Jesús llora sobre Jerusalén |
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Jesús lloró por Jerusalén: “Y cuando estuvo cerca, viendo la ciudad, lloró sobre ella” (San Lucas XIX, 41). El Señor no tuvo reparo en llorar por el amor que tenía a la Ciudad Santa, y porque veía en espíritu la terrible suerte que vendría sobre ella por obra de sus conductores.
Jesús veía la caída de Jerusalén bajo los Romanos en el año 70, y la destrucción del Templo, pero también veía más allá: la maldad y el rechazo de sus conductores: “¡Ah, si en este día conocieras también tú lo que sería para la paz!” (San Lucas XIX, 42), no habrían rechazado la gracia de Dios, “porque no conociste el tiempo en que has sido visitada” (San Lucas XIX, 44).
Por rechazar las gracias de Dios Jesús les reprocha a los Judíos: “Tengo mucho que decir y juzgar de vosotros. Pues El que me envió es veraz, y lo que Yo oí a Él, esto es los que enseño al mundo” (San Juan VIII, 26).
¿Quiénes eran precisamente sus conductores?
Eran esclavos: “‘Si conoceréis la verdad, la verdad os hará libres’. Le replicaron: ‘Nosotros somos la descendencia de Abrahán, y jamás hemos sido esclavos de nadie; ¿cómo pues, dices Tú, llegaréis a ser libres?’” (San Juan VIII, 32-33).
Algunos creyeron en Jesús; por eso, no son estos los que le replicaron, sino los que decidieron ser sus enemigos. La falsedad de su afirmación es notoria, pues los Judíos fueron esclavos de Egipto, Babilonia, y, además, en el momento en que este dialogo tuvo lugar, de Roma también.
“‘Bien sé que sois la posteridad de Abrahán, y sin embargo, tratáis de matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo digo lo que he visto junto a mi Padre; y vosotros, hacéis lo que habéis aprendido de vuestro padre. Ellos le replicaron diciendo: ‘Nuestro padre es Abrahán’. Jesús les dijo: ‘Si fuerais hijos de Abrahán, haríais las obras de Abrahán. Sin embargo, ahora tratáis de matarme a Mí, hombre que os he dicho la verdad que aprendí de Dios. ¿No hizo esto Abrahán?’” (San Juan VIII, 37-40).
No les niega que sean la descendencia de Abrahán, sino el no hacer lo que Abrahán habría hecho: reconocerlo como Mesías. Jesús les hace ver la contradicción en la que han caído, y por haber rechazado las gracias de Dios insiste en hacerles ver que no eran hijos de Dios.
“‘Vosotros hacéis las obras de vuestro padre’. Le dijeron: ‘Nosotros no hemos nacido del adulterio; no tenemos más que un padre: ¡Dios!’ Jesús les respondió: ‘Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais a Mí, porque Yo salí y vine de Dios. No vine por Mí mismo sino que Él me envió. ¿Por qué, pues, no comprendéis mi lenguaje?’” (San Juan VIII, 41-43).
Después de esto Jesús les dijo abiertamente:
“‘Vosotros sois hijos del diablo’” (San Juan VIII, 44).
Hijos del diablo, y como tales mentirosos y maliciosos como él. Existen pues facciones entre los Judíos. Aquellos que creyeron en Jesús, los simples de corazón, y aquellos que se le opusieron, a los cuales llama “hijos del diablo”.
Y Jesús sigue cargando contra ellos:
“‘Y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada de verdad en él. Cuando profiere la mentira, habla de lo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira. El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; por eso no la escucháis vosotros, porque no sois de Dios’” (San Juan VIII, 44.47).
La maldad y el rechazo de esta facción de los Judíos es lo que lleva a Jesús a derramar sus lágrimas por Jerusalén: “Jerusalén, Jerusalén, tú que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados, ¡cuántas veces quise Yo reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos debajo de sus alas, y vosotros no lo habéis querido!” (San Lucas XVIII, 34).
Con el paso del tiempo y hasta la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, la maldad de los Judíos es la que domina al mundo entero hasta hacerse enemigo de la humanidad, de modo especial, de los cristianos. Cuando les llegue el castigo sucederá como Jesús les dijo a las hijas de Jerusalén:
“Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque vienen días, en que se dirá: ¡Felices las estériles y las entrañas que no engendraron, y los pechos que no amamantaron! Entonces se pondrán a decir a las montañas: ‘Caed sobre nosotros, y a las colinas: ocultadnos’. Porque si esto hacen con el leño verde, ¿qué será del seco?” (San Lucas XXIII, 28-31).
La última amonestación que Jesús les hace antes de su muerte en la Cruz. El leño seco arde más (cf. San Juan XV, 6). Si tanto sufre el Inocente (el leño verde) por rescatar la culpa de los hombres, ¿qué no merecerán los culpables (el leño seco) si desprecian esa Redención?
Después que Nuestro Señor les acusó de ser “hijos del diablo”, se convirtieron, como ya hemos dicho, en la elite que maneja al mundo, a través de un maquiavélico sistema judaico, la banca mundial y la Organización de las Naciones Unidas. Son quienes manejan los gobiernos de las naciones del mundo, y los grandes negociados, como la droga y la guerra y los que le preparan el terreno al Anticristo. Una de sus principales fuentes de ingreso, y creemos la más redituable, es el tráfico de niños.
Acaba de salir una película que se llama “Sonido de Libertad” que precisamente denuncia estos crímenes: niños raptados para ofrecerlos como sacrificios satánicos, para tener sexo con ellos, y, para el tráfico de órganos. Éste es el momento en que hay más esclavos en la historia de la humanidad, entre ellos, 40 millones son niños.
El rapto de niños por los Judíos se documenta desde temprano en la historia. Ésta enseña que los niños cristianos eran especialmente buscados para sus maquiavélicos fines.
San Simón de Trento, mártir, fue un niño Italiano asesinado el 24 de marzo de 1475, en un rito satánico. Fue encontrado ahogado, pero las autoridades decretaron que su muerte se debió a la violencia de un grupo de sionistas, la Sinagoga de Satanás, como la llamó Jesucristo (cf. Apocalipsis III, 9). Académicos de la Sinagoga de Satanás admitieron el hecho histórico.
En 1965 el usurpador Pablo VI anuló la canonización del niño mártir San Simón, emitida por la doctrina de la Fe, y rubricada por cientos de estudiosos, y por el Papa Gregorio XII, y decretó que los Judíos de Trento no jugaron ningún papel en su muerte.
Como resultado del decreto de Pablo VI, la Congregación de Ritos del Vaticano prohibió la veneración de las reliquias, así como la celebración de Misas en nombre de San Simón de Trento, y la de otros niños martirizados en rituales. Es decir, fueron des-canonizados por la perversidad de la Iglesia del Vaticano II.
San Simón de Trento no es un santo anterior a la creación de la Congregación para las Causas de los Santos, es decir que no se le puede considerar como una “leyenda”, puesto que el mismo Papa que confirmó esta canonización fue el que instituyó dicha Congregación en 1588 (en el mismo año en que San Simón fue canonizado).
Pero San Simón no es el único niño mártir en el pasado. También lo fue Santo Dominguito del Val. Era un monaguillo de Zaragoza, y fue torturado, crucificado y asesinado por un ritual anticlerical en la edad media.
El mismo rey Alfonso X el Sabio escribió en las Siete partidas: “Oímos decir que, en algunos lugares, los de la Sinagoga de Satanás hicieron y hacen el día del Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo en manera de escarnio, hurtando los niños y poniéndolos en la cruz, o haciendo imágenes de cera y crucificándolas cuando no pueden conseguir niños”.
El 31 de agosto de 1250, Dominguito desapareció a los siete años de edad, causando un gran revuelo en su familia y en toda la ciudad. A los siete meses de aquel hecho, unos hombres dijeron ver un fuego fatuo en la orilla del río Ebro, que es una lumbre que sale repentinamente debido a los gases desprendidos de materias descompuestas.
Los hombres avisaron a las autoridades, quienes excavaron y encontraron el cuerpo de un niño, de la edad y complexión de Dominguito. El cuerpo se encontró con agujeros provocados por clavos en las palmas de las manos y en los pies, el costado abierto, y decapitado.
Inmediatamente se relacionó este hecho a crímenes cometidos de manera similar, vinculado a rituales de superstición de la Sinagoga de Satanás. En la Iglesia de San Felipe Neri de Sevilla, se construyó un altar en devoción a Santo Dominguito, que lleva la siguiente inscripción: “Fue martirizado por los Judíos en el año 1250 en Zaragoza, su patria, a la edad de 7 años. Sus reliquias encontradas milagrosamente se veneran en el templo del Salvador de dicha ciudad, y su culto se extendió, por rescripto del Papa Pío VII de 9 de julio de 1808”.
Otro niño martirizado fue San Guillermo de Norwich. Era un niño inglés asesinado también ritualmente en 1144. Su culto como santo fue suprimido luego, como ya hemos dicho, por el Concilio Vaticano II, por ser “políticamente incorrecto”.
El arte ha inmortalizado estos martirios para que la posteridad tenga de ellos constancia. La crónica anglosajona contiene el relato del asesinato de San Guillermo. El relato completo es: “Los Judíos de Norwich compraron un niño cristiano antes de Pascua y lo torturaron de la misma manera que torturaron a nuestro Señor; y el Viernes lo ahorcaron en una cruz, en burla de nuestro Señor, y luego lo enterraron. Supusieron que el hecho se ocultaría, pero Nuestro Señor demostró que era un santo mártir, y los monjes lo tomaron y lo enterraron con gran honor en la catedral. Y a través de Nuestro Señor obra maravillas y múltiples milagros, y se llama San Guillermo”.
Detestable y deplorable la connivencia de la “tomada” Iglesia del Vaticano II y los Judíos de la “Sinagoga de Satanás”. Por ser el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo, a la verdadera Iglesia Católica le tienen jurada su suerte, así como crucificaron a Jesús.
El primer intento de división dentro de la Iglesia ocurrió en 1054, cuando infiltrados Judíos, a través de simonía, compraron cargos tales como el de Obispo. Esto desencadenó el Cisma de Oriente y Occidente, o como se lo conoce, mal llamados Cristianos Ortodoxos.
Con el correr del tiempo ocurrió otro cisma dentro de la Iglesia, el de los Protestantes, con Lutero, en el Siglo XVI. Los Judíos ayudaron financieramente especialmente a los sacerdotes que rodeaban a Lutero y en la impresión de Biblias adulteradas.
Ya en nuestros días ocurre una nueva infiltración, esta vez a través de la masonería y el comunismo, ramas del judaísmo, lo cual desenlaza la gran falsedad de la Iglesia del Vaticano II, con sus impostores herejes, de los cuales muchos sacerdotes deberían retractarse por haber mencionado sus nombres en el Canon de la Misa estando de esa manera en comunión con los herejes.
Al cumplir los 12 años el Niño Jesús fue llevado por sus padres al Templo de Jerusalén para las fiestas. Ya de regreso, después de una jornada de camino, se percataron que Jesús no estaba entre ellos. Se había quedado en Jerusalén, en el Templo, y hablaba ante los doctores de la ley, quienes quedaron maravillados por su sabiduría. Algunos de estos doctores estuvieron luego presentes en el juicio que le hicieron a Jesús que desembocó en su crucifixión: José de Arimatea, Gamaliel, Nicodemo… Anás y Caifás.
Dice la Tradición, según San Agustín, quien lo aprendió de San Ambrosio, que Jesús les mostraba a los doctores las Escrituras que hablaban de Él y de cómo su pueblo sería deicida (es decir asesino de Dios), y cómo serían salvos por sus llagas, y que no volverían a ver su rostro hasta que fuese elegido el último de los gentiles, lo cual es signo de la venida de Jesús a la tierra por segunda vez.
Algunos de los Judíos creyeron, otros se revelaron ante Dios. Había ocurrido la segunda gran apostasía entre los judíos: la de los que se inclinaban ante la antigua serpiente, el diablo.
Ante el temor de caer nosotros en la apostasía, como cayeron los Judíos, San Pablo nos exhorta hoy: “No seáis, pues, idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: ‘Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantaron para danzar’. No cometamos, pues, fornicación, como algunos de ellos la cometieron y cayeron en un solo día veintitrés mil. No tentemos, pues, al Señor, como algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. No murmuréis, pues, como algunos de ellos murmuraron y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto les sucedió a ellos en figura, y fue escrito para amonestación de nosotros para quienes ha venido el fin de los siglos” (1 Corintios X, 7-11).
Hace 2000 años atrás San Pablo consideraba su tiempo como el fin de los siglos, y los cristianos de entonces estaban vigilantes ante la venida de Nuestro Señor. Con el pasar del tiempo esta santa espera fue enfriándose hasta quedar casi desapercibida hoy por la Iglesia. No nos sorprendamos entonces si al cristiano solo le interesa “comer y beber”, “danzar”, “fornicar”, “tentar a Dios” y “murmurar”. En un solo día cayeron veinte y tres mil, y muchos perecieron por las serpientes y el Exterminador, y así también sucederá al final de los siglos.
Cuando Dios quita la gracia a alguien por rechazarla se la concede a otro, pues no la da en vano. Así en la historia, hay terribles sustituciones de las gracias divinas de salvación, que pasaron de un individuo a otro individuo, o de una nación o pueblo a otra.
Las palabras de Dios nos lo demuestran: “Os será quitado el reino de Dios y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos” (San Mateo XXI, 43). Es decir que “los hijos de la promesa fueron rechazados y a un pueblo que vivía en tinieblas (se le fueron dadas las gracias)” (Isaías IX, 2).
Ésta es también la palabra de San Pablo a los Judíos de Antioquía: “A vosotros os habíamos de hablar primero la palabra de Dios, mas, puesto que la rechazáis y os juzgáis vosotros mismos indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles; así nos lo ordena el Señor” (Hecho de los Apóstoles XIII, 46-47).
Lo mismo hemos visto en reinos e imperios donde la Iglesia de Cristo dominaba y que, siendo rectos y santos, se precipitaron en los abismos de la apostasía, como ocurre en Europa hoy. Nosotros también corremos el riesgo de que nos pase lo mismo.
Hay sustituciones de un hombre por otro, como la de Jacob por Esaú, en el Antiguo Testamento; la de Matías por Judas en el grupo de los 12 Apóstoles; la de aquel monje más austero que se convierte en un mundano escandaloso, y el impío en monje santo.
Cuenta San Francisco de Sales que en tiempos de los emperadores Valeriano y Galieno, un sacerdote de Antioquía llamado Sapricio perdió la gracia del martirio por no querer perdonar a su ayudante Nicéforo. Al enterarse Nicéforo de la inminente ejecución de Sapricio corrió hacia él suplicándole el perdón: “¡Oh, mártir de Cristo!, perdonadme, pues os he ofendido”. Sin embargo, Sapricio, en su obstinada dureza, no le perdonó.
Al instante, por justo juicio de Dios, el sacerdote Sapricio fue privado de la gracia del martirio al hacer un acto de deplorable y vergonzosa sumisión de sacrificar a los ídolos de los emperadores. Dios permitió no solo que perdiese la suprema dicha del martirio, sino también que se precipitase en la desgracia de la idolatría.
El humilde Nicéforo, al ver la corona del martirio vacante, se ofreció a ella, y después de confesar a Cristo, se puso en el lugar del desgraciado sacerdote, y le cortaron la cabeza, y se convirtió en un mártir de Cristo.
No olvidemos nunca el consejo que San Pablo le da a los Romanos, amonestándoles para que no se engriesen por las gracias recibidas, puesto que podrían perderlas, y si vemos a algún pecador sumergido en el libertinaje no le despreciemos. Humillémonos al saber que ha habido muchos como él que han llegado a santificarse y muchos como nosotros que han caído donde él estaba.
Por tanta crueldad y rechazo Dios les quitó sus gracias a los Judíos, como había profetizado Isaías:
“¿De qué me sirve la multitud de vuestros sacrificios? dice Yahvé. Harto estoy de los holocaustos de carneros y del sebo de animales cebados; no me agrada la sangre de toros, ni la de corderos y machos cabríos. ¡Y venís a presentaros delante de Mí! ¿Quién os ha pedido que holléis mis atrios? No traigáis más vanas ofrendas; abominable es para Mí el incienso; no aguanto más las fiestas de novilunios, ni los sábados, ni las asambleas solemnes; son asambleas solemnes con crimen” (Isaías I, 11-13).
Explica San Juan Crisóstomo que el culto judío está tan vinculado al templo que no puede ofrecerse sacrificio alguno fuera de él; que en Babilonia no se atrevían ni siquiera a cantar (cf. Salmo 136, 1-4) ni cumplían los ayunos rituales.
¿Por qué, pues, un pueblo tan decidido y conservador de todo lo suyo, sabiendo que no podía celebrar la Pascua, ni Pentecostés, ni ninguna otra fiesta, no vuelve a construir el Templo hasta el día de hoy? Porque el poder de Cristo, que ha edificado la Santa Iglesia Católica, destruyó aquel Templo.
Nuestro Señor profetizó la destrucción del Templo de Jerusalén: “no dejarán en ti piedra sobre piedra” (San Lucas XIX, 44) y, desde entonces, esta profecía sigue en pie.
El profeta Malaquías había anunciado con certeza que Cristo vendría y que obraría todo aquello: “Se cerrarán vuestras puertas y no se encenderá fuego en mi altar. No tengo en vosotros complacencia alguna, dice Dios; no me son gratas las ofrendas de vuestras manos. Desde el nacimiento del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes. En todas partes se ofrece a mi nombre un sacrificio humeante y una oblación pura” (Malaquías I, 10-11), en clara referencia a la Santa Misa, donde se ofrece la oblación pura del sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo hasta la Parusía de Nuestro Señor.
Con mucha claridad Dios expulsó al judaísmo y estableció la Iglesia Católica, fundada por Nuestro Señor Jesucristo, a la cual, los Judíos tratan de suprimir con todo su odio. El introito de la Misa de hoy hace eco de esta petición de David: “Haz recaer, Señor, males sobre mis enemigos, y por tu verdad, extermínalos” (Salmo 53 [54], 7).
Pero las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (cf. San Mateo XVI, 18), promesa que Nuestro Señor le hace a Pedro, sobre el que edificó su Iglesia, y su triunfo será cuando venga Nuestro Señor Jesucristo en su Parusía.
El llanto produce consuelo y alivio. El profeta Isaías solía repetir: “Apartaos de mí, dejadme verter amargas lágrimas, no me importunéis con vuestros consuelos, por la ruina de mi pueblo” (Isaías XXII, 4).
De esta forma se suele consolar la tristeza. Y si en el mundo ocurre así, mucho más sucede en las cosas espirituales. Por eso dice San Pablo: “la tristeza según Dios produce una salvación estable” (2 Corintios VII, 10). Es decir, la tristeza que uno podría sentir por las cosas del mundo (como el dinero) produce condenación; mas la tristeza sentida por las cosas de Dios, porque no sucedieron o suceden como Dios quiere, producen salvación.
Por este motivo, nuestro Señor Jesucristo lloró sobre Jerusalén, porque su pueblo rechazó a Dios y se hicieron hijos del diablo.
Amén.
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Dom IX post Pent – 2023-07-30 – 1 Corintios X, 6-13 – San Lucas XIX, 41-47 – Padre Edgar Díaz