sábado, 8 de julio de 2023

La tierna compasión de Jesús - Padre Edgar Díaz


Giovanni Lanfranco - 1582-1647

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Cuando Jesús reapareció sobre las riberas del lago de Tiberíades, muy pronto lo rodearon grandes multitudes: “Y vinieron a Él turbas numerosas, llevando cojos, lisiados, ciegos, mudos y muchos otros, y los pusieron a sus pies, y Él los sanó” (San Mateo XV, 30).

Una palabra de Jesús nos indica que esto duró varios días. Llamando a sus discípulos les dijo: “Me causa compasión esta muchedumbre porque hace ya tres días que perseveran en mi compañía y no tienen qué comer y no quiero despedirlos en ayunas no sea que desfallezcan en el camino” (San Mateo XV, 32; San Marcos VIII, 1).

Fue Jesús quien se preocupó primero y en tomar la iniciativa a fin de impedir a toda esta multitud que sufriese de hambre por su causa. Se dice explícitamente que su tierna compasión fue el móvil del prodigio que iba a cumplir (cf. San Mateo XIV, 14; San Marcos VI, 34; San Mateo XV, 32; San Marcos VIII, 2).

Cuando manifestó su intención de alimentar a la multitud que los rodeaba los Apóstoles quedaron tan perplejos como si no hubiesen asistido hacía poco a una escena análoga (la primera multiplicación de los panes, que había sucedido unos meses atrás): “¿Cómo será posible aquí en un desierto saciarlos de pan?”, exclamaron (San Marcos VIII, 4).

Jesús, sin tomar en cuenta esta respuesta en la que brillaba tan poca fe, respondió: “‘¿Cuántos panes tenéis?’ ‘Siete, le contestaron; y algunos pececillos’” (San Mateo XV, 34).

Entonces mandó Jesús a la gente que se sentaran en tierra y tomando los siete panes, dando gracias los partió y se los dio a sus discípulos para que los distribuyesen entre la gente y se los repartieron. Tenían además unos pocos pececillos los bendijo también y mandó a distribuírselos (cf. San Marcos VIII, 6-7).

Incluso aquí los Evangelistas mencionan algunas circunstancias que ponen de manifiesto la magnitud del milagro: todos los asistentes comieron hasta quedar saciados. Con los sobrantes se llenaron siete canastos; los que comieron eran alrededor de cuatro mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, cuyo número era sin duda considerable.

Posteriormente, en la Última Cena, con el mismo sentimiento de compasión hacia los pecadores, Jesús instituyó la Eucaristía, de la cual la multiplicación de los panes había sido figura. En la Eucaristía Jesús se quedó con nosotros, pues su presencia en Ella es real.

El Catecismo de Trento enseña: En las Sagradas Escrituras muy terminantemente afirmó el Salvador la verdadera existencia de su Cuerpo en el Sacramento por las siguientes palabras: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre” (cf. San Mateo XXVI, 26; San Marcos XIV, 22; San Lucas XXII, 19).

También lo afirma solemnemente San Pablo en su primera Epístola a los Corintios: “El cáliz de bendición que consagramos, ¿no es la comunión de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la participación del Cuerpo del Señor?” (1 Corintios X, 16). 

Y por eso amenaza con graves palabras a quien “no hace el debido discernimiento del Cuerpo del Señor” (1 Corintios XI, 28-29), esto es, quien no distingue este Sacramento de cualquier otro género de alimento.

También lo testimonia el Magisterio de la Iglesia. Por dos vías podemos llegar al conocimiento del juicio de la Iglesia sobre este punto:

Consultando a los Santos Padres, que son los testigos más autorizados de la doctrina de la Iglesia, todos ellos han enseñado claramente la verdad de este dogma: San Ambrosio afirma que en este Sacramento se recibe el Cuerpo de Cristo, y que antes de la consagración hay allí pan, pero después de ella está allí la carne de Cristo; San Juan Crisóstomo enseña lo mismo en sus homilías; San Cirilo afirma tan claramente que la verdadera carne del Señor está en este Sacramento, que ninguna interpretación sofística puede disminuir la fuerza de sus palabras. Fácil sería añadir los testimonios de San Agustín, San Dionisio, San Hilario, San Justino, San Ireneo, San Jerónimo, San Juan Damasceno y otros muchos. 

También podemos llegar al conocimiento del juicio de la Iglesia sobre este punto por la condenación de la doctrina contraria. La Iglesia condenó la herejía de Berengario, que se atrevió a negar dicha verdad en el siglo XI, en cuatro concilios: el de Vercelli, el de Tours, y dos de Roma (Dz. 355.); y tal condenación fue posteriormente renovada por varios Sumos Pontífices, y por los concilios de Letrán IV, de Florencia y de Trento.

Finalmente, la creencia de este dogma se encuentra incluida en los demás artículos del Credo; pues si profesamos la omnipotencia de Dios, debemos igualmente creer que Dios tiene el poder para realizar esta obra admirable; y porque al creer en la Santa Iglesia, creemos también lo que Ella cree y enseña.

Gran dignidad tiene la Iglesia al contemplar este misterio. La Sagrada Eucaristía hace comprender la perfección de la Ley evangélica, que posee en la realidad lo que la Ley mosaica solo poseyó en figuras y sombras. 

La Iglesia militante se encuentra así en posesión del mismo Cristo, Dios y Hombre, que posee la Iglesia triunfante, con la sola diferencia de que Cristo no es aún visto por nosotros, sino venerado bajo los velos eucarísticos, mientras que en el cielo se goza ya de su feliz visión. Además, los fieles participan por este sacramento del amor de Cristo, que quiso vivir con nosotros sin apartar de nosotros la naturaleza que de nosotros había tomado (cf. Proverbios VIII, 31).

En este sacramento se contiene no solo el verdadero cuerpo de Cristo, y cuanto pertenece a su cuerpo, como los huesos y nervios, sino también a todo Cristo, esto es, no solo en cuanto hombre, sino también en cuanto Dios, ya que en Cristo la naturaleza humana estaba unida a la divina en unión de hipóstasis o persona. 

Esta presencia de Cristo entero se verifica, no solo en cada especie (es decir, en el pan y en el vino), sino también en cualquier partícula de ambas especies. Sin embargo no todas las cosas están presentes por una misma razón: pues el cuerpo y la sangre están presentes, uno bajo las especies de pan, y otro bajo las especies de vino, en virtud de las palabras de la consagración; el cuerpo está presente en la sangre, y la sangre en el cuerpo, y en ambas el alma y la divinidad, en virtud de la concomitancia (la presencia de ambas cosas al mismo tiempo), porque Cristo, al estar ya glorificado, no puede sufrir separación alguna en sus partes.

Aunque Cristo ya no puede sufrir separación física de sus partes, se hacen dos consagraciones en la Eucaristía: para expresar mejor la pasión del Señor, por la separación sacramental de la sangre y el cuerpo; y para mostrar que es alimento completo del alma, comida y bebida.

Sin la Eucaristía desfallecemos en el camino, así como la turba que le seguía y que hacía tres días que estaban con Él muertos de hambre, y por lo cual Jesús hizo el milagro de la multiplicación de los panes, podrían haber desfallecido. ¡No recibir la Eucaristía en condiciones! ¡Qué desgracia!

El cisma de oriente (lo que luego comenzó a llamarse “los cristianos ortodoxos”) tiene como antecedente, además de otros, una relación con la Eucaristía, por dos hechos significativos.

El primero de ellos ocurrió en el año 858 y se conoce como el cisma de Focio. El emperador bizantino depuso al Patriarca de Constantinopla San Ignacio por haberle negado públicamente la comunión a su tío por vivir en concubinato: “No te es lícito tener la mujer de tu hermano” (San Marcos VIII, 6), y puso en su lugar a un laico de nombre Focio. 

El Papa excomulgó al emperador y a Focio y esto significó una ruptura con Roma: el legítimo Patriarca que había sido depuesto por el emperador reaccionó en contra de Roma y excomulgó al Papa Nicolás I y le depuso teóricamente de la Silla de Pedro. Así comenzó el cisma que sería definitivo en el año 1054.

El segundo hecho significativo relacionado con la Eucaristía es la acusación que estos cismáticos le presentaron a la Iglesia de Roma: estar influenciada de herejía judaizante por el uso de pan ácimo, en vez de adoptar el rito griego, que en la confección de la Eucaristía usa pan con levadura, como ellos pretendían.

En realidad, la Iglesia Católica usa pan ácimo porque Jesucristo instituyó la Eucaristía con pan ácimo, cuya fiesta que se celebraba al día siguiente de la Fiesta de la Pascua. 

Un problema más grave aún, que nos toca muy de cerca, es la Santa Misa celebrada por verdaderos sacerdotes estando en comunión con los herejes, los falsos Papas del Vaticano II. Esto ocurre cuando un sacerdote, válidamente consagrado, menciona el nombre del supuesto Papa, que es un hereje, en el Canon de la Misa, cuando dice: “Una cum …”, lo cual refiere a estar en comunión con quien se nombra. Esto es como si el sacerdote le escupiera a la cara a Nuestro Señor Jesucristo. 

Éste es un problema muy grave, tanto para el sacerdote, como para los fieles que participan de esa Misa. San Pablo dice: “no alabo que vuestras reuniones no sean para bien sino para daño vuestro … porque hay escisiones entre vosotros” (1 Corintios XI, 17-18), escisiones por estar en comunión con los herejes.

Otro problema que encontramos hoy en torno a la Eucaristía es la de aquellos fieles que se niegan a ir a Misa por sostener que un sacerdote verdadero no tiene jurisdicción (el permiso) para celebrarla por no haber Papa.

Primero hay que decir que en la Iglesia sigue habiendo obispos válidamente consagrados y sacerdotes válidamente ordenados por estos obispos, aun cuando no haya Papa.

Un obispo válidamente ordenado siempre tendrá el poder de ordenar sacerdotes y consagrar obispos, y, aunque sea hereje, o lo que sea, si cumple el rito sacramental establecido por la Iglesia ordenará válidamente sacerdotes y consagrará válidamente a un obispo. 

Por lo tanto aunque uno o mil Papas verdaderos lanzaran una multitud de documentos prohibiendo consagrar obispo sin su permiso, el obispo válido, si sigue el rito católico perfectamente siempre consagrará obispos y sacerdotes válidos. Y como sacerdote tiene siempre el poder de celebrar los sacramentos válidamente.

El problema viene por otra parte y esto es, sobre la licitud o no de hacerlo. Es una grave y gran maldad confundir a propósito ilícito o sacrílego con inválido.

En los tiempos apocalípticos que estamos viviendo no solamente es lícito consagrar obispos y ordenar sacerdotes, y que estos celebren la Santa Misa, y distribuyan la Eucaristía, aun cuando no haya Papa, sino que es obligatorio, pues tiene que haber sacramentos hasta que el Señor vuelva: “Cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga” (1 Corintios XI, 26).

De esta verdad de las Sagradas Escrituras, proviene la total licitud y obligatoriedad de la consagración de obispos y la ordenación de sacerdotes, y la confección del Sacramento por parte de ellos. Sería una locura afirmar que en los tiempos del anticristo, cuando más fuerza y gracia necesitamos para combatir, nuestro Señor Jesucristo nos dejase sin sacramentos. Sería una locura. 

Por lo tanto, quien afirme que hoy no hay sacerdotes ni sacramentos válidos está diciendo una gran herejía pues está contradiciendo la teología sacramental de la Iglesia Católica. Se está convirtiendo, por consiguiente, en un horrible hereje formal y material.

El mandato de ir a Misa todos los domingos y fiestas de guardar, entonces, sigue siendo válido, en caso de que se tenga acceso a un sacerdote verdadero y que no está en comunión con los herejes. Los documentos de la Iglesia mandan ir a Misa todos los domingos y fiestas de guardar ¿por qué no lo cumplen?

Argumentan que sin los sacramentos se puede mantener la fe y se puede uno salvar. Dios no manda imposibles y al que no tiene un sacerdote verdadero en sus cercanías, Dios le da la gracia por otros caminos, como rezar el Santo Rosario, y hacer el esfuerzo de alejarse de todo peligro para su alma, e intentar cumplir a rajatabla los mandamientos del Señor. Lógicamente, este fiel va a recibir las gracias que necesita para su salvación pues él no tiene dónde acudir para recibir los santos sacramentos.

Pero si tiene algún sacerdote verdadero al que puede acudir y no lo hace, es lógico que no va a recibir la gracia de su salvación de ningún sitio. Es de sentido común. Dios no pide imposibles; da su gracia a quien no tiene sacerdote, pero al mismo tiempo niega su santa gracia a quien por capricho y soberbia no acuda al sacerdote verdadero a recibir los sacramentos.

La persona que muere sin recibir los sacramentos porque no los quiere recibir, ha de saber que para salvarse tiene que lograr hacer un acto de contrición perfecta, y eso sin una gracia especialísima de Dios es imposible hacerlo; debemos notar que sin ese acto de contrición perfecto los pecados no se perdonan y es lógico que una persona que no ha hecho lo posible por recibir los sacramentos, a la hora de su muerte, por supuesto, no va a tener esa sublime gracia. 

El no acudir a los sacramentos pudiendo hacerlo va haciendo que poco a poco el espíritu vaya decayendo y que la fe se vaya enfriando y lo recién dicho hará que tal persona se vaya deslizando hacia el pecado pues al rehusar la gracia es imposible vivir cerca de Dios.

Esto les ocurrirá a quienes rechazan la gracia, pero jamás le podrá ocurrir a quien desea los sacramentos pero para su desgracia no los tiene. A ese tal, si lleva una vida recta y cumple con Dios, Dios nuestro Señor le dará la gracia y, a la hora de su muerte, ese deseo de confesar y recibir la santa extremaunción hará que su acto de contrición sea perfecto y se podrá salvar, pues Dios no pide imposibles.

Mucho cuidado con no acudir a un sacerdote verdadero por intereses personales y comodidad. Se está a tiempo de rectificar, y eso es lo que deseamos porque después no habrá tiempo. Dice San Agustín: “Dios es bueno con los buenos, y malo con los malos; no es bueno con los malos, y no es malo con los buenos; es justo”.

En el Ofertorio de la Misa hodierna le pedimos a Dios con temor y temblor, tomando las palabras del Salmo 16 [17]: “Afianza mis pasos hacia tus caminos, para que no resbalen mis pies; préstame atención, y oye mis súplicas; haz brillar tus misericordias, ya que salvas a los que esperan en Ti, oh, Señor”.

¡Que no resbalen mis pies! A quien es fiel a Dios, Dios le “ensancha el camino a sus pasos, y sus pies no flaquean” (Salmo 17 [18], 37). Sus pies no resbalan. 

Si sus pies no resbalan, llegará a ver el rostro del Señor: “Yo, empero, con la justicia tuya llegaré a ver tu rostro; me saciaré al despertarme, con tu gloria” (Salmo 16 [17], 15).

Santo Tomás de Aquino concluye su himno Pange Lingua, la Secuencia de la Fiesta del Corpus Christi, pidiendo igualmente a Jesús: “que, viendo revelada tu faz, sea yo feliz al contemplar tu gloria”. Así David consiente en no ser feliz hasta ver el rostro de Jesús. 

Desprecia esos bienes que a veces son prodigados a los hombres mundanos que confían en este siglo enemigo de Dios: “Líbrame de estos hombres mundanos, cuya porción es esta vida, y cuyo vientre Tú llenas con tus dádivas” (Salmo 16 [17], 14). Es como si le dijera a Cristo: no son tus dones lo que yo deseo, eres Tú (cf. Salmo 26 [27], 8). 

Como David, todos los que amamos a Jesús seremos saciados cuando aparezca en su gloria triunfante (cf. Apocalipsis XIX, 11 ss.; XXII, 12; 1 Tesalonicenses IV, 16-17; San Marcos IX, 1). Según el Catecismo del Concilio de Trento, debemos anhelarlo como los Patriarcas suspiraban por la primera venida. 

Digámosle, pues, constantemente la oración con que termina toda la Biblia y que es como su coronamiento y su fruto: “¡Ven, oh, Señor Jesús!” (Apocalipsis XXII, 20; cf. Isaías 64, 1).

Amén.

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Domingo VI post Pent – 2023-07-09 – Romanos VI, 3-11 – San Marcos VIII, 1-9 – Padre Edgar Díaz