El Rey David - Matthias Stom (Francés) |
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Dice un autor moderno que el más célebre de todos los Salmos del Salterio es el Salmo 109 (o 110 según las versiones). La Comisión Bíblica, el 19 de mayo de 1910, Pontificado de San Pío X, señala que este Salmo tiene por autor a David, de modo que nadie pudiese negarlo o cuestionarlo.
Paralelo del Salmo 2, es “breve por el número de las palabras, grande por el peso de las sentencias”, dice San Agustín, y goza del privilegio de haber sido interpretado por Jesús mismo, como leemos en la segunda parte del Evangelio de la Santa Misa de hoy (San Mateo XXII, 41-46).
Con la interpretación que hace Jesús, el Señor le está diciendo a los judíos que Él es Dios, por ser el Mesías enviado por Dios Padre para la salvación de la humanidad, prometido desde los comienzos a nuestros primeros padres.
Y también que Él es verdadero Hombre ya que el Padre le reservaba el asiento a su diestra glorificándolo como Hombre: “¡Yo promulgaré este decreto de Dios Padre! Él me ha dicho: ‘Tú eres mi Hijo, Yo mismo te he engendrado en este día’” (Salmo 2, 7).
Es Cristo que después de su Ascensión se sienta a la diestra del Padre. Sentarlo a su diestra como Hombre, equivale a otorgar a su Humanidad santísima la misma gloria que como Verbo tuvo eternamente y que Él había pedido.
Es, en efecto, lo que Jesús esperaba del Padre (es decir, sentarse a su diestra) al pedirle para su Humanidad Santísima “aquella gloria que en Ti mismo tuve antes que el mundo existiese” (San Juan XVII, 5).
Maravilloso don que Él quiere también para nosotros (cf. San Juan XVII, 22 s.) y que disfruta ya como Sacerdote para siempre. El Credo dice: “Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre”— y destaca sus derechos como Mesías Rey, que Israel desconoció cuando Él vino y “los suyos no lo recibieron” (San Juan I, 11).
Estos derechos los ejercerá cuando el Padre le ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. Esto es, hasta que llegue la hora (cf. Hebreos X, 12 s.) en que el Padre se disponga a decretar el triunfo definitivo del divino Hijo: “Desde Sión impera …Tuya será la autoridad en el día de tu poderío, en los resplandores de la santidad …” (Salmo 109 [110], 2-3).
Este imperio equivale al otro artículo del Credo, según el cual desde la diestra del Padre “vendrá otra vez con gloria a juzgar a vivos y a muertos y su reinado no tendrá fin”.
Vendrá “para reunirlo todo en Cristo, las cosas del cielo y las de la tierra” (Efesios I, 10) y someterlo todo a Él, porque “al presente no vemos todavía sujetas a Él todas las cosas” (Hebreos II, 8). Hay que estar ciegos para no ver que al presente no están todas las cosas sujetas a su autoridad: “‘Se sentó a la diestra de Dios’, aguardando lo que resta ‘hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies’” (Hebreos X, 12-13).
No hay pasaje, en todo el Antiguo Testamento que no sea tan citado en el Nuevo como el Salmo 109, donde el Mesías es proclamado Hijo de Dios: “Salmo de David. Oráculo de Yahvé a mi Señor” (Salmo 109 [110], 1). “‘¿De quién es hijo?’ Les preguntó Jesús a los fariseos. Le contestaron ‘de David’. Y Él replicó: ‘Si David lo llama ‘Señor’, ¿cómo es su hijo?’” (San Mateo XXII, 42.45). ¿Cómo puede ser su hijo y, a la vez, llamarlo “Señor”?
El Salmo 109 también lo proclama el Rey futuro: “Desde Sión impera …Tuya será la autoridad en el día de tu poderío, en los resplandores de la santidad …” (Salmo 109 [110], 2-3), en clara alusión a su Segunda Venida y su Reino en la tierra. Y Sacerdote para siempre: “Yahvé lo juró y no se arrepentirá: “Tú eres Sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec” (Salmo 109 [110], 4).
Para cada una de estas proclamaciones, Hijo, Rey y Sacerdote, habla solemnemente Dios en Persona, es decir, el Padre, en tres veces sucesivas. Pero en lo restante del Salmo es David quien confirma la profecía explicando su sentido: “A mi Señor” (Salmo 109 [110], 1). Es decir, “Oráculo de Yahvé a mi Señor” (Salmo 109 [110], 1), a Cristo, el Señor de David, al cual David llama proféticamente “mi Señor” (en hebreo “Adoní”) como Dios que es.
Vano sería decir que David quiso mostrar que esta expresión “mi Señor” se refería a Salomón. No lo es; ni siquiera como “tipo” de Cristo, pues aquel “rey pacífico”, Salomón, nunca se pareció en nada al formidable Guerrero que aquí vemos, que es Jesús en su Parusía: “En el día de su ira destrozará a los reyes. Juzgará las naciones, amontonará cadáveres …” (Salmo 109 [110], 5-6).
El Salmo 109 anuncia a Jesús como futuro Rey de la tierra, así como también lo anuncia el Padre en el Salmo 2: “Yo he constituido a mi Rey sobre Sión mi santo monte”, diciendo luego a Cristo: “Pídeme y te daré en herencia las naciones y en posesión los términos de la tierra” (Salmo 2, 6-8).
El Padre le entregará el poder a Jesús: “El cetro de tu poder lo entregará Yahvé…” (Salmo 109 [110], 2), expresión que recuerda lo que leemos en el profeta Daniel: “He aquí que vino sobre las nubes del cielo Uno parecido a un hijo de hombre (Jesús en la Parusía), el cual llegó al Anciano de días (Dios Padre), y le presentaron delante de Él. Y le fue dado el señorío, la gloria y el reino, y todos los pueblos y naciones y lenguas le sirvieron. Su señorío es un señorío eterno que jamás acabará, y su reino nunca será destruido” (Daniel VII, 13-14).
Ejercerá su imperio en Sión, así como lo anticipó el profeta Isaías: “Y llegarán muchos pueblos y dirán: ‘¡Venid, subamos al monte de Yahvé, a la Casa del Dios de Jacob! Él nos enseñará sus caminos, e iremos por sus sendas’; pues de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvé” (Isaías II, 3).
Y su poder se extenderá sin límites, sin que ningún adversario pueda resistirle; y así, por eso, el Rey es constituido sobre Sión y no desde Sión: “Pues bien, soy Yo (Dios Padre) quien he constituido a mi Rey sobre Sión, mi santo monte” (Salmo 2, 6). Y “Sucederá al fin de los días que el monte de la Casa de Yahvé tendrá su fundamento en la cima de los montes, y se elevará sobre las alturas. Afluirán a él los pueblos …” (Miqueas IV, 1); “Porque Yahvé escogió a Sión; lo ha querido para morada suya: ‘Éste es mi reposo para siempre; aquí habitaré porque lo he elegido’” (Salmo 131 [132], 13-14).
Un día Cristo someterá a su Reino la totalidad de sus enemigos. Es, como dice el Crisóstomo, una predicción. Por un lado, a los judíos: “Y de esta manera todo Israel será salvo; según está escrito (en Isaías): ‘De Sión vendrá el Libertador; Él apartará de Jacob las iniquidades’” (Romanos XI, 26). Isaías habla de los últimos tiempos del mundo y de los dichosos beneficios que obrará el Mesías en medio de Israel. Y, por otro lado, a los gentiles: “Y lo adorarán los reyes todos de la tierra; todas las naciones le servirán” (Salmo 71 [72], 11).
Teodoreto explica que la autoridad Jesús la ejercerá recién cuando venga en su Segunda Venida: “aunque Tú eres omnipotente, pues el Padre te engendró igual a Él desde la eternidad, manifestarás ese poder cuando vengas para el juicio (de las naciones) y llenes de esplendor a tus santos”.
El Rey existe desde toda la eternidad, como Persona divina, pero no habrá tomado posesión del Reino sino en el tiempo fijado por Dios, que es la Parusía: “Fijado está tu trono desde ese tiempo; Tú eres desde la eternidad” (Salmo 92 [93], 2).
Según nuestra manera de entender, Dios comienza a reinar y a ejercitar el sempiterno y absoluto imperio que tiene sobre todas las cosas, solamente cuando, ejecutadas sus venganzas y castigados los enemigos (juicio de las naciones en la Parusía), demuestra contra éstos su absoluta potestad no menos que su generosa bondad hacia los elegidos reunidos en su reino por todos los siglos.
Sabemos que “el primer advenimiento fue en la humildad y despreciado” (Canon de Muratori, Ench. Patr. 268), y Aquel a quien los Magos buscaron como el Rey de los judíos (San Mateo II, 2), de acuerdo con Miqueas, lejos estuvo de ejercer entonces tal reinado sobre su ingrato pueblo (ni menos esa violencia con las naciones).
Por eso, el “día de tu poderío” (Salmo 109 [110], 3), es el día en que: “de su ira destrozará a los reyes. Juzgará las naciones …” (Salmo 109 [110], 5-6). Así Él mismo lo declaró a Pilato sin perjuicio de confirmar su dignidad real (cf. San Juan XVIII, 33-38).
Pues, ese día será el día en que Jesús muestre “los resplandores de su santidad” (Salmo 109 [110], 3), pues el Salmo 109 es esencialmente un elogio de Cristo mismo, y destaca de este modo el resplandor de su aspecto el día de su venida en gloria, como lo mostró en la Transfiguración (cf. Marcos IX, 1).
La generación del Verbo es eterna, de donde se deduce la divinidad de Jesucristo por identidad de su naturaleza con la del Padre: “Él te engendró” (Salmo 109 [110], 3); “Tú, Belén, … de ti me saldrá el que ha de ser dominador de Israel, cuyos orígenes son desde los tiempos antiguos, desde los días de la eternidad” (Miqueas V, 2).
Y fue engendrado, “antes del lucero” (Salmo 109 [110], 3), esto es, antes de toda creatura. Este mismo nombre de Jesucristo es usado una sola vez en el Nuevo Testamento con referencia a su Parusía. Así, Pedro lo compara “… a una lámpara que alumbra en un lugar oscuro hasta que amanezca el día y el astro de la mañana se levante en vuestros corazones” (2 Pedro I, 19)
Este “Lucero” había sido simbolizado por la Estrella de Jacob: “Le veo, pero no como presente, le contemplo, mas no de cerca: una estrella sale de Jacob, y de Israel surge un cetro, que destrozará las sienes de Moab, y destruirá a todos los hijos de Set” (Números XXIV, 17).
También había sido anunciado por una estrella: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo” (San Mateo II, 2).
En su segunda venida Jesús se llama a Sí mismo la Estrella Matutina: “Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella esplendorosa y matutina” (Apocalipsis XXII, 16), anunciando con ese nombre el galardón de su Reino: “… y le daré la estrella matutina” (Apocalipsis II, 28), galardón que es Él mismo: “He aquí que vengo presto, y mi galardón viene conmigo para recompensar a cada uno según su obra” (Apocalipsis XXII, 12).
Sobradas son las citas de las Sagradas Escrituras para demostrar que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías que vendrá como Rey al monte Sión a partir de su Parusía.
Sin embargo, los judíos siguen aún hoy burlándose de Él. La Oración Colecta de la misa nos invita a pedir la gracia para evitar la influencia contagiosa del demonio.
La influencia contagiosa del demonio se propaga a través de las personas con sus errores, vicios, pecados y herejías. El espíritu malo de una persona influye sobre los demás, y así se explica lo que pasó en el Vaticano II y en la Fraternidad.
El espíritu anticatólico de aquellos que están incurriendo en herejía no les permite aceptar sus yerros y cambiar. Es el espíritu de “ir en contra”, pecado en contra del Espíritu Santo, por negar la Verdad. No pueden aceptar su orgullo y soberbia.
Una vez viciadas estas personas, que en sí no son malas, sino débiles, con dudas y poca fe, no pueden ya servir al único Dios verdadero con corazón puro, ni reconocer los yerros propios con humildad y sinceridad, para poder guardar la “unidad de espíritu” (Efesios IV, 3); y “ser como un solo cuerpo” (Efesios IV, 4), dice San Pablo.
Hoy los judíos tienen la postura de que Jesús no es del linaje de David; le tienen odio, y lo niegan y le desprecian, y, por lo tanto, no califica como Mesías, negando precisamente lo que dice el Salmo 109. ¿Cómo pueden llegar a decir que Jesús no es del linaje de David negando así el Salmo 109?
En el año 90, después de la destrucción del Templo de Jerusalén, los judíos convocaron un concilio en el que se proclamó un nuevo canon del Antiguo Testamento.
Con esto lograron tergiversar las Escrituras, para acomodarlas a sus ideas. Nació así el Canon de Palestina, en contraposición al Canon de los LXX de Alejandría (el verdadero Canon Católico del A.T.).
Entonces, a partir del Siglo I los judíos tienen un nuevo Canon, el de Palestina, y, a partir de estas nuevas escrituras, se burlan de Jesucristo, le acusan de ser el hijo del carpintero San José, de quien dicen que cometió adulterio con María, y burlándose también del Espíritu Santo.
Bastaría cotejar ambos cánones para darse cuenta de la Verdad, y de la malicia de los judíos. Se puede probar que han adulterado los textos y han llegado a adulterar también aquellos que hablan del linaje de Jesús, concluyendo que no es de la línea de David, y que por lo tal, no califica como Mesías.
Por eso dice el Evangelio hoy que ya no se animaban a preguntarles más nada: “Y nadie pudo responderle nada, y desde ese día nadie osó más proponerle cuestiones” (San Mateo XXII, 46). Habían entendido bien quien era Jesús, y no le preguntaron más, para no delatarse a ellos mismos. “Sus conciudadanos le odiaban ... No queremos que éste reine sobre nosotros” (San Lucas XIX, 14).
Y así como los judíos inventaron un nuevo judaísmo, por instigación del demonio, así la infiltración judía en la Iglesia inventó un nuevo catolicismo, el del Vaticano II. El espíritu maligno que tergiversó el judaísmo hizo lo mismo con la Iglesia Católica presentando una nueva iglesia en el Vaticano II.
El mismo diablo, la misma serpiente antigua que engañó a nuestros primeros padres, hizo que “la Israel de Dios” abandonara al verdadero Dios, así como también “la verdadera Israel de Dios, la Iglesia Católica” abandonó al verdadero Dios, transformándose en una nueva religión.
El primer intento del demonio fue modificar el Canon del Antiguo Testamento en el Concilio de Palestina en el año 90, y luego, con el transcurrir del tiempo, la modificación de la Biblia entera por parte de los protestantes, que es lo que se ha infiltrado en la Iglesia Católica, para negar a Jesús. No les quedaba otra que adulterar las Escrituras.
Luego, debemos guardar el Espíritu de Cristo, la Verdad, la Verdadera Doctrina, el Espíritu de Dios. “Por el llamamiento que se os ha hecho (al sacerdocio) caminad de una manera digna” (Efesios IV, 1) para alcanzar “la esperanza de la vocación a que habéis sido llamados” (Efesios IV, 4), esto es, la venida de Cristo en su Parusía.
¡Ven pronto, Señor Jesús! Amén.
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Dom XVII post Pent – 2023-09-24 – Efesios IV, 1-6 – San Mateo XXII, 34-46 – Padre Edgar Díaz – El Salmo 109