosle!”
Y cuando aparece Nuestro Señor le dice a su Esposa la Iglesia: “Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía; hermosa mía, y ven” (Cantar de los Cantares II, 10).
La excelencia que el enamorado ve y atribuye a la persona amada reside, más que en ésta, en la imaginación de Aquél, el cual ve en Ella cosas que otros no ven, y que tal vez no existen.
Este fenómeno adquiere su máxima verdad en Dios Padre, y en Jesús, igual a Él: Ambos nos aman (aman a la Iglesia) con un amor infinito que es propio de la esencia divina y que, no pudiendo fundarse en ninguna excelencia peculiar del hombre caído y miserable, solo puede explicarse por el carácter misericordioso de ese divino Amor que se complace en inclinarse sobre la miseria.
Y Jesucristo le dirá a la Iglesia: “Mira, ya pasó el invierno; ya se fue y la lluvia ha cesado” (Cantar de los Cantares II, 11).
Habrá pasado ya el invierno cuando lleguen las Bodas del Cordero: “Regocijémonos y saltemos de júbilo, y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado” (Apocalipsis XIX, 7 s.), y se haya consumado la pasión del Cuerpo Místico de Cristo, cuyos discípulos han de ser ahora perseguidos como Él lo fue.
“Aparecen ya las flores” (Cantar de los Cantares II, 12): “La Palestina se cubre literalmente de flores en el mes de abril, como por encanto. También, según Isaías 35, 1 ss., la campaña florida es un símbolo de la Era mesiánica (el Reino de Cristo sobre la tierra) y de sus gracias”, comenta Fillion.
“Llega el tiempo de la poda, y el arrullo de la tórtola se ha oído en nuestros campos” (Cantar de los Cantares II, 12). Cuando Israel se encontraba en exilio se negaron a entonar los cantos que sus captores les pedían; se resistieron a entonar, durante el destierro, los gozosos cánticos de Sión, y ahora convertidos a Jesús, ya se los puede oír nuevamente como el arrullo de la tórtola.
“Ya echa sus brotes la higuera” (Cantar de los Cantares II, 13). Esta imagen de la higuera es la misma que usa Jesús para señalar la proximidad de su Segunda Venida: “De la higuera aprended esta semejanza: cuando ya sus ramas se ponen tiernas, y sus hojas brotan conocéis que está cerca el verano. Así también vosotros cuando veáis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas” (San Mateo XXIV, 32-33). La higuera es generalmente mirada en el Evangelio como figura del pueblo de Israel (ya convertido a la Iglesia de Jesucristo).
“¡Déjame oír tu voz!” (Cantar de los Cantares II, 14). Por imposible que nos parezca semejante amor y encanto brinda el divino Rey para con su Esposa, la Iglesia (y en particular para con cada alma), que se siente ante Él como una tosca labradora, insanablemente indigna, sucia, nula, ingrata y perversa
Jesús nos ha dicho en el Evangelio palabras de amor que sobrepasan a todas las del Cantar de los Cantares, porque nos declaran simplemente un amor sin límites: “Como mi Padre me ama a Mí, así Yo os amo a vosotros” (San Juan XV, 9).
Sabemos que el Padre tiene en Él todas sus delicias (cf. San Mateo XVII, 5), y que todo se lo ha dado (cf. San Juan III, 35). Así es, por lo tanto, el amor que Jesús nos tiene, y de ahí que sus delicias sean en estar con nosotros (cf. Proverbios VIII, 31) y que no solo nos promete cuanto le pidamos, confiando en Él, sino que ya cumplió dándonos lo máximo, y así nos lo dijo claramente: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (San Juan XV, 13).
“Tu rostro es encantador” (Cantar de los Cantares II, 14), le dice a la Iglesia. Para el que no ha olvidado la insondable miseria propia y de toda la humanidad caída, oír estas palabras de labios de Jesús es bien difícil. Es tener que convencerse seriamente de que estos elogios son dirigidos a cada alma (en gracia de Dios en la Iglesia) por Aquel que es la infinita Santidad y Sabiduría.
Estas palabras solo pueden ser entendidas por aquellos que están familiarizados con esas preferencias desconcertantes que Jesús manifiesta en favor de los miserables, de los pecadores, de los publicanos, de Zaqueo, del ladrón, de la Magdalena, sobre la cual hace la asombrosa revelación de que “ama menos aquel a quien menos se le perdona” (San Lucas VII, 47).
La Santísima Virgen María es el ejemplo para enseñarnos cómo se puede unir la más baja opinión de sí mismo: “Ha visto la nada de su sierva” (San Lucas I, 48) con el más alto aprecio del don de Dios.
“Mientras soplan las brisas, y se alargan las sombras, nuestra expresión es ¡Vuelve, amado de la Iglesia! ¡Aseméjate al gamo, o al cervatillo, sobre los montes escarpados!” (Cantar de los Cantares II, 17).
Por el momento no nos queda otra cosa que la resignación gozosa de la subida de Cristo al Padre el día de la Ascensión (cf. San Lucas XXIV, 52; San Juan XIV, 28), porque le conviene a Él haberse ido para enviarle a la Iglesia al Espíritu Santo (cf. San Juan XVI, 7) a prepararle entre tanto un lugar en la Jerusalén celestial (cf. San Juan XIV, 2; San Lucas XIX, 12), hasta que vuelva para tomarla con Él (cf. San Juan XIV, 3 y 18).
Con esta dichosa esperanza (cf. Tito II, 13) la Iglesia afronta la noche que va a seguir (cf. Cantar de los Cantares Capítulo III), o sea, el tiempo presente, que San Pablo llama “siglo malo” (Gálatas I, 4), y “tiempos difíciles” (2 Timoteo III, 1).
En la Oración Colecta de la Santa Misa del Domingo V después de Pentecostés, que conmemoramos hoy, le pedimos a Dios por su Segunda Venida, usando los términos: “los bienes invisibles” para los que le aman, los que aman su venida, y también le pedimos que infunda en nuestros corazones el fuego de su amor a fin de que amándole en todo y sobre todo consigamos un día esos bienes prometidos, que son superiores a todo deseo.
No hay otra cosa más grande que podamos desear. Pensar en que el mundo deba continuar así como está es inútil; no se compara para nada con la venida de Nuestro Señor Jesucristo y su Reino sobre la tierra. Y para esto San Juan tiene que venir primero; lo estamos esperando y le debemos pedir a Dios que lo envíe pronto, para que se presente a la Iglesia, a los “llamados a ser herederos de la bendición” (1 Pedro III, 8), según la Epístola del Domingo.
“Y María dijo: ‘Glorifica mi alma al Señor’” (San Lucas I, 46). Expresó los sentimientos más íntimos de su ser, el alborozo de la enamorada feliz de sentirse amada, que ese gran Dios puso los ojos en Ella, y que, por esa grandeza que Él hizo en Ella, la felicitarán todas las generaciones.
Nada pudo ser más grato al divino Amante, ni más comprensivo de parte de la que se sabe amada, que pregonar así el éxtasis de la felicidad que siente al verse elegida, porque esa confesión ingenua de su gozo es lo que más puede agradar y recompensar al magnánimo Corazón de Dios.
El amor es un bien incomparable —como que es Dios mismo (cf. 1 Juan IV, 16)— y no podría, por tanto, concebirse ningún bien mayor que éste. De ahí que el Magnificat de María sea la lección más alta que un alma puede recibir sobre el modo de corresponder al amor de Dios. Y no es otro el sentido del Salmo que nos dice: “Deléitate en el Señor y te dará cuanto desee tu corazón” (Salmo 36, 4).
Ojalá tuviésemos un poco de ardiente deseo de devolver a Dios amor por amor, que nos hiciese inclinarnos hacia el amor que Él nos prodiga, en vez de volverle la espalda con indiferencia, como solemos hacer a fuerza de mirarlo, con ojos carnales, como a un gendarme con el cual no es posible deleitarse en esta vida.
Amén.
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Visitación de la Santísima Virgen María – 2023-07-02 – Cantar de los Cantares II, 8-14 – San Lucas I, 39-47 – Conmemoración del Dom V post Pent – 1 Pedro III, 8-15 – San Mateo V, 20-24 – Padre Edgar Díaz