domingo, 8 de octubre de 2023

“El que hurtaba, (que) no hurte más …” - Padre Edgar Díaz

Jesús, el Cordero de Dios - Francisco de Zurbarán  (1598–1664) 

*

La parábola del Evangelio nos habla claramente de la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo bajo la imagen de las bodas.

En cuanto a los invitados a estas bodas se refiere, en primer lugar, al pueblo escogido de la Antigua Alianza. A las fiestas de las bodas de su Hijo con la humanidad (la Parusía) convida el Padre primeramente a los judíos por medio de sus “siervos”, los profetas. Como despreciaron la invitación perderán la cena: “Envió a sus siervos a llamar a los convidados a las bodas, mas ellos no quisieron venir” (San Mateo XXII, 3).

Los “otros siervos” son los Apóstoles que Dios envió sin reprobar aún a Israel (San Lucas XIII, 6 ss., como se le pidió a Jesús acerca de la higuera infructuosa “…déjala todavía…quizá de fruto en el futuro”), durante el tiempo de los Hechos, es decir, cuando Jesús ya había sido inmolado y “todo estaba a punto” (San Mateo XXII, 4); “De modo que vengan los tiempos del refrigerio de parte del Señor y que Él envíe a Jesús, el Cristo” (Hechos de los Apóstoles III, 22). 

Rechazados esta vez por el pueblo, como Él lo fuera por la Sinagoga (cf. Hechos de los Apóstoles XVIII, 25 ss.) y luego “quemada la ciudad” de Jerusalén: “El rey, encolerizado, … quemó su ciudad” (San Mateo XXII, 7), los Apóstoles y sus sucesores, invitando a los gentiles, llenan la sala de Dios: “Reunieron a todos cuantos hallaron, malos y buenos, y la sala de las bodas quedó llena de convidados” (San Mateo XXII, 10).

El hombre que no lleva vestido nupcial es aquel que carece de la gracia santificante, sin la cual nadie puede acercarse al banquete de las Bodas del Cordero: “Regocijémonos y saltemos de júbilo, y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero (la Parusía), y su esposa se ha preparado. Y se le ha dado vestirse de finísimo lino, espléndido y limpio; porque el lino finísimo significa la perfecta justicia (o santidad) de los santos” (Apocalipsis XIX, 7-8).

Nadie puede entrar al banquete sino vestido “del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios IV, 24). Y nadie obtiene esto si no “renueva el espíritu de su mente” (Efesios IV, 23), que es conformarse a la imagen de Jesucristo, y desnudarse del hombre viejo, que es corrompido y sometido al pecado (cf. Gálatas V, 16). Esto nos coloca en la justicia y santidad de la verdad, que es el ambiente vital y el clima espiritual propio del hombre nuevo.

La existencia de los buenos y malos dentro de la Iglesia será hasta el día en que los ángeles hagan la separación y Jesús, celebrando sus Bodas (su Parusía) con el Cuerpo Místico (la Santa Iglesia Católica) arroje del festín a los que no tenían el traje nupcial: “Atadlo de pies y manos, y arrojadlo a las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes (el infierno)” (San Mateo XXII, 13).

Recurriendo una vez más al Salmo 109, esta vez, sus últimos versículos, estos nos describen con mucho detalle los momentos de la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, lo que la Parábola del Evangelio, y el Apocalipsis, llaman “las Bodas del Cordero”. Mientras ese momento llega, el Hijo está aún a la diestra del Padre: “Mi Señor está a la diestra de (Yahvé)” (Salmo 109 [110], 5).

En su venida Jesús va a cumplir, a su vez, las hazañas que el Salmo menciona: “En el día de su ira destrozará a los reyes” (Salmo 109 [110], 5); y “Juzgará las naciones, amontonará cadáveres, aplastará la cabeza de un gran país” (Salmo 109 [110], 6). Él espera a que el Padre le cumpla la promesa: “El cetro de tu poder lo entregará Yahvé (diciéndote): ‘Desde Sión impera en medio de tus enemigos’” (Salmo 109 [110], 2).

El día de su ira es el día de la ira del Cordero: “Y decían (los impíos) a las montañas y a los peñascos: ‘Caed sobre nosotros y escondednos de la faz de Aquel (Dios Padre) que está sentado en el trono y de la ira del Cordero (Jesucristo)’” (Apocalipsis VI, 16). 

Podemos confrontar este texto con el de Sofonías: “Cerca está el día grande de Yahvé; próximo está y llega con suma velocidad. Es tan amarga la voz del día de Yahvé, que lanzarán gritos de angustia hasta los valientes. Día de ira es aquel día, día de angustia y aflicción, día de devastación y ruina, día de tinieblas y oscuridad, día de nubes y densas nieblas; día de trompeta y alarma contra las ciudades fuertes y las altas torres (Nueva York)”.

“Yo angustiaré a los hombres, de modo que andarán como ciegos, porque han pecado contra Yahvé; su sangre será derramada como polvo, y su carne como estiércol. Ni su plata ni su oro podrá librarlos en el día de la ira de Yahvé; el fuego de su celo devorará toda la tierra; pues Él hará ruina total, una destrucción repentina de todos los moradores de la tierra” (Sofonías I, 14-18).

Las enérgicas expresiones que el profeta Sofonías emplea muestran que el juicio ejecutado en Jerusalén es figura del juicio general de las naciones (el juicio de Dios ante la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, distinto del Juicio Final), así como en San Mateo Jesús habla al mismo tiempo de la ruina de Jerusalén, imagen de la ruina que ocurrirá antes de su segunda venida.

El impío, abusando de la paciencia de Dios, se “atesora” ira—¡qué ironía!—para el día del justo juicio, en el cual se habrá acabado el tiempo de la misericordia: “no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestra ira” (Efesios IV, 26); “Conforme a tu dureza y tu corazón impenitente, te atesoras ira para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios” (Romanos II, 5).

Dice San Clemente que “en donde hay ira, no está el Señor, sino la pasión amiga de Satanás”. Y San Juan Crisóstomo llama a la ira “demonio de la voluntad”; y San Basilio dice también que el que se deja dominar de la ira aloja en su interior a un demonio.

Comenta San Agustín: “Los impíos florecen en el mundo, pero se secarán de espanto en el día del juicio”; “A los rebeldes, y a los que no obedecen a la verdad, sino a la injusticia, ira y enojo” (Romanos II, 8). 

Y San Pablo a los Tesalonicenses: “Y a vosotros, los atribulados, descanso, juntamente con nosotros, en la revelación del Señor Jesús (Parusía) desde el cielo con los ángeles de su poder, (mas) en llamas de fuego, tomando venganza en los que no conocen a Dios y en los que no obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán la pena de la eterna perdición, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando Él venga en aquel día (Parusía) a ser glorificado en sus santos y ofrecerse a la admiración de todos los que creyeron, porque nuestro testimonio ante vosotros fue creído” (2 Tesalonicenses I, 7-10).

Como observan los comentadores, este juicio, en el cual no se alude a la suerte de los justos, es descrito con los caracteres de una batalla terrible, donde el Mesías no economiza sus fuerzas pero en la que obtiene también un triunfo deslumbrante: “Son espíritus de demonios que obran prodigios y van a los reyes de todo el orbe a juntarlos para la batalla del gran día del Dios Todopoderoso” (Apocalipsis XVI, 14). 

Estos espíritus de demonios “guerrearán con el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes; y (vencerán) también los suyos, los llamados y escogidos y fieles” (Apocalipsis XVII, 14). Se juzgará; se hará justicia. 

La administración de justicia fue siempre la más alta función del soberano, hasta la división de los poderes (ejecutivo, legislativo, judicial) que es creación relativamente moderna. Por eso, en la Biblia, juzgar es sinónimo de gobernar, y nuestro suspiro es de un deseo ardiente por el pronto advenimiento de Jesús a reinar. 

Por “las naciones” se debe entender literalmente “los gentiles”, o “el tiempo de los gentiles”. Así lo expresa el Profeta Ezequiel: “Porque cercano está el día; se ha acercado el día de Yahvé, el día de las tinieblas, que será el tiempo de los gentiles” (Ezequiel XXX, 3), o sea, el día de Dios, el juicio o castigo de Dios. El tiempo de los gentiles es el tiempo en que Dios se propone hacer estallar su cólera contra todo el mundo pagano o infiel (los malvados).

El capítulo 25 de San Mateo habla claramente del juicio de las naciones: “… y todas las naciones serán congregadas delante de Él (el Hijo del Hombre en su Parusía), y separará a los hombres, unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos” (San Mateo XXV, 32).

Y en la Parábola de las Minas, en el capítulo 19 de San Lucas, el hombre de noble linaje (Nuestro Señor Jesucristo), a su regreso, expresó: “En cuanto a mis enemigos, los que no han querido que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia” (San Lucas XIX, 27).

Y el Apocalipsis nos muestra la venida de Nuestro Señor hiriendo a todas las naciones (los impíos): “De su boca (la de Jesucristo) sale una espada aguda, para que hiera con ella a las naciones. Es Él quien las regirá con cetro de hierro; es Él quien pisa el lagar del vino de la furiosa ira de Dios el Todopoderoso” (Apocalipsis XIX, 15).

Luego, Nuestro Señor “aplastará la cabeza de un gran país” (Salmo 109 [110], 6). Dice el Salmo, “la cabeza”, así literalmente y en singular. El sentido parece ser, al jefe, como refiriéndose al Anticristo. Esto sucederá en el día de su ira, esto es, de la ira del Cordero.

Pero ante el reino de Cristo que llega, los cielos prorrumpen en júbilo: “Y tocó la trompeta el séptimo ángel, y se dieron grandes voces en el cielo que decían: ‘El imperio del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos’” (Apocalipsis XI, 15). 

También para nosotros hay un suspiro igual: “Y el Espíritu y la novia dicen: ‘Ven’. Diga también quien escucha: ‘Ven’. Y el que tenga sed venga; y el que quiera, tome gratis del agua de la vida” (Apocalipsis XXII, 17); y “El que da testimonio de esto dice: ‘Sí, vengo pronto’. ¡Así sea: ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis XXII, 20).

El Salmo 109 concluye así: “Beberá del torrente en el camino; por eso erguirá la cabeza” (Salmo 109 [110], 7).

Los Santos Padres han visto en este versículo el contraste entre ambas venidas del Mesías, o sea, entre este gran triunfo anunciado a Cristo Rey y el supremo rebajamiento de su Encarnación y de su Pasión, en la cual, para ir del Cenáculo a Getsemaní, atravesó y quizá bebió del torrente Cedrón (cf. San Juan XVIII, 1).

Aunque Jesús es omnipotente, manifestará recién su poder cuando venga para el juicio (a las naciones o gentiles) y llene de esplendor a sus santos.

Entonces, cuando no existan ya los que dijeron como en la parábola: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (San Lucas XIX, 14), lo veremos a nuestro amable Rey, que tiene “un Nombre sobre todo nombre” (Filipenses II, 9), levantar triunfante para siempre la sagrada Cabeza que nosotros coronamos de espinas (cf. San Juan XIX, 2 s.) y que los ángeles adoran (cf. San Juan XX, 7), “por eso levantará la cabeza” (Salmo 109 [110], 7).

Lo veremos y lo verán todos: “Ved, viene con las nubes, y le verán todos los ojos, y aun los que le traspasaron; y harán luto por Él todas las tribus de la tierra” (Apocalipsis I, 7).

Lo verán también aun los que le traspasaron: “Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los habitantes de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración y pondrán sus ojos en Mí, a quien traspasaron” (Zacarías XII, 10).

Y también lo dice San Juan, en su Evangelio: “Volverán los ojos hacia Aquel a quien traspasaron” (San Juan XIX, 37).

Y celebrarán su triunfo los ángeles, que están deseando ver aquel día: “… a fin de que vuestra fe, saliendo de la prueba mucho más preciosa que el oro perecedero —que también se acrisola por el fuego— redunde en alabanza, gloria y honor cuando aparezca Jesucristo … cosas que los mismos ángeles desean penetrar” (1 Pedro I, 7-12).

Por esto, “despojaos de la mentira, hablad la verdad” (Efesios IV, 25). ¡Que la verdad no sea callada ni dicha parcialmente! Que cada uno edifique a “su prójimo (con la verdad), pues somos miembros unos respecto de otros” (Efesios IV, 25).

No dar “lugar al diablo” (Efesios IV, 27), el padre de la mentira; porque “Vosotros (Israel actual) sois hijos del diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada de verdad en él. Cuando profiere la mentira, habla de lo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira” (San Juan VIII, 44). 

El Israel actual adora a la antigua serpiente. Trabajaron y trabajan siempre para destronar al verdadero Mesías, Jesucristo, hasta que se conviertan, lo cual, no va a ser fácil. Tiene que ocurrir un milagro, como la conversión de San Pablo, obrado por los Dos Testigos a la Israel de Dios, la Santa Iglesia Católica, la Única Arca de Salvación.

La gran mentira de la Sinagoga de Satanás, o la antigua serpiente, es el adulterio de las Sagradas Escrituras ocurrido desde el canon de Palestina, en el que se quitan 7 libros, para silenciar los textos que hablan claramente del Mesías Jesucristo, así como también se quiere silenciar el texto del Apocalipsis diciendo que no es una profecía por cumplirse.

Porque mentir, o callar la verdad completa, es una manera de hurtar el bien y la salvación del prójimo, San Pablo les exhorta: “El que hurtaba, (que) no hurte más …” (Efesios IV, 28). Amén.

*

Dom XIX post Pent – 202-10-08 – Efesios IV, 23-28 – San Mateo XXII, 1-14 – Padre Edgar Díaz