sábado, 16 de septiembre de 2023

La descendencia de la mujer - Padre Edgar Díaz

Expulsión del Jardín de Edén - Masaccio

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El primer rayo de promesa para redimir a la humanidad se encuentra en los comienzos del libro del Génesis: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: éste (Jesús) te aplastará la cabeza (su muerte en Cruz), y tú (la serpiente, el diablo) le aplastarás el calcañar (el talón)” (Génesis III, 15).

Brilla aquí el primer rayo de luz después de la caída del hombre.

El corazón paternal de Dios tuvo preparada una salida, tan compasiva como insospechada: la futura reparación y salvación por medio de la muerte en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por donde se ve que en el pensamiento de Dios el Cordero inmaculado se inmoló desde el principio del mundo y pone a la humanidad caída en vías de redención.

Desde la fundación del mundo los nombres de aquellos que se van a salvar están escritos en el libro de la vida: “Adorarán (al dragón; el diablo) todos los moradores de la tierra, aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero inmolado, desde la fundación del mundo” (Apocalipsis XIII, 8).

En la gran tribulación desencadenada por el anticristo y bajo el poder del diablo, no perecerán, pues, todos; habrá quien permanezca fiel para la venida de Cristo, y son los que se cuentan escritos en el libro de la vida.

Luego, la inmolación del Cordero, que es descendencia de la mujer, vencerá al demonio (“te aplastará la cabeza”) de la misma manera que el hombre aplasta la cabeza de una serpiente. La descendencia de la mujer es el Salvador Jesucristo, Cabeza de la humanidad, quien venció por propia virtud al demonio. 

Cristo fue clavado en la Cruz, por obra de la serpiente (Satanás) y sus cooperadores, y así obtuvo Satanás una aparente victoria, mas el verdadero vencedor fue Cristo, que con la muerte de Cruz aplastó al enemigo del género humano, el cual al fin de los tiempos será precipitado en el “lago de fuego y azufre”, según nos relata el Apocalipsis (cf. Apocalipsis XX, 10).

Junto con el castigo a nuestros primeros padres por desobediencia a Dios Padre vino una bendición y una promesa para la humanidad. ¿Como entendió Eva aquella promesa? La evidencia sugiere que la entendió como que significaba que ella daría a luz un hijo que “aplastaría la cabeza de Satán”.

Pero cuando Eva tuvo su primer hijo, Caín, ella dijo: “He obtenido un varón con el beneplácito de Dios” (Génesis IV, 1). Caín, el primogénito, es el hijo de la rebeldía, el representante del espíritu de este mundo, y, como tal, enemigo de Dios; mientras que Abel es el heredero de las promesas mesiánicas, el justo, que creía en el futuro Redentor. 

Presumiblemente, cuando Caín mató a Abel, sus esperanzas de la “simiente prometida” se desvanecieron. Eva reconoció que Caín, quien ella creía que sería “la simiente prometida”, no lo era. Siendo que Abel estaba muerto, él no podía cualificar tampoco. 

Así que el “Señalado”, Nuestro Señor Jesucristo, surgiría del próximo hijo de Eva, Set. Cuando finalmente Eva tuvo a Set, ella exclamó: “Porque Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín” (Génesis IV, 25).

El nombre “Set” significa sustituto o reemplazante, a saber, de Abel. Set fue entonces el primer eslabón del linaje de los justos elegidos para conservar la revelación divina y el Reino de Dios sobre la tierra. A Set le siguen los Patriarcas Noé, Sem, Abrahán, Isaac, Jacob … David … San José y la Santísima Virgen, de quien nació Nuestro Señor Jesucristo, Redentor del mundo, y la Santa Iglesia Católica.

En la Epístola de hoy San Pablo nos habla de las tribulaciones de la Iglesia y “ruega que no desmayemos (en la lucha) viendo las tribulaciones que (San Pablo) pasó por nosotros; y la razón de esto es que son para nuestra gloria” (Efesios III, 13).

En los comienzos de la Iglesia, cumpliendo con la promesa hecha por Cristo a San Pedro, el primer Papa, Dios le envió a la Iglesia sucesores de Éste, como así también los Primeros Padres de la Iglesia, los cuales, lucharon para que Ésta no fuera a perecer bajo el yugo de la herejía y las tribulaciones satánicas.

Una de las más peligrosas herejías surgió en el año 320, el arrianismo, que negaba la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, diciendo que era un simple hombre creado por Dios. Esta herejía tuvo gran acogida entre los obispos del momento. 

No olvidemos que detrás de esta malicia estaban los judíos, hijos de la gran serpiente que tentó a Adán y Eva, que desde temprano habían escalado muy alto en la sociedad y con su perversa influencia buscaban destruir la Iglesia del Nazareno.

La consecuencia del arrianismo es desastrosa, pues, al decir que Jesucristo no es Dios, declara que no habría Redención, y, por lo tanto, las puertas del Cielo aún estarían cerradas, y nosotros no podríamos entrar, y la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor habría sido derramada en vano.

Para defender la verdadera fe, las costumbres, y la unidad de la Iglesia, el Emperador Constantino convocó, con la ayuda del Obispo Osio de Córdoba, el Primer Concilio Ecuménico de la Historia: el Concilio de Nicea, en el que por primera vez se declaró solemnemente un dogma de fe de la Iglesia condenando así al arrianismo.

El Papa del momento, San Silvestre I, no pudo asistir al Concilio, y, por esta razón, envió a dos representantes, a saber, los sacerdotes Vito y Vicente. Todos los Obispos reunidos, bajo la guía del Espíritu Santo, proclamaron los pronunciamientos conciliares que hoy constituyen el Símbolo de Nicea. Todo indica que fue Osio de Córdoba el autor de esta fórmula.

De esta forma nace el comienzo del Credo de Nicea que, a lo largo del recorrer de la historia, fue desenvolviéndose hasta formar el Credo Niceno-Constantinopolitano, que es el que habitualmente rezamos en la Santa Misa.

De este modo por medio del primer concilio ecuménico de la historia se proclamó la doctrina de la consubstancialidad del Padre y del Hijo (es decir, que Jesucristo es Dios, como el Padre), primer dogma proclamado solemnemente por un concilio y confirmado por el Papa.

Es importante resaltar que, una vez proclamado, el dogma es inmutable, y vemos cómo de este modo, la Iglesia establece pilares firmes para las luchas contra todos los que a lo largo de la historia han intentado e intentarán difundir sus doctrinas disfrazadas. Ésta fue la batalla inicial de la Iglesia por defender la sana y verdadera doctrina.

Mientras que la consubstancialidad del Hijo con el Padre fue el primer dogma proclamado en la Iglesia, el último dogma proclamado por un concilio ecuménico fue el de la Infalibilidad Papal. 

El Concilio Vaticano dejó definido que el Papa goza de infalibilidad en su magisterio, en cuestiones de fe y costumbres, cuando habla “ex cathedra”, o sea, desde su trono.

Algunos sostienen que el Papa es solo infalible cuando hace una pronunciación solemne, y que en los demás momentos no lo es. Pero esto es un absurdo, e iría en contra de la promesa de Nuestro Señor de que las puertas del infierno (las herejías) no prevalecerían sobre la Iglesia. El Papa, en cuestiones de fe y costumbres, siempre habla “ex cathedra”, desde su trono, aunque no siempre lo haga “solemnemente”. 

Por primera vez en la Iglesia se proclamó solemnemente un dogma en el Concilio de Nicea en el año 325. Luego, ¿tendríamos que decir que los Papas hasta ese momento no gozaron de la infalibilidad? ¿Ni siquiera San Pedro, el Primer Papa? Esto es un absurdo.

Estas son las tribulaciones por las que la Iglesia tuvo que pasar y que le dieron gloria a Dios: “A Dios Padre la gloria en la Iglesia, y en Cristo Jesús, por todas las generaciones de la edad de las edades” (Efesios III, 21). 

La Iglesia ha de glorificar al Padre, y debe hacerlo “en Jesucristo”, es decir, unida a Él y con Él, hasta que Él vuelva en su Parusía, la edad de las edades.

Desde los comienzos hasta el final de los tiempos la Iglesia está siendo atacada constantemente por influencia judía, en contra de Nuestro Señor Jesucristo. Caín sigue matando a Abel, pero esto será así hasta su Segunda Venida. Mientras ese tiempo llega, quien no sigue a Jesús sigue extraviado. 

El 19 de Septiembre próximo es un nuevo aniversario de las apariciones de la Santísima Virgen María en La Salette. En 1846 la Virgen se les apareció a dos pastorcitos, Melania y Maximino, y les dio este mensaje:

“Los sacerdotes, ministros de mi Hijo, por su mala vida, por sus irreverencias, y por su impiedad al celebrar los Santos Misterios, por su amor al dinero, a los honores, y a los placeres, se han convertido en cloacas de impureza”.

“Sí, claman venganza al Cielo, y el castigo pende de sus cabezas. ¡Ay de los Sacerdotes y de las personas consagradas a Dios, que por sus infidelidades y su mala vida crucifican de nuevo a mi Hijo! …”

“No hay almas generosas que aplaquen la ira de Dios … Roma perderá la fe, y se convertirá en la sede del anticristo. La Iglesia será eclipsada”.

Observemos que Nuestra Santa Madre dice: “Roma perderá la fe”, y no “la Iglesia perderá la fe”. Por eso, es necesario distinguir: Roma es la Roma Apóstata, la estructura que abandona la Iglesia, y, por lo cual, perderá la fe, porque en la verdadera Iglesia deben estar siempre las cuatro notas: Una, Santa, Católica y Apostólica.

En cambio, de la Iglesia dice que “será eclipsada”. ¿Qué quiere decir esto? No que está infiltrada, o usurpada, sino eclipsada. Así como la luna eclipsa el sol y todo se pone obscura, así una iglesia falsa, que no es la Iglesia Católica, la ha eclipsado. La nueva iglesia se pone delante de la Iglesia del Nazareno; obra maestra del diablo para engañar a la mayoría, y quien hoy está sentado en el trono de Pedro es un anticristo. 

La verdadera Iglesia, no obstante, sigue su camino, sola, pero con la verdadera fe, y no la comparte para nada con el Vaticano. Es la Iglesia que vuelve a la clandestinidad, a las catacumbas, la de los últimos tiempos, con sus cuatro notas, y perseguida a más no poder, la que está solo en algunos sacerdotes y familias.

Es indudable que el Esposo deba venir por su Esposa muy amada, y, como el Esposo “todo lo ha hecho bien” (San Marcos VII, 37), el más grande bien es su Venida, para restablecer todo para su Padre, para gloria de su Padre.

Y continúa Nuestra Señora diciendo:

“El mundo se hallará en la consternación. Todo el universo será sacudido de terror, y muchos se dejarán seducir, porque no han adorado al verdadero Cristo viviente entre ellos. En los conventos, las flores de la Iglesia estarán corrompidas y el demonio se convertirá en el rey de los corazones”.

“La tierra será castigada con plagas (además de la peste y el hambre), habrá guerras atroces, enfermedades contagiosas, lluvias de granizo, tempestades, terremotos. Correrá la sangre por todas partes …”

Nuestra Señora nos anticipó cómo serían las tribulaciones de la Iglesia en los tiempos últimos. Pero al final, la gloria divina brillará aún más por medio de la restauración de Israel. 

Naciones y reyes temerán y honrarán a Dios cuando comprueben que Él ha reedificado a Sión y ha desplegado su magnificencia; que ha escuchado la plegaria de aquellos a quienes los enemigos habían despojado y que parecían perdidos sin esperanza. La restauración de Israel (su ingreso en la Iglesia) tendrá por coronamiento la conversión de las naciones. Así se establecerá el reino de Dios sobre la tierra. 

Es la magnífica victoria que Dios, sin ayuda de ningún poder humano, tendrá en favor de su pueblo; es el regocijo de todas las naciones; es la naturaleza que también mostrará su exultación por el Justo Juez que viene. 

Dice el Salterio Romano: “se trata del reino mesiánico”, presentado por los profetas como una victoria de Dios y del pueblo de Israel sobre los gentiles. “Cantad a Yahvé un cántico nuevo, porque ha hecho cosas admirables. Su diestra y su santo brazo le han dado la victoria” (Salmos 98,1).

Según el Gradual de la Santa Misa (Salmo 101-102), en su Segunda Venida temerán las naciones y todos los reyes de la tierra: “Oh, Dios, los gentiles reverenciarán tu Nombre, y tu gloria todos los reyes de la tierra, porque Yahvé habrá restaurado a Sión, y Él se mostrará en su gloria” (Salmo 101-102:16-17).

Esto que dicen los Salmos no se cumplió en el regreso de Babilonia (Salmo 95); está vinculado, como expresa Santo Tomás de Aquino, a la conversión de Israel. La gran victoria de Dios Padre será la entrada del pueblo de Israel a la Iglesia Católica. Todo concluye con esta entrada.

¡Admirable promesa mesiánica: todos los pueblos y reyes adorarán al verdadero Dios!

Concluimos con San Pablo quien le implora a Dios “que seamos hechos capaces de comprender con todos los santos qué cosa sea la anchura y la largura y la alteza y la profundidad, y de conocer el amor de Cristo por nosotros” (Efesios III, 18-19). Un Reino de santos … y solo santos.

¡Ven Pronto, Señor Jesús! Amén.

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Domingo XVI post Pentecosten – 2023-09-17 – Efesios III, 13-21 – San Lucas XIV, 1-11 – Padre Edgar Díaz