sábado, 5 de agosto de 2023

La Transfiguración - Padre Edgar Díaz

La Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo

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La superioridad de la Gloria de Jesucristo por sobre la de Moisés fue puesta en evidencia en la Transfiguración de Nuestro Señor en el Monte Tabor. En la Transfiguración “resplandeció el rostro de Jesús como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (San Mateo XVII, 2) ante los testigos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. “Y una voz se hizo oír desde la nube que dijo: ‘Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco; escuchadlo a Él’” (San Mateo XVII, 5).

Más tarde, su Gloria sería vista también por un afortunado, el Protomártir San Esteban, quien desde la tierra, siendo apedreado por los Judíos, “lleno del Espíritu Santo y clavando los ojos en el cielo, vio la Gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios” (Hechos de los Apóstoles VII, 55).

Después de conversar con Dios, el rostro de Moisés se revestía de un resplandor tal que el pueblo lo advertía mientras le transmitía las palabras de Dios: “Los hijos de Israel no podían fijar la vista en el rostro de Moisés, a causa de la gloria de su rostro, la cual era perecedera …” (2 Corintios III, 7).

Moisés cubría su rostro con un velo, que sólo se quitaba cuando volvía a hablar con Dios: “Y cuando Moisés acabó de hablar con ellos, se puso un velo sobre el rostro” (Éxodo XXXIV, 33), velo cuyo significado simbólico, según San Pablo, es la ceguera del pueblo Judío: “¿Cómo no ha de ser de mayor gloria el ministerio del Espíritu?” (2 Corintios III, 8).

El ministerio del Espíritu es la nueva Ley, el Evangelio. A esto opone el Apóstol el ministerio de la condenación, esto es, la Ley Antigua. Así lo llama por la imposibilidad de cumplimiento de la Ley por parte del pueblo escogido: “Porque si el ministerio de la condenación fue gloria, mucho más abunda en gloria el ministerio de la justicia” (2 Corintios III, 9).

El culto Judío se acabó, y dejó de ser gloria, porque la Gloria del Nuevo Testamento la sobrepujó: “En verdad, lo glorificado en aquel punto dejó de ser glorificado a causa de esta gloria que lo sobrepujó. Por lo cual, si lo que está pereciendo fue con gloria, mucho más será con gloria lo que perdura” (2 Corintios III, 10-11).

La superioridad de la Gloria de Jesucristo por sobre la de Moisés fue puesta en evidencia en la Transfiguración ante los Profetas y los Apóstoles, y ese hecho es fehaciente, y suficiente como para demostrar esta superioridad.

Mientras que la Gloria de Jesús anima a San Pablo a hablar con toda libertad: “Teniendo, pues, una tan grande esperanza, hablamos con toda libertad” (2 Corintios III, 12), no ocurrió así con Moisés.

Moisés hablaba de lo perecedero: “Y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no contemplasen lo que se acaba porque es perecedero. Pero sus entendimientos fueron embotados, porque hasta el día de hoy en la lectura de la Antigua Alianza permanece ese mismo velo, siéndoles encubierto que en Cristo está pereciendo (la Antigua Alianza). Y así, hasta el día de hoy, siempre que es leído Moisés, un velo cubre el corazón de ellos” (2 Corintios III, 13-15).

Triste ceguera de los Judíos, que no habiendo aceptado la luz de Cristo, que es llave de toda la Escritura (cf. San Juan XII, 32), han quedado sin poder entender sus propios libros santos: “Mas cuando vuelvan al Señor, será quitado el velo” (2 Corintios III, 16), en referencia a la conversión de los Judíos al Catolicismo.

Por la fe se volverán al Señor: “No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio —para que no seáis sabios a vuestros ojos —: el endurecimiento ha venido sobre una parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado; y de esta manera todo Israel será salvo” (Romanos XI, 25-26).

Es Jesús quien los libra de toda esclavitud de la Ley: “Por eso os digo, ya no me volveréis a ver, hasta que digáis: ‘¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” (San Mateo XXIII, 39).

Y cuando “vuelvan los ojos hacia Aquel a quien traspasaron” (San Juan XIX, 37), “pondrán sus ojos en Mí, a quien traspasaron. Llorarán, como se llora al unigénito, y harán duelo amargo por Mí, como suele hacerse por el primogénito” (Zacarías XII, 10). 

Siendo como están hoy embotados y cegados por el velo de Moisés, jamás podrán llegar al conocimiento de la nueva ley de Cristo, a menos que haya una intervención especial de Dios a través de su Santa Iglesia.

De los Apóstoles del Nuevo Testamento San Pablo dice que Dios “nos ha hecho capaces de ser ministros de una nueva Alianza, no de letra, sino de espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu da vida. No porque seamos capaces por nosotros mismos de pensar cosa alguna como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios” (2 Corintios III, 5-6). 

Esta capacidad, entonces, dada por Dios a los Apóstoles del Nuevo Testamento, obrará la conversión: “investidos de este ministerio, según la misericordia que se nos ha hecho (la vocación sobrenatural de predicar el Evangelio) … hemos desechado los vergonzosos disimulos, no procediendo con astucia, ni adulterando la palabra de Dios, sino … la manifestación de la verdad a la conciencia de todo hombre en presencia de Dios” (2 Corintios IV, 1-2).

Mas la conversión será gradual, y por eso, la presencia de los Profetas del Antiguo Testamento Elías y Moisés juega un importante papel al principio: “He aquí que se les aparecieron Moisés y Elías …” (San Mateo XVII, 3), de quienes se piensa que serán los dos testigos que Dios enviará al final de los tiempos: “Y daré a mis dos testigos, que vestidos de saco, profeticen …” (Apocalipsis XI, 3).

La mayoría de los estudiosos de la Biblia se inclinan a pensar que estos dos testigos son Elías y Moisés, precisamente quienes estuvieron presentes en la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo.

Ante los Judíos, es necesario que los testigos sean del Antiguo Testamento para poder ellos reconocerlos, pero, a su vez, es también necesario que uno de los Apóstoles les confiera la autoridad de la Iglesia sin la cual no habría conversión.

Fue en la Transfiguración donde los dos testigos del Antiguo Testamento se conocieron con tres de los Apóstoles: “Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan su hermano, y los llevó aparte, sobre un alto monte” (San Mateo XVII, 1), quienes luego manifestaron ser testigos oculares de la Gloria y Parusía de Jesús: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la Parusía de nuestro Señor Jesucristo según fábulas inventadas, sino como testigos oculares que fuimos de su majestad” (2 Pedro I, 16).

Elías y Moisés, entonces, darán testimonio de San Juan ante los Judíos. Ellos representan la “la Ley y los Profetas”, y es evidente la semejanza que por sus actos tienen con la descripción que el Apocalipsis hace de los dos testigos enviados por Dios.

Es de notar que Moisés, según una leyenda del historiador judío Flavio Josefo, habría sido arrebatado en una nube en el monte de Abar, así como Elías fue arrebatado a los cielos en un torbellino (cf. 4 Reyes II, 1ss.): “Y si alguno quisiese hacerles daño (a los dos testigos Elías y Moisés), sale de la boca de ellos fuego que devora a sus enemigos. Y el que pretenda hacerles mal, ha de morir de esta manera” (Apocalipsis XI, 5).

Y de Elías leemos: “‘Si yo soy varón de Dios, baje fuego del cielo y te consuma a ti y a tus cincuenta’. Y descendió del cielo fuego de Dios y le consumió a él y a sus cincuenta” (4 Reyes I, 12).

Elías y Moisés, entonces, son “los dos olivos y los dos candelabros que estarán en pie delante del Señor de la Tierra” (Apocalipsis XI, 4), en alusión evidente a la profecía de Zacarías: “‘¿Qué significan las dos ramas de olivo que por medio de los dos tubos de oro vierten de sí el dorado aceite?’ … Entonces dijo [el Señor]: ‘Éstos son los dos ungidos que están ante el Señor de toda la tierra’” (Zacarías IV, 3.11-14).

Bossuet ve en los dos testigos del Apocalipsis la autoridad religiosa y civil en Israel ante el Señor de la tierra. Ello podría coincidir con los muchos vaticinios particulares sobre el “gran monarca” que lucharía contra el Anticristo de consuno con la autoridad espiritual, ya que también las dos Bestias del Apocalipsis presentan ambos aspectos: el político en la Bestia del mar (cf. Apocalipsis XIII, 1 ss.) y el religioso en el falso profeta que se pondrá a su servicio (cf. Apocalipsis XIII, 11 ss.).

En comparación, San Juan, como Príncipes de los Apóstoles, tiene más autoridad que los dos testigos. Y Dios no obra sino obra a través de la Iglesia, pues no hay salvación fuera de ella. San Juan le transfiere la autoridad de la Iglesia a ellos. 

Ningún otro miembro de la Santa Iglesia Católica, en las condiciones en las que la Iglesia se encuentra hoy, sería capaz de llevar adelante la conversión de los Judíos, más que los Apóstoles.

Dios ya no está en la Basílica de San Pedro, porque no hay sacrificio allí. Del Vaticano no va a quedar piedra sobre piedra, como le sucedió a Jerusalén y su Templo el año 70. Caerá fuego del cielo y todo va a arder, pues el Vaticano está totalmente profanado, por estar consagrado a Satanás con sacrificios humanos. 

Ya no hay nada de Dios ahí sino sacrilegio desde hace ya más de 60 años. Cuando algo es profanado ya no es más de la Iglesia, pues no es de Dios. Roma no es más católica, sino herética y apóstata, y no puede ser la Verdadera Iglesia. Nada de eso tiene que permanecer, de lo contrario, Dios nos habría engañado.

La Santísima Virgen en la Salette dijo que “Roma perderá la fe y será la sede del anticristo”. Y la Virgen no mintió: no dijo la Iglesia Católica perderá la fe, sino Roma. Y su declaración está avalada por cuatro Papas: León XIII, San Pío X, Benedicto XV, y Pío XII.

Estar en comunión con Roma, entonces, es estar en comunión con el anticristo. Si bien la Misa es válida se apartó Dios de esa capilla porque se celebra la Misa Una Cum. Válida, pero en adulterio y fornicación con las fuerzas del mal. Casi ninguno de los obispos de la Iglesia del Vaticano II son verdaderos obispos por estar inválidamente consagrados.

Y de la Iglesia Católica de las catacumbas, los obispos válidamente consagrados, y los sacerdotes válidamente ordenados, apenas son perceptibles sus voces.

¿Quién les dará la conversión y el sacerdocio? ¿Quién le va a decir al Judío converso qué es la Iglesia? “¿Quién es éste?”, dirán los Judíos. “¿Qué autoridad tiene?” “Yo soy San Juan”, les va a decir San Juan. “Él conoce todo”, van a decir los dos testigos.

Probablemente se reconstruirá el nuevo Templo, el Tercer Templo en Jerusalén, que será el Verdadero Templo de Dios, porque allí tendrá lugar el Sacrificio que a Dios le agrada, la Santa Misa, y, por lo tanto, no habrá más los sacrificios del Antiguo Testamento.

Isaías les había profetizado que el culto sería abolido: “Harto estoy de los holocaustos de carneros y del sebo de animales cebados; no me agrada la sangre de toros, ni la de corderos y machos cabríos… No traigáis más vanas ofrendas …” (Isaías I, 11-17).

Para que haya Sacrificio Verdadero en el Templo de Jerusalén primero tiene que haber conversión y después sacerdocio. Jesús da testimonio de San Juan: “Si me place que él se quede hasta mi vuelta, ¿qué te importa a ti? Tú sígueme” (San Juan XXI, 22), orden que Jesús le da al Primer Papa.

Y seis días antes de la Transfiguración Jesús había dicho: “El Hijo del hombre ha de venir, en la gloria de su Padre, con sus ángeles ... y algunos de los que están aquí no gustarán la muerte sin que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino” (San Mateo XIV, 27-28).

¿Qué quita que San Juan esté presente cuando Nuestro Señor venga en su Segunda Venida? Si estuvo en su muerte, si estuvo en su resurrección, ¿por qué no podría también estar en su segunda venida?

Y San Juan de sí mismo: “Muchas cosas tendría que escribiros, mas no quiero hacerlo por medio de papel y tinta, porque espero ir a vosotros, y hablar cara a cara, para que nuestro gozo sea cumplido” (2 Juan 12).

Y el Apocalipsis también: “Es menester que profetices de nuevo contra muchos pueblos y naciones y lenguas y reyes” (Apocalipsis X, 11). San Juan entonces tiene aún una misión que cumplir en la tierra.

Principalmente, predicarles a los Judíos para que se conviertan. Segundo, darles el bautismo para que entren en la Iglesia. Tercero, enseñarles la verdadera doctrina católica. Cuarto, darles el orden sacerdotal, comenzando con Elías y Moisés, para que en el Nuevo Templo se pueda celebrar el Verdadero Sacrificio, hasta que Él venga.

A Pedro se le fue conferida la autoridad de la Iglesia, pero ya llevamos más de 60 años sin Papa. Pero San Juan, por ser el discípulo amado de Jesús, será el nuevo Vicario de Cristo. ¿Quién estuvo al pie de la cruz, con su Madre, y la otra María? 

No hay reliquias de San Juan, lo cual puede ser un indicio de que no murió. Los modernistas que no tienen fe suponen que murió, pero no hay nada que lo confirme. Hay reliquias de todos los Apóstoles, menos de San Juan. Y la tradición dice que quedó vivo, pues tiene que estar cuando venga Cristo.

San Juan debe además convocar a toda la Iglesia, y convencerla para que vaya a Jerusalén, pues está hoy dispersa por el mundo. Así como hay una diáspora judía, también hay una diáspora cristiana. Debe la Iglesia reunirse, y los convocados a reunirse serán los verdaderos católicos, aquellos que no estén en herejía, o en comunión con los herejes.

“Y la mujer huyó al desierto” (Apocalipsis XII, 5). Después de la conversión a Jesucristo los Judíos huirán al desierto: “Y oí el número de los que fueron sellados; ciento cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de los hijos de Israel” (Apocalipsis VII, 4).

Los que ven en la mujer a Israel, como esposa repudiada y perdonada por Dios (cf. Isaías 54, 1 ss.), sostienen que ella dará luz espiritualmente a Cristo el día de su conversión: “sobrecogidos de temor (por el gran terremoto que ocurrió después de la muerte de los dos testigos), dieron gloria a Dios del cielo” (Apocalipsis XI, 13).

“Y ella dio a luz a un hijo varón, el que apacentará todas las naciones con cetro de hierro; y el hijo fue arrebatado para Dios y para el trono suyo” (Apocalipsis XII, 5). Es un nacimiento espiritual, y el recién nacido no es el Cristo en su humillación tal como apareció en Belén, sino el Mesías omnipotente y Rey del mundo entero, “el imperio del mundo ha pasado a Nuestro Señor y a su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos” (Apocalipsis XI, 15), la Glorificación de Cristo, tanto a la diestra del Padre cuanto a su triunfo final a la vista de todas las naciones.

“Y se enfureció el dragón contra la mujer (Israel convertida), y se fue a hacer guerra contra el resto del linaje de ella, los que guardan los mandamientos de Dios, y mantienen el testimonio de Jesús” (Apocalipsis XII, 17). 

Si la mujer es Israel, el resto del linaje de ella, quienes guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús no pueden ser otros que los Católicos. Es en el desierto, y bajo la persecución del diablo, donde los Judíos entrarán en la Iglesia Católica, ya que toda la Iglesia tiene que estar reunida. 

En el diluvio, en el Arca entraron solamente ocho personas. En la Iglesia, en el desierto, tienen que entrar los 144.000 Judíos. Los Padres de la Iglesia, los primeros exégetas, como San Ireneo, la Biblia Bover-Iglesias en sus comentarios basados en los Padres de la Iglesia, Fillion, todos fundados en los Padres de la Iglesia, atestiguan esto. 

Pero “estos dos profetas fueron molestos a los moradores de la tierra” (Apocalipsis XI, 10). El mundo, adulado por sus falsos profetas, se llena de júbilo al ver los cadáveres de Elías y Moisés.

El mundo creyó haberse desecho de ellos, porque sus anuncios les molestaban, “pero al cabo de tres días y medio, un espíritu de vida que venía de Dios hizo que se levantaran sobre sus pies” (Apocalipsis XI, 11). Dios los resucitó, y subieron al cielo a la vista de todos sus enemigos (cf. Apocalipsis XI, 12).

Así, el mundo está cegado a la verdad, y los judíos, particularmente, están “velados” por el “velo” de Moisés.

“Si todavía nuestro Evangelio aparece cubierto con un velo, ello es para los que se pierden; para los incrédulos, en los cuales el dios de este siglo ha cegado los entendimientos a fin de que no resplandezca (para ellos) la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Corintios IV, 3-4).

El espíritu mundano ciega sus corazones para que oigan y no entiendan, como ocurre precisamente hoy con la gran mayoría de la humanidad: “Y con toda seducción de iniquidad para los que han de perderse en retribución por no haber aceptado para su salvación el amor de la verdad” (2 Tesalonicenses II, 10).

Jesucristo no cesa de presentarse ante la humanidad caída como la Verdad y la Luz. Así es que habrá venganza por la Verdad desoída: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús, pues Dios que dijo: ‘Brille la luz desde las tinieblas’ es quien resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2 Corintios IV, 3-6).

Es decir que es el mismo Espíritu Santo quien nos hace descubrir al Padre, en el rostro de Cristo, que es su perfecta imagen. Por esto dice San Juan que el que niega al Hijo tampoco tiene al Padre (cf. I Juan II, 23), y que todo el que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, en Dios permanece y Dios en él (cf. I Juan IV, 15). El cristiano, una vez adquirida esta luz, se hace a su vez luz en las tinieblas para manifestar a otros la gloria de Dios.

Consolémonos, pues, sabiendo que un día el Cordero triunfará también como León de Judá en la conversión de los Judíos, y digámosle desde ahora, con la Liturgia: ¡Ven, oh Rey, ven, Señor Jesús!

Amén.

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Transfiguración – 2023-08-06 – 2 Pedro I, 16-19 – San Mateo XVII, 1-9 – Padre Edgar Díaz – Conmemoración Domingo X post Pentecost – 1 Corintios XII, 2-11 -San Lucas XVIII, 9-14