Jesús cura a un sordo-tartamudo |
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¡Haber creído en vano! ¡Qué desgracia! Para nuestra salvación es necesario retener el Evangelio en los términos que se nos ha sido anunciado y que aceptamos y en el cual perseveramos. Es cumplirlo en toda su integridad.
Dios nos ha dado las Sagradas Escrituras y prescindir de ellas sería una enorme necedad de nuestra parte, y un desprecio hacia Dios: “Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué y que aceptasteis, y en el cual perseveráis, y por el cual os salváis, si lo retenéis en los términos que os lo anuncié, a menos que hayáis creído en vano” (1 Corintios XV, 1-2).
Mientras que las Sagradas Escrituras son la sabiduría de Dios, la sabiduría del hombre es una sabiduría tal que no salva: “Y vi que la sabiduría (de Dios) lleva sobre la necedad (la sabiduría humana) tanta ventaja, cuanto la luz sobre las tinieblas” (Eclesiastés XX, 13).
Todo hombre que observa y medita según sus luces simplemente naturales, puede llegar a perder el optimismo y aborrecer la vida y concluir en la desesperación. Aquel filósofo se quitó la vida; este otro murió loco.
Tan solo la Revelación de Dios, por el Evangelio de Cristo, conocemos el valor de la vida y los esplendores de nuestro eterno destino. Por eso San Pablo encarecidamente nos exhorta “(a) observar las tradiciones (enseñanzas) conforme las ha transmitido” (1 Corintios XI, 2).
En otro texto, San Pablo nuevamente demanda la constancia en el cumplimiento del Evangelio. Si estimamos a una persona, le creemos lo que nos dice, pues sabemos que es verdad y sería una gran ofensa dudar de su palabra. ¿Acaso hay alguien que pueda dudar de la Palabra de Dios?
“Os ha escogido Dios como primicias para salvación, mediante santificación de espíritu y crédito a la verdad; a ésta os llamó por medio de nuestro Evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo. Así pues, hermanos, estad firmes y guardad las enseñanzas (tradiciones) que habéis recibido, ya de palabra, ya por carta nuestra” (2 Tesalonicenses II, 13-15).
Quien es sincero y tiene a su disposición el Evangelio, no tiene por qué preguntar dónde está la sabiduría, y por tanto la santidad: “Mis Palabras, dice Jesús, son espíritu y son vida” (San Juan VI, 64).
Son espíritu y vida, como nos lo demuestra el milagro narrado en el Evangelio de hoy: “Le dijo: ‘Effathá’, es decir, ‘ábrete’. Y al punto sus oídos se abrieron y la ligadura de su lengua se desató, y hablaba correctamente” (San Marcos VII, 34-35). La Palabra de Dios es eficaz. Produce lo que significa. Con su espíritu y su poder le devolvió la vida social a este pobre hombre.
Si queremos curación nuestra vida debería estar totalmente dedicada a la lectura, meditación y estudio de las Sagradas Escrituras: “Antorcha para mis pies es tu palabra, y luz para mi senda” (Salmo 119 [118], 105).
El Concilio IV de Constantinopla cita este texto y otros concordantes (que citaremos a continuación) para mostrar que las divinas palabras “se asimilan verdaderamente a la luz”, y dispone que el libro de los santos Evangelios, “en cuyas sílabas encontramos todos la salvación”, debe adorarse lo mismo que la Cruz y la Imagen de nuestro Señor Jesucristo: “Tu palabra, oh, Yahvé, es eterna, y permanece en el cielo” (Salmo 119 [118], 89).
Encontramos esta luz en el Evangelio de Cristo, quien es el Sol de la justicia y cuyos Apóstoles son luz para el mundo: “Los preceptos de Yahvé son rectos, alegran el corazón. La enseñanza de Yahvé es clara, ilumina los ojos” (Salmo 19 [18], 9).
El autor de Proverbios nos dice: “El precepto (de Dios) es una antorcha, y la ley una luz, y senda de vida son las amonestaciones dadas para corrección” (Proverbios VI, 23).
Y, por su parte, el Profeta Isaías asevera: “Mi alma te ansiaba en la noche, y mi espíritu, dentro de mí, te buscaba madrugando; pues cuando tus juicios se aplican a la tierra, los moradores del orbe aprenden la justicia” (Isaías XXVI, 9).
La afirmación, “los Santos Evangelios deben adorarse lo mismo que la Cruz y la Imagen de nuestro Señor Jesucristo”, no la dice un cualquiera, sino la Iglesia, a través de un Concilio, en donde el Papa, con su infalibilidad, reunido con los Obispos, hacen una declaración tal como ésta.
Por lo tanto, ¿cómo no estudiar y meditar y confiar en las Sagradas Escrituras, siguiendo siempre las reglas permitidas por la Iglesia?
Éste es un misterio digno de constante meditación: en el cielo permanece eternamente la misma Palabra cuyo don nos anticipa Dios en la Sagrada Escritura. Y aunque pasaran el cielo y la tierra, la Palabra de Dios no pasará jamás.
Y esa Palabra, esa sabiduría de Dios que hace la felicidad del cielo, es el mismo Cristo Verbo, es decir, palabra del Padre, hecha hombre: Sabiduría encarnada, por quien y para quien todo fue hecho (cf. 1 Pedro I, 23-25).
El Evangelio de hoy nos relata además que ante el milagro del sordo-tartamudo la gente se llenó de admiración y exclamó: “Todo lo hizo bien” (San Marcos VII, 37). Casi que estas líneas no habrían sido necesarias en las Sagradas Escrituras pues sería un absurdo pensar que Dios no haya hecho algo bien.
Sin embargo, siempre ha habido, y habrá enemigos de Dios, que intentarán mal interpretar su Palabra. Algunos podrían objetar diciendo que a partir de los sufrimientos que Jesús padeció en su Pasión, Él no es verdadero Dios, pues si lo fuera habría evitado todo ese sufrimiento: “¡Si eres Hijo de Dios, sálvate a ti mismo y bájate de la cruz!” (San Mateo XXVII, 40).
Es necesario, entonces, el estudio y la profundización de las Sagradas Escrituras. En el ejemplo que sigue, lo que en Jesús parece haber sido efecto de la debilidad humana, en realidad fue efecto de su gloria divina.
Hay una diferencia entre la manera en que Nuestro Señor sufrió en su Pasión y la manera en que cualquier ser humano sufre. Tal diferencia no hace más que poner en evidencia su imperio, su gloria, su majestad, su reyecía, su divinidad.
Dice San León Magno que no deberíamos pensar que en su pasión Jesucristo no sufrió verdadera y realmente como cualquier otro hombre podría haber sufrido. El Señor probó nuestra melancolía al entristecerse; nuestra humillación al ser despreciado; nuestro dolor al ser crucificado. Porque de otra manera su semejanza con nosotros no habría sido como debía ser, verdadera y perfecta.
De todos modos, no se entristeció, no fue despreciado, ni crucificado como nosotros. La perfección de su semejanza con nosotros exigía solo una conformidad perfecta con la naturaleza humana, y para nada complicidad con el pecado y sus consecuencias.
Así como de Adán tomó verdaderamente la naturaleza humana sin la culpa, así padeció realmente nuestras debilidades sin desorden. Es decir, así como nuestras pasiones tienen su origen en algo humillante como es el pecado, no así en Jesucristo, cuyas pasiones tuvieron su origen en su gloria.
Sus pasiones fueron queridas por Él, y, por lo tanto, para nada humillante. De hecho, los Evangelistas no dicen: “Jesús temió”, sino “comenzó a temer y a angustiarse” (San Mateo XVI, 37). Cornelio a Lapide dice que esa manera de expresión significa claramente que el Señor se turbó por su espontánea voluntad y libremente y no por una necesidad de su naturaleza ante la anticipación de sus penas, o a pesar de sus penas.
San Ambrosio, por su parte, nos dice que allí donde nosotros sufrimos nuestras pasiones por una triste necesidad de nuestra naturaleza humana corrompida, el Señor las sufrió por imperio de su voluntad.
Jesús sintió estos afectos propios del hombre para ser semejante a los demás hombres; pero siempre fue Él quien era el amo de estos afectos, dice San Agustín, y no les dejó desarrollarse sino como Él quería, y porque Él quería, siendo Dios.
Por eso, con la misma libertad e independencia con que se hizo hombre y murió por el hombre, se turbó y se entristeció como hombre; y las turbaciones, como la muerte, vinieron a Él, como si estuvieran temblando, solo cuando fueron llamadas por Él (mientras que en nosotros las turbaciones y la muerte ocurren independientemente de nuestro querer y poder).
Luego, por su origen glorioso, fueron las pasiones de Jesús también gloriosas, y no humillantes como las nuestras. San Pedro Damián explica que las pasiones de Jesús fueron por sobre encima de la naturaleza humana, porque las que nosotros sufrimos por debilidad, Jesucristo las sufrió por virtud.
Así como en nosotros dominan, no en Jesucristo, pues le obedecen; así como a nosotros nos nublan el razonamiento, no en Jesús, pues siguen a su razonamiento; así como en su origen en nosotros son independientes de nuestra voluntad, no en Jesús, pues les fueron sometidas a su Divina Voluntad.
Nada hay en Él que sea efecto de la necesidad; todo en Él es efecto de su poder y de su libertad; y así como por su voluntad probó el hambre y la sed, así también la tristeza y el temor. En esta Divina Persona todo es orden, armonía y perfección.
Las prerrogativas propias de Dios no impidieron la debilidad de la naturaleza humana en Él, y, de esta manera, las miserias de la humanidad no degradaron para nada la majestuosidad y grandeza de la divinidad. Por todo esto, es Jesús digno de toda nuestra adoración, gloria, y amor, y con toda justicia se debe decir que “todo lo hizo bien” (San Marcos VII, 37).
Esta afirmación nos sirve para subrayar un tema que ya hemos tocado pero que creemos necesita ser afianzado: “Todo lo hizo bien” (San Marcos VII, 37), y, en consecuencia, las predicciones sobre el futuro de la humanidad, particularmente las tratadas en los Evangelios, y por San Juan en sus Cartas y en el Libro del Apocalipsis, también las hizo bien.
Con respecto a si San Juan ha muerto o no lo más importante es subrayar que independientemente de este hecho, él estará presente en la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
En la respuesta que Jesús le da a Pedro Jesús se niega a satisfacer la curiosidad de Pedro con respecto a la suerte de San Juan: “Pedro, pues, viéndolo, dijo a Jesús: ‘Señor: ¿y éste, qué?’ Jesús le respondió: ‘Si me place que él se quede hasta mi vuelta, ¿qué te importa a ti? Tú sígueme’. Y así se propagó entre los hermanos el rumor de que este discípulo no ha de morir. Sin embargo, Jesús no le había dicho que él no debía morir, sino: ‘Si me place que él se quede hasta mi vuelta, ¿qué te importa a ti?’” (San Juan XXI, 21-23).
San Agustín interpreta este privilegio de Jesús para su íntimo amigo, diciendo: ‘Tú (Pedro) sígueme, sufriendo conmigo los males temporales; él (Juan), en cambio, quédese como está, hasta que Yo venga a darle los bienes eternos. “Quédese como está”, dice San Agustín. Y, ¿cómo estaba Juan cuando Jesús le contestó a Pedro? Estaba vivo.
Por eso, muchos comentaristas dicen que no murió. Otros que sí, pero que fue resucitado enseguida. Lo cierto es que no hay reliquias del cuerpo de San Juan.
La Iglesia celebra, además del 27 de diciembre, como fiesta de este gran Santo y modelo de suma perfección cristiana, el 6 de mayo como fecha del martirio en que San Juan, sumergido en una caldera de aceite hirviente, salvó milagrosamente su vida.
Las Actas de San Juan Evangelista nos cuentan que a sus 90 años de edad, Domiciano le hizo llevar a Roma y delante de la puerta latina le hizo echar en una caldera de aceite hirviendo. Dios lo sacó de ella ileso y rejuvenecido.
En cuanto estaba de su parte había bebido el Cáliz del Señor que Cristo le había asegurado. La fiesta de este día conmemora este prodigio considerándolo como verdadero mártir; aún así, quiso Dios que San Juan siguiera vivo después de este incidente.
Al finalizar su Evangelio San Juan da testimonio: “Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y que las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero” (San Juan XXI, 24). Nos transmite con fidelidad la inferencia de Jesús de que San Juan se quedará hasta su vuelta (cf. San Juan XXI, 22).
San Juan continúa diciéndonos: “Jesús hizo también muchas otras cosas: si se quisiera ponerlas por escrito, una por una creo que el mundo no bastaría para contener los libros que se podrían escribir” (San Juan XXI, 25).
Por lo tanto, no se escribió todo el bien que Jesús hizo y dijo. El mundo no bastaría, pues la Sabiduría divina es un mar sin orillas.
Quiso Jesús que, por inspiración del Espíritu Santo se nos transmitiesen en el Evangelio sus palabras y hechos; no todos, pero sí lo suficiente “para que creyendo tengamos vida en su nombre” (San Juan XX, 30 s.; cf. San Lucas I, 4).
Sobre este depósito que nos ha sido legado “para que también nos gocemos” con aquellos que fueron testigos de las maravillas de Cristo (cf. 1 Juan I, 1-4), se han escrito abundantísimos libros, y ello no obstante, el Santo Padre Pío XII nos recuerda que: “no pocas cosas... apenas fueron explicadas por los expositores de los pasados siglos”, por lo cual “sin razón andan diciendo algunos … que nada le queda por añadir, al exégeta católico de nuestro tiempo, a lo ya dicho por la antigüedad cristiana”.
Que “nadie se admire de que aún no se hayan resuelto y vencido todas las dificultades y que hasta el día de hoy inquieten, y no poco, las inteligencias de los exégetas católicos, graves cuestiones”, y que “hay que esperar que también éstas... terminarán por aparecer a plena luz, gracias al constante esfuerzo”, por lo cual “el intérprete católico... en modo alguno debe arredrarse de arremeter una y otra vez las difíciles cuestiones todavía sin solución”.
Y en consecuencia el Papa dispone que “todos los restantes hijos de la Iglesia... odien aquel modo menos prudente de pensar según el cual todo lo que es nuevo es por ello mismo rechazable, o por lo menos sospechoso. Porque deben tener sobre todo ante los ojos que... entre las muchas cosas que se proponen en los Libros sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos, sólo muy pocas cosas hay cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, y no son muchas más aquellas en las que sea unánime la sentencia de los santos Padres. Quedan, pues, muchas otras y gravísimas, en cuya discusión y explicación se puede y debe ejercer libremente la agudeza e ingenio de los intérpretes católicos” (Encíclica “Divino Afflante Spiritu”, setiembre de 1943).
Luego, la Santa Iglesia nos dice que se puede y se debe (subrayar esto último), se debe, ejercer libremente la agudeza e ingenio en interpretar las Sagradas Escrituras, siempre dentro del marco establecido por la misma Iglesia. Porque un documento de la Iglesia nos lo dice, se nos autoriza a “escudriñar las Escrituras” (San Juan V, 39).
Entonces, en el Apocalipsis se aparece un ángel que tiene que evangelizar la tierra y comunica un mensaje gravoso: “Y vi a otro ángel volando por medio del cielo, que tenía que anunciar un Evangelio eterno para evangelizar a los que tienen asiento en la tierra: a toda nación y tribu y lengua y pueblo” (Apocalipsis XIV, 6).
El ángel tiene que anunciar un evangelio eterno: el Sagrado Libro del Evangelio, o tal vez solamente el decreto eterno de Dios que el ángel va a promulgar como última advertencia antes del juicio de las naciones: “Y decía a gran voz: ‘Temed a Dios y dadle gloria a Él, porque ha llegado la hora de su juicio; adorad al que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas’” (Apocalipsis XIV, 7). El juicio de las naciones precederá a la Segunda Venida.
Luego el ángel le pide a San Juan que “coma el librito”: “La voz que yo había oído del cielo me habló otra vez y dijo: ‘Ve y toma el libro abierto en la mano del ángel que está de pie sobre el mar y sobre la tierra’. Fui, pues, al ángel y le dije que me diera el librito. Y él me respondió: ‘Toma y cómelo; amargará tus entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel’. Tomé el librito de la mano del ángel y lo comí; y era en mi boca dulce como la miel, mas habiéndolo comido quedaron mis entrañas llenas de amargura. Me dijeron entonces (a San Juan): ‘Es menester que profetices de nuevo contra muchos pueblos y naciones y lenguas y reyes’” (Apocalipsis XIV, 8-11).
El “librito” que San Juan debe comer no es otro que el “Eterno Evangelio”. Comer el libro recuerda las profecías de Ezequiel: “Oye, oh, hijo de hombre: ‘… abre tu boca, y come lo que te voy a dar’. Yo miré, y vi una mano que se tendía hacia mí, y he aquí en ella el rollo de un libro. Lo desenvolvió delante de mí, y estaba escrito por dentro y por fuera; y lo escrito en él eran cantos lúgubres, lamentaciones y ayes” (Ezequiel II, 8-10).
Y esta otra: “Y me dijo: ‘Hijo de hombre, come lo que tienes delante; come, come este rollo; y anda luego y habla a la casa de Israel’. Abrí mi boca, y me dio de comer aquel rollo. Y me dijo: ‘Hijo de hombre, con este rollo que te doy, alimentarás tu vientre y llenarás tus entrañas’. Y yo lo comí, y era en mi boca dulce como miel. Y me dijo: ‘Hijo de hombre, anda, dirígete a la casa de Israel, y anúnciales mis palabras’” (Ezequiel III, 1-4).
“Comer el libro” simboliza, entonces, que San Juan ha de enterarse por completo de su contenido. Su gusto dulce y luego amargo, significa la dulzura de la divina Palabra y el horror del santo Apóstol al contemplar en espíritu, como Jesús en Getsemaní, los abismos de la apostasía y sus castigos que estamos ya viviendo.
Scio ve en este libro el Evangelio que hubiese de ser predicado de nuevo con la buena nueva del Reino, precisamente antes de la consumación mencionada por San Mateo: “Y esta Buena Nueva del Reino será proclamada en el mundo entero, en testimonio a todos los pueblos. Entonces vendrá el fin” (San Mateo XXIV, 14).
Observa Pirot que hoy “no podemos mantenernos en el horizonte estrecho de la ruina de Jerusalén” sino llegar “hasta la ruina del mundo”, en clara alusión al juicio de las naciones y a la caída de Babilonia (todo el mundo).
Es por esto por lo que a San Juan se le dice: “Es menester que profetices de nuevo” (Apocalipsis XIV, 11), y lo debe hacer estando vivo, es decir, en presencia, y antes de la Segunda Venida: “Algunos de los que están aquí no gustarán la muerte sin que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino” (San Mateo XVI, 28).
San Hilario, San Ambrosio, San Gregorio Nacianceno, San Francisco de Sales, y muchos más, creen que San Juan el Apóstol y Evangelista no ha muerto todavía y que vendrá personalmente, como los dos testigos del Apocalipsis, para predicar y morir.
La Biblia Nácar-Colunga expresa que: “Esta nueva profecía mira a las naciones y a Israel mismo, que deben sufrir un juicio divino antes de cumplirse el misterio de Dios o sea el misterio del Mesías”.
“Sabe [Dios] todas las cosas y todo lo entiende” (Sabiduría IX, 11). Saber en todo momento lo que a Dios le agrada es la suma sabiduría. Por no conocer el corazón de Dios tal como Él se ha revelado, podríamos caer en el error de complacerlo con cosas que no le gustan, como por ejemplo, con oración a fuerza de palabras, o de obras que no son según su Espíritu.
Podemos comprender bien todo esto sabiendo que Dios no se nos ha revelado como un funcionario, que busque el cumplimiento material de sus ordenanzas, ni menos como una abstracción metafísica, sino como un Padre que tiene corazón de tal (recordemos la parábola del hijo pródigo), por lo cual nuestros obsequios no pueden agradarle sino en la medida del sincero amor y la filial confianza que los inspiren.
Agrega el Concilio IV de Constantinopla que si alguien no la adora (a la Palabra de Dios, que es Jesucristo mismo) no la verá “cuando Él venga en la gloria paterna a ser glorificado y glorificar a sus santos”, “cuando Él venga en aquel día a ser glorificado en sus santos y ofrecerse a la admiración de todos los que creyeron, porque nuestro testimonio ante vosotros fue creído” (2 Tesalonicenses I, 10); (cf. Denzinger 337).
¿Acaso Jesús no es la misma Palabra del Padre, el Verbo? Adoramos y deseamos tus palabras como a Ti mismo, pues todo lo has hecho bien.
Y San Pablo concluye en la Epístola de hoy: “Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia que me dio no resultó estéril, antes bien he trabajado más copiosamente que todos ellos; bien que no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios XV, 10).
Puesto que Dios da a los que a Él acuden más de lo que merecen y desean, en la oración Colecta de la Misa de hoy pedimos: “derrama sobre nosotros tu misericordia, hasta el punto de perdonar las faltas por las cuales teme la conciencia, y de añadir por tu cuenta lo que la oración no osa pedir”.
Ya es mucho alcanzar de Dios el perdón de los pecados, mas su gran misericordia añade otros favores, que nosotros agobiados y humillados por las culpas, ni siquiera osamos pedir.
¡Ven pronto Señor Jesús! ¡Todo lo has hecho bien!
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Dom XI post Pent – 2023-08-13—1 Corintios XV, 1-10 – San Marcos VII, 31-37 – Padre Edgar Díaz