sábado, 22 de julio de 2023

El administrador inicuo - Padre Edgar Díaz


El administrador inicuo

*

Los hijos de la luz son los hijos del reino de Dios. Los hijos del siglo, en cambio, son los hijos de este mundo que no quieren oír de Dios, porque son enemigos de Dios, y se empeñan en serlo: “Los hijos del siglo, en sus relaciones con los de su especie, son más listos que los hijos de la luz” (San Lucas XVI, 8).

Jesús no alaba a los hijos del siglo (o del mundo) por sus malas prácticas, sino por la habilidad que emplean en procurarse su existencia, aún a costa de medios ilícitos: el fraude, la usura, la mentira, etc. En esto los mundanos prosperan más que los hombres de conciencia por la sencilla razón de que no respetan medios.

Los hijos de la luz deberíamos imitar a los hijos del mundo, no en sus pecados, ciertamente, sino en la sagacidad en procurarnos los bienes del cielo así como estos se procuran las cosas de este mundo.

“Atesorad riquezas en el cielo” (San Mateo VI, 20), nos dice Jesús. Y no hemos de ser menos previsores en este respecto que los hijos del mundo lo son con respecto a las cosas mundanas. ¿Nos está incitando Jesús a usar medios ilícitos para ganar el cielo? No exactamente. 

No medios ilícitos sino sagacidad en saber aprovechar las oportunidades que Dios Padre Todopoderoso y Misericordioso nos extiende para salvar nuestra alma. Quien no lo haga es un tonto, que deja pasar lo que Dios le brinda, así como se dejan pasar las aguas de un río sin beber de ellas.

Entonces, hay que ser provisores para ganarse la salvación del alma, apoyándose ciertamente, en las gracias que Dios nos envía: “Velad; estad firmes en la fe; portaos varonilmente; confortaos” (1 Corintios XVI, 13). Velar y rezar; aceptar la divina voluntad de Dios cueste lo que cueste. Ayudar al prójimo de todo corazón. Arrepentirse de los pecados.

Somos ricos en iniquidad, por culpa propia, por nuestros pecados, y también por culpa de los pecados de los demás, que influyen directamente en nosotros. Estamos rodeados y cargados de iniquidad. 

Pues bien, aún las “riquezas de iniquidad” (San Lucas XVI, 9) deben ser utilizadas para alcanzar la salvación. Ofrecer a Dios nuestro sufrimiento, si es sufrido por amor a Dios. Poner nuestro corazón en “humillarse ante la poderosa mano de Dios para que Él nos ensalce a su tiempo” (1 Pedro V, 6).

En el Evangelio Nuestro Señor nos da el ejemplo de María Magdalena, quien por haberle sido perdonados muchos pecados amó mucho: “¿Cuál de ellos amará más a Dios? … Supongo que aquel a quien más ha perdonado” (San Lucas VII, 42-43), le contestó el fariseo a Jesús.

En procurarnos el perdón de nuestros pecados y en el cambio de vida debemos poner nuestro corazón: “Porque allí donde está tu tesoro, allí también está tu corazón” (San Mateo VI, 21), y quien tiene puesto su corazón en su tesoro no es necesario que lo fuercen a buscarlo.

Es de notar que el administrador no era un simple individuo ante el amo, sino alguien especial, en quien confiaba. Se puede ver en el administrador la figura del sacerdote, como mediador entre el amo, Dios, y los deudores, los fieles pecadores cargados de deudas. Como tal, fue acusado de dilapidar los bienes del amo, y por esto recibió el calificativo de “inicuo”. 

A este tal el amo le quitó la administración de sus bienes: “da cuenta de tu administración, porque ya no puedes ser mi administrador” (San Lucas XVI, 2), y se quedó en la calle. Podríamos dar como ejemplo aquel sacerdote que está en comunión con los herejes del Vaticano II, los supuestos Papas. 

Recibir la comunión sabiendo que tal sacerdote nombra en la Santa Misa a un hereje es hacerse cómplice de ese hereje. Tal sacerdote tendrá que dar duras cuentas a Dios, de cómo administró entre los fieles los bienes de su amo, porque por esa razón dejó de ser administrador del amo.

Sin embargo, el inicuo administrador se “granjeó amigos por medio de la inicua riqueza” (San Lucas XVI, 9), y pudo ser contado en las moradas eternas, así como también cualquiera de nosotros podría ser contado si usáramos nuestra inicua riqueza en granjearnos amigos.

Supo aprovecharse de sus pecados para ganarse con ellos la gracia de Dios. Supo arrepentirse, ofrecerlos, proponer cambiar de vida, ponerse de pie y caminar según Dios, todas gracias que Dios le brindó: “Quien no es fiel en la riqueza inicua, ¿quién nos confiará la verdadera?” (San Lucas XVI, 11).

Las liberalidades con que se salvó no fueron a costa de sus bienes propios sino a costa de los bienes de su amo, que es rico y bueno. No tenemos bienes propios con los cuales salvarnos, sino tan solo los de Dios:

“Dios es rico en misericordia por causa del grande amor suyo con que nos amó” (Efesios II, 4), guardándose de “colocar pesadas cargas sobre los hombros de los demás?” (San Mateo XXIII, 4), como hacían los hipócritas escribas y fariseos. Los bienes que Dios nos ofrece para salvarnos no son pesadas cargas, sino todo lo contrario.

En el Antiguo Testamento llamaban “carga” de Dios a las profecías de Jeremías porque no les agradaban:

“Cuando te preguntare este pueblo, o un profeta, o un sacerdote, diciendo: ‘¿Cuál es la carga de Dios?’ les responderás: La carga sois vosotros, y Yo os desecharé, dice Dios… Mas no digáis más ‘Carga de Dios’, pues la carga de cada cual será su propia palabra; ya que habéis pervertido las palabras del Dios vivo, Dios de los ejércitos, nuestro Dios” (Jeremías 23:33-36).

En el Nuevo Testamento algunos llaman “carga” de Dios a las profecías que hablan de la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, por la misma razón que llamaban “carga” a las profecías de Jeremías: no les agradan. Se insiste en una restauración de la Iglesia que podría llegar a resolver los problemas del hombre; pero esto sería resolverlos según el hombre, y no según el plan de Dios, que quiere enviarnos a su Hijo por segunda vez.

Es que “carga”, como dice Jeremías, somos nosotros mismos, y nuestra propia palabra, que no vale nada, que no es más que pecado, por haber pervertido las palabras del Dios vivo. Pervertimos las palabras de Dios cada vez que no consideramos principalmente su significado literal, sino una explicación alegórica o una acomodación que nos satisfaga.

Por eso, sin entrar en detalles de cuándo Dios desplegará su ira sobre toda la humanidad pecadora, sabemos que esto realmente ocurrirá. El Profeta Isaías describió la caída de Babilonia, que ocurrió en el año 538 antes de Cristo. Así como aquella ciudad fue destruida, así serán destruidos también los enemigos de Dios ante la aproximación de la Parusía de Nuestro Señor.

Babilonia “nunca jamás será habitada” (Isaías XIII, 20), es decir, no se volverá a encontrar en el mundo a los enemigos de Dios, que no se arrepienten de sus pecados. Isaías predijo la caída de la ciudad de Babilonia, y, en efecto, la maldición sobre esa ciudad perdura hasta hoy. Nadie ha osado reedificar la ciudad maldita; ni siquiera los nómadas levantan sus toldos sobre las ruinas de la misma:

“‘Carga’ contra Babilonia, que vio Isaías… He dado órdenes a mis consagrados; he llamado a mis valientes, para (ejecutar) mi ira; y ellos saltan de gozo por mi gloria. Se oye tumulto sobre los montes como tumulto de mucha gente; voces de alarma de reinos, de naciones reunidas… Vienen de tierra lejana, de los extremos del cielo; Dios y los instrumentos de su furor, para asolar a la tierra entera” (Isaías XIII, 1.3-5).

Además, Isaías también describe la destrucción que experimentará el mundo en el “Día de Dios”:

“¡Cercano está el Día de Dios! Vendrá como ruina, de parte del Todopoderoso. Por tanto, todos los brazos perderán su vigor, y todos los corazones de los hombres se derretirán. Temblarán; convulsiones y dolores se apoderarán de ellos; se lamentarán como mujer parturienta. Cada uno mirará con estupor a su vecino, sus rostros serán rostros de llamas. He aquí que ha llegado el día de Dios, el inexorable, con furor e ira ardiente, para convertir la tierra en desierto y exterminar en ella a los pecadores. Pues las estrellas del cielo y sus constelaciones no darán más su luz, el sol se oscurecerá al nacer, y la luna no hará resplandecer su luz. Entonces castigaré al mundo por su malicia, y a los impíos por su iniquidad; acabaré con la arrogancia de los soberbios y abatiré la altivez de los opresores…” (Isaías XIII, 6-11).

¿Quién podrá escapar de semejante ira? Nos envía Dios signos que son inconfundibles que vienen de su mano todopoderosa y nos sirven para nuestra salvación:

“Por tu propia boca te condeno, siervo malvado. ¿Pensabas que soy hombre duro, que saco lo que no puse, y siego lo que no sembré?” (San Lucas XIX, 22). Dios se indigna contra los que, pensando mal de su misericordia, no conciben palabras de Dios que no sean una carga, una amenaza o un pesado mandamiento, olvidando que toda la Sagrada Biblia es un inmenso mensaje de amor paternal:

“¿Por qué tentáis a Dios poniendo sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido soportar. Lejos de eso, creemos ser salvados por la gracia del Señor Jesús, y así también ellos” (Hechos de los Apóstoles XV, 10-11), dice San Pedro. Por lo tanto, en aquel día solo podrá escapar de la ira de Dios aquel que no haya pensado mal de Dios.

Al aproximase los últimos tiempos antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo los signos de Dios para llamar a los pecadores al arrepentimiento se van haciendo cada vez más patentes. A esta conclusión se puede llegar por las siguientes características de la “carga” de Dios:

Jesús nos habla de que antes de su Parusía habrá un aumento del engaño, aparecerán numerosos falsos Cristos, habrá rumores de guerra y guerras, y las naciones chocarán unas contra otras. Así como en las labores de parto los dolores aumentan en frecuencia e intensidad antes de llegar el momento de dar a luz, así también los signos de la inminente Parusía (cf. San Mateo XXIV, 5-8).

El hecho de que la intensidad y frecuencia de estos signos vayan en aumento, algo que ya se puede constatar, comprueba lo que Jesús dijo en el Evangelio. Es decir, son prueba de que vienen de Dios, de su misericordia, de su gracia, para llamar a los pecadores a la reflexión, ofreciendo a su vez el perdón de los pecados a través de su Único Hijo Jesucristo.

En el Antiguo Testamento Dios usó el clima extremo como una plaga. La séptima plaga en Egipto fue granizo. Mandó también el signo de la hambruna, que desoló la tierra en tiempos de José, el menor de los hijos de Israel. Y también la terrible inundación en tiempos de Noé.

En estos tiempos Dios se está manifestando nuevamente a través de fenómenos de clima extremos tales como intensas lluvias inundando grandes regiones, altas temperaturas nunca registradas anteriormente causando fuegos, quemando casas y bosques, que es lo que está sucediendo hoy en el hemisferio norte:

“Y cayó del cielo sobre los hombres granizo del tamaño de un talento; y los hombres blasfemaron de Dios por la plaga del granizo, porque esta plaga fue sobremanera grande” (Apocalipsis XVI, 21).

“Al sol fue dado abrasar a los hombres con su fuego. Y los hombres se abrasaron con grandes ardores, y blasfemaron del Nombre de Dios, que tiene poder sobre estas plagas; mas no se arrepintieron para darle gloria a Él” (Apocalipsis XVI, 8-9).

Justo antes de su Segunda Venida habrá condiciones extremas como signos enviados por Dios que indican que está por intervenir. De estos medios debemos servirnos para granjearnos amigos en las eternas moradas.

Job no entendía por qué le sucedían tantas cosas malas a él, pero sabía que Dios era bueno y seguía confiando en Él. Ésta debería ser nuestra actitud también ante estos signos. Somos pecadores: “Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Romanos III, 23).

Pero sabemos que este mundo no es para nosotros y que el hombre fue creado para una perspectiva eterna:

“Por lo cual no desfallecemos; antes bien, aunque nuestro hombre exterior vaya decayendo, el hombre interior se renueva de día en día. Porque nuestra tribulación momentánea y ligera va labrándonos un eterno peso de gloria cada vez más inmensamente; por donde no ponemos nosotros la mirada en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las que se ven son temporales, mas las que no se ven, eternas” (2 Corintios IV, 16-18).

“Pues ¿qué gloria es, si por vuestros pecados sois abofeteados y lo soportáis? Pero si padecéis por obrar bien y lo sufrís, esto es gracia delante de Dios. Para esto fuisteis llamados. Porque también Cristo padeció por vosotros dejándoos ejemplo para que sigáis sus pasos. ‘Él, que no hizo pecado, y en cuya boca no se halló engaño’; cuando lo ultrajaban no respondía con injurias y cuando padecía no amenazaba, sino que se encomendaba al justo Juez” (1 Pedro II, 20-23).

En los últimos días la moral de la sociedad es desastrosa: 

“Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles. Porque los hombres serán amadores de sí mismos y del dinero, jactanciosos, soberbios, maldicientes, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, inhumanos, desleales, calumniadores, incontinentes, despiadados, enemigos de todo lo bueno, traidores, temerarios, hinchados, amadores de los placeres más que de Dios. Tendrán ciertamente apariencia de piedad, mas negando lo que es su fuerza. A ésos apártalos de ti” (2 Timoteo III, 1-5).

Todo esto estamos ya viviendo y son, en consecuencia, signos inequívocos de la proximidad de la Parusía. Deseemos la venida de Jesús. Dios tiene un plan perfecto, quiere que el mayor número de personas se salven: “No es moroso el Señor en la promesa, antes bien —lo que algunos pretenden ser tardanza— tiene Él paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen al arrepentimiento” (2 Pedro III, 9).

Así debemos vivir mientras lo esperamos: 

“Mirad por vosotros mismos, no sea que vuestros corazones se carguen de glotonería y embriaguez, y con cuidados de esta vida, y que ese día no caiga sobre vosotros de improviso, como una red; porque vendrá sobre todos los habitantes de la tierra entera” (San Lucas XXI, 34-35).

Contaremos con la ayuda de Dios: 

“¿No lo sabes y nunca lo has oído? Dios es el Dios eterno, el Creador de los confines de la tierra, no se fatiga, ni se cansa; su sabiduría es insondable. Él da fuerzas al desfallecido y aumenta el vigor del que carece de fortaleza. Desfallecerán hasta los jóvenes, y se cansarán, y los mismos guerreros llegarán a vacilar. Pero los que esperan en Dios renovarán sus fuerzas; echarán a volar como águilas; correrán sin cansarse, caminarán sin desfallecer” (Isaías 40, 28-31).

San Pablo, quien consiguió del Señor la gracia de ser un fiel intérprete suyo, nos aconseja:

“El tiempo es corto; resta, pues, que los que tienen mujeres vivan como si no las tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que se regocijan, como si no se regocijasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que usan del mundo, como si no usasen, porque la apariencia de este mundo pasa” (1 Corintios VII, 29-31).

San Pablo está infiriendo que no debemos aficionarnos tanto a este mundo que lo creamos indispensable y lo consideremos nuestro cielo y que no debemos aspirar a más.

Dice San Bernardo que cuatro son los acreedores que nos exigen que paguemos nuestra deuda con una vida santa: Jesucristo, mis pecados, el cielo, y Dios Padre. Un acreedor es alguien que tiene el derecho a que se le satisfaga una deuda. Sin embargo, el Administrador Justo, Nuestro Señor Jesucristo, nos redujo ya la deuda, muriendo por nosotros en la cruz.

Por eso, Él es nuestro primer acreedor. En la Santa Misa, en el momento de la comunión del sacerdote, éste se pregunta, usando las palabras del Salmo: “¿Con qué corresponderé yo al Señor por todo cuanto Él me ha dado? Sumiré el Cáliz salutífero e invocaré el Nombre del Señor. Invocaré al Señor con cánticos de alabanza, y me pondré a salvo de mis enemigos”. Con la comunión bien recibida satisfacemos nuestras deudas.

El segundo acreedor son mis pecados. También ellos exigen que repare con una vida santa. Debemos, por lo tanto, hacer frutos dignos de penitencia y que recuerde en la amargura de mi alma mis años pasados. Y para esto, ¿quién es idóneo?

El tercer acreedor que tenemos es el cielo que esperamos. Esta futura vida también exige santidad de vida. Deseamos la felicidad eterna, y ésta exige santidad de vida, y no hay menor dureza que la verdad: “Cosas gloriosas se han dicho de ti, ciudad de Dios” (Salmo 86, 3).

Por último, el cuarto acreedor es Dios mismo, y me exige una vida santa. Todo se lo debemos a Él. Tiene el derecho de primacía sobre los otros tres acreedores. Él está a la puerta. Él es el Creador, nosotros su creatura; nosotros su siervo. Él es el Señor, el Alfarero; nosotros la vasija.

Sin lugar a dudas a Él debemos servir con toda la verdad, con todas las fuerzas, para que no nos mire con ojo de indignación, nos desprecie y nos entregue a tormentos para siempre.

Son grandes nuestros acreedores, y debemos devolverle. Por nosotros mismos solo podemos ahogarnos ante semejante mareada. Necesitamos de los bienes del amo, para granjearnos la salvación.

Por eso le pedimos a Dios que responda por nosotros: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu; paga Tú las deudas, líbrame de todas ellas, pues Tú eres Dios y no hombre, y lo que es imposible a los hombres le es posible a Dios. De mi parte solo podré decir: “Hice lo que pude, Señor; tenme por excusado, pues tus ojos vieron mi imperfección”. ¡Ven Señor Jesús!

Amén.

*

Dom VIII post Pent – 2023-07-23 – Romanos VIII, 12-17 – San Lucas XVI, 1-9 – Padre Edgar Díaz