sábado, 15 de julio de 2023

Los falsos profetas - Padre Edgar Díaz

Nuestro Señor Jesucristo

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En la “Plegaria por la Iglesia”, en el comienzo del Canon de la Santa Misa, el sacerdote reza en comunión con el Papa (el problema que hay aquí con las misas “Una cum” es estar en comunión con los herejes al nombrarlo, uno de ellos Juan XXIII, quien firmó contrato con los comunistas de Moscú), también en comunión con el Obispo del lugar (que si está en comunión con el supuesto Papa también es un hereje), “y todos los que profesan la verdadera fe católica y apostólica”. Así termina la “Plegaria por la Iglesia”.

Además de estar en comunión con el Papa y el Obispo del lugar, el sacerdote que celebra la Santa Misa está también en comunión con todos los verdaderos sacerdotes y con todos los verdaderos fieles que profesan la fe católica “íntegramente”.

Los que profesan la fe católica íntegra son los que profesan la fe recibida de los Apóstoles. Los demás no cuentan como hijos fieles de la Iglesia. No se puede, en efecto, creer y practicar lo que a uno le parece, sino solamente lo que la verdadera Iglesia enseña y manda. Solo a este precio se vive en comunión con Ella y se goza de sus bienes: “también los diáconos tienen que ser hombres honestos, sin doblez en su lengua… que guarden el misterio de la fe en una conciencia pura” (1 Timoteo III, 8-9).

Es por esta razón que podríamos calificar como “falso profeta” a todo aquel que no profese y practique la fe católica en su integridad. No solamente son “falsos profetas” los herejes, sino también aquellos que eligen a sabiendas qué parte de la fe es conveniente tratar y qué parte no.

Monseñor Straubinger nos dice que Nuestro Señor nos habilita para poder reconocer a los falsos profetas, pues, no podríamos de otra manera aprovecharnos de la advertencia que nos da el Señor.

Esta capacidad depende de nuestra fe, por medio de la cual, podemos esperar y confiar en su infinita providencia. Es esencial para nuestra salvación creer en la fe íntegra de Nuestra Santa Iglesia Católica y los falsos profetas son quienes se oponen a esto: “el Espíritu dice claramente que en posteriores tiempos habrá quienes apostatarán de la fe, prestando oídos a espíritus de engaño y a doctrinas de demonios ensañadas por hipócritas impostores” (1 Timoteo IV, 1-2)

Enseña San Juan Crisóstomo: “La fe no consiste solo en profesarla, sino en obrarla. Cree, en Cristo el que confiesa en la forma que Él enseña, y el que no lo hiciere así no cree en Él. Si vive como Cristo manda, cree en Él, y de lo contrario no”.

“Creer a Cristo es obedecer a Cristo, y el que no le confiesa o no vive conforme a su doctrina, ni le oye ni le cree, y por eso no entrarán en el Reino de los Cielos, sino que muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre” (San Mateo VII, 22).

“¿En qué día? —se pregunta San Juan Crisóstomo. 

“Cuando venga en su majestad y separe a unos de otros como el pastor a su rebaño; cuando ya nadie se atreva a defenderse ni a contradecir la verdad con griterío de discursos y mentiras, porque entonces ya no se desea la gloria del mundo, sino que se teme la llama y el castigo del juicio”.

“En tal día—continúa Crisóstomo—en que no hablan los labios ni se esconden las obras como en este tiempo, sino que hablan las obras y los labios callan; cuando no se pregunta a las personas sin ver su conciencia, sino que se examinan las conciencias y son confundidas las personas, según San Pablo: “Siendo testigos sus conciencias y las sentencias” (Romanos II, 15).

“En aquel día en que nadie excusa a los pecadores, sino que todos se acusan entre sí; en que nadie se atreve a intervenir en favor ajeno, sino que todos temen, porque en aquel juicio no servirán de testigos los hombres fáciles a la adulación, ni los ángeles veraces nos juzgarán aceptando a las personas, sino que Dios justo “dará a cada uno según sus obras” (Romanos II, 6).

“¡Qué exactamente expresa la voz y angustia de los hombres aterrorizados que dicen “¡Señor, Señor!” No basta decir una vez “¡Señor!”, cuando el temor aprieta. “Acaso no profetizamos en tu nombre?”

Finaliza San Juan Crisóstomo: “Dicen en tu Nombre, y no en tu Espíritu, porque muchos son los que andan en el Nombre de Cristo para engañar, pero sin su Espíritu”. 

Considera el Crisóstomo que esto será “cuando el Señor venga en su majestad” (cf. San Marcos XIII, 26; San Lucas XXI, 27), es decir, en su Parusía. Y también enseña el santo que en la expresión “Señor, Señor…” (San Mateo VII, 21) no se refiere Jesús a los gentiles y judíos, sino a los falsos predicadores.

Enseña el Catecismo de Trento: “[Los predicadores tienen que] sacar lo que deben predicar de la Escritura y de la Tradición, en las cuales se contiene la Revelación de Dios, ocupándose continuamente en su estudio y meditación (cf. 1 Timoteo IV, 13)”. Un falso predicador sería, entonces, aquel que no se ajuste a esta norma: la Escritura, y la Tradición.

En otra parte, el Catecismo de Trento se pregunta cuántas son las venidas de Nuestro Señor Jesucristo. Y responde:

Dos son las venidas de Cristo, atestiguadas por la Escritura: 

“En primer lugar, cuando por nuestra salvación tomó carne mortal en el vientre de la Virgen María y se hizo hombre. Y en segundo lugar, cuando al fin del mundo venga a juzgar a todos los hombres: “Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo” (Romanos XIV, 10; 2 Corintios V, 10). Esta segunda venida es llamada comúnmente en las Escrituras “día del Señor” (1 Tesalonicenses V, 2), y su hora nadie la conoce (cf. San Mateo XXIV, 36; San Marcos XIII, 32)”.

“Toda la sagrada Escritura está llena de testimonios que a cada paso se ofrecerán a los Párrocos, no solamente para confirmar esta venida sino aún también para ponerla bien patente a la consideración de los fieles; para que así como aquel día del Señor en que tomó carne humana, fue muy deseado de todos los justos de la ley antigua desde el principio del mundo, porque en aquel misterio tenían puesta toda la esperanza de su libertad, así también después de la muerte del Hijo de Dios y su Ascensión al cielo, deseemos nosotros con vehementísimo anhelo el otro día del Señor ‘esperando el premio eterno, y la gloriosa venida del gran Dios’ (Tito II, 13)”.

Uno de los más claros testimonios sobre la Parusía del Señor se encuentra en la Segunda Carta de San Pablo a Timoteo. Este texto es la Epístola que se lee en la Santa Misa del Común de Doctores de la Iglesia:

“Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, el cual juzgará a vivos y muertos, tanto en su aparición como en su reino… porque vendrá el tiempo en que no soportarán más la sana doctrina, pero con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias” (2 Timoteo IV, 1.3).

Éste es el Juez de vivos y muertos (cf. 1 Pedro IV, 5; Hechos de los Apóstoles X, 42), es decir, no de justos y pecadores, sino de los hombres que estarán aún vivos en el día de su venida y de los que habrán muerto. Ésta es la fórmula que entró en el Símbolo de los Apóstoles.

Continúa San Pablo describiendo: “Apartarán de la verdad el oído, pero se volverán a las fábulas” (2 Timoteo IV, 4), como consecuencia de las malas doctrinas de los falsos predicadores.

Por eso, San Pablo exhorta a Timoteo: “Predica la Palabra, insta a tiempo y a destiempo, reprende, censura, exhorta con toda longanimidad y doctrina” (2 Timoteo IV, 2), como buen pastor.

A propósito, en su Encíclica Divino Afflante Spiritu, el Papa Pío XII exhorta a los sacerdotes: “después de haber investigado ellos por sí con diligente estudio las Sagradas Páginas, y haberlas hecho suyas en la oración y la meditación, tomen diligentemente en sus sermones, homilías y exhortaciones las riquezas celestiales de la Palabra divina, confirmen la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los Libros Sagrados e ilústrenla con los preclaros ejemplos de la Historia Sagrada y especialmente del Evangelio de Cristo Nuestro Señor”. La Historia Sagrada nos enseña que desde los primeros tiempos la Iglesia esperaba ardientemente la venida de Nuestro Señor.

Como San Pablo, San Juan denuncia también a los falsos predicadores en su Segunda Carta: “Porque han salido al mundo muchos impostores, que no confiesan que Jesucristo viene en carne. En esto se conoce al seductor y al Anticristo” (2 Juan 7). Es terrible; San Juan está hablando de los últimos tiempos porque nombra al Anticristo y llama impostores a quienes no confiesan que Jesucristo viene en carne.

Para ello nos habilita Jesús a fin de reconocerlos, pues sin ello no podríamos aprovechar de su advertencia: “Guardaos de los falsos profetas” (San Mateo VII, 15). Durante los críticos momentos que estamos viviendo, ante la proximidad de la Parusía, los falsos profetas insistirán más aún en silenciar el tema.

Como San Pablo (cf. 2 Tesalonicenses II, 3), así también San Juan habla del anunciado fenómeno diabólico del Anticristo (cf. San Juan IV, 3; 2 Juan 7; Santiago V, 3; Judas 18), en que el odio a Cristo y la falsificación del Mismo por su imitación aparente (cf. 2 Tesalonicenses II, 9 s.) tomará su forma corpórea quizá en un hombre, aunque sea el exponente de todo un movimiento. 

Sus precursores son los falsos doctores y falsos cristianos, porque “de entre nosotros” (1 Juan II, 19) “han salido al mundo” (1 Juan IV, 1; V, 16), pero no en forma visible sino espiritualmente, mientras pretenden conservar la posición ortodoxa.

Es lo que San Pablo llama “el misterio de la iniquidad” que obra en este tiempo (cf. 2 Tesalonicenses II, 6) en que la cizaña está mezclada con el trigo. Tal es el “siglo malo” en que vivimos (Gálatas I, 4) bajo la seducción de Satanás, príncipe de este mundo, esperando a nuestro Libertador Jesús.

Jesucristo vendrá en carne; es decir, será su presencia real; y no la presencia sacramental en la Eucaristía, o en Espíritu; viene en carne, es decir, viene a poner orden ya como Rey, pues el caos en que se encuentra y se encontrará aún más el mundo no lo resuelve sino la venida de Nuestro Señor (guerra nuclear a punto de estallar, carnes sintéticas en vez de naturales, creación de seres humanos totalmente en laboratorios, etc.).

Hay dos oraciones de Pío XII las cuales implican que Nuestro Señor viene a reinar sobre la tierra:

Amabilísimo Señor Nuestro Jesucristo, que al precio de vuestra preciosísima Sangre habéis redimido al mundo; volved misericordioso la mirada al pobre género humano, que en proporción tan crecida yace aún sumergido en las tinieblas del error y en las sombras de la muerte, y haced que sobre ellas resplandezca con toda claridad la luz de la verdad. Multiplicad, Señor, los apóstoles de vuestro Evangelio; enfervorizad, fecundad, bendecid con vuestra gracia su celo y sus fatigas, a fin de que, por su medio, todos los infieles os conozcan y se conviertan a Vos, su Creador y Redentor. Llamad con insistencia a las ovejas errantes a vuestro aprisco, y a los rebeldes, para que entren en el seno de vuestra Iglesia, única verdadera. Apresurad, amabilísimo Salvador, el deseado advenimiento de vuestro reino en la tierra: atraed a vuestro dulcísimo Corazón a todos los hombres, para que todos puedan participar de los beneficios incomparables de vuestra Redención en la felicidad eterna de la gloria. Amén.

Y en la oración del Apóstol Seglar, escrita con ocasión del Primer Congreso Mundial del Apostolado Seglar y leída por el Papa mismo el 14 de Octubre de 1951:

¡Oh, Jesús, Señor nuestro, que nos habéis llamado al honor de aportar nuestra humilde contribución a la obra del apostolado jerárquico! Vos, que habéis rogado al Padre celeste, no que nos saque del mundo, sino que nos preserve del mal, concedednos en abundancia vuestra luz y vuestra gracia para vencer en nosotros mismos el espíritu de las tinieblas y del pecado, a fin de que—conscientes de nuestros deberes, perseverando en el bien e inflamados del celo por vuestra causa—con la fuerza del ejemplo, de la oración, de la acción y de la vida sobrenatural; nos hagamos cada día más dignos de nuestra santa misión, más aptos para establecer y promover entre los hombres, nuestros hermanos, vuestro reino de justicia, de paz y de amor.

Contrariamente, hoy estamos sometidos bajo un régimen de injusticia, de guerra y de odio. Las últimas palabras de la oración implican que el reino de justicia, paz y amor no ha tenido lugar aún sobre la tierra.

Y para denunciar a quien mantenga lo contrario, San Pablo dice a los cristianos y sacerdotes de la Iglesia de Éfeso: “Vendrán sobre vosotros lobos voraces … de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñen cosas perversas para arrastrar en pos de sí a los discípulos” (Hechos de los Apóstoles XX, 29-30).

Lobos con piel de oveja (cf. San Mateo VII, 15), es decir, que están dentro del rebaño y se disfrazan de Cristo (cf. 2 Corintios XI, 12 ss.), teniendo apariencia de piedad (cf. 2 Timoteo III, 5).

Lo mismo dice San Juan de los anticristos (cf. 1 Juan II, 19). Su característica es el éxito personal y el buscar la propia gloria, que es, como dice San Jerónimo, la capa del anticristo: “Quien habla por su propia cuenta, busca su propia gloria; pero quien busca la gloria del que lo envió, ese es veraz, y no hay en él injusticia” (San Juan VII, 18).

Quien se olvida de sí mismo para defender la causa que se le ha encomendado, está demostrando con eso su sinceridad: “Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, ¡a ése lo recibiréis!” (San Juan V, 43).

Los falsos profetas se anuncian a sí mismos y son admirados sin más credenciales que su propia suficiencia. ¡Pensar que éste es tal vez el más acariciado deseo de los hombres en general, y que el mundo considera muy legítima, y aún noble, esa sed de gloria! Vemos así cuán opuesto es el criterio del mundo a la luz de Cristo. Cristo, en cambio, desafiando las iras de la Sinagoga, ponía en guardia al pueblo contra sus malos pastores.

Jesús promete la luz a todo aquel que busca la verdad para conformar a ella su vida (cf. 1 Juan I, 5-7). Quien lo escuche no podrá resistirle, porque “jamás hombre alguno habló como Éste” (San Juan VII, 46).

El ánimo doble, en cambio, en vano intentará buscar la Verdad divina en otras fuentes, pues su falta de rectitud cierra la entrada al Espíritu Santo, único que puede hacernos penetrar en el misterio de Dios (cf. 1 Corintios II, 10 ss.).

¡Salteadores de almas! Se apoderan de ellas y, en vez de darles el pasto de las Palabras reveladas para que tengan vida divina, las dejan “esquilmadas y abatidas” (San Mateo IX, 36) y “se apacientan a sí mismos” (cf. San Juan XXI, 15 ss; Ezequiel XXXIV, 2 ss.; Zacarías XI, 5).

Las almas fieles no pueden desviarse: Jesús las va conduciendo y se hace oír por ella en el Evangelio y por su Espíritu, aún a pesar de los falsos predicadores. Él es la puerta abierta que nadie puede cerrar para aquellos que custodian su Palabra y no niegan su Nombre (cf. Apocalipsis III, 8).

Que podamos decir junto con San Pablo: “En adelante me está reservada la corona de la justicia, que me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día, y no solo a mí sino a todos los que hayan amado su venida” (2 Timoteo IV, 8).

¡Amar su venida! Cada uno de nosotros puede examinar su corazón a ver si en verdad tiene este amor, con el cual debemos esperar a nuestro Salvador hora por hora, según la expresión de San Clemente Romano, o si tiene la triste idea de que Él vendrá como un verdugo.

¡Amar su venida implica conocer, profundizar y hablar sobre su venida!

¡Ven, Señor Jesús!

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Dom VII post Pent – 2023-07-16 – Romanos VI, 19-23 – San Mateo VII, 15-21 – Padre Edgar Díaz