Todos los Santos |
*
Ser santo no significa otra cosa que vivir en estado de gracia, enamorándonos de Dios día a día. Esta santidad se nos ha sido infundida en el día de nuestro bautismo, a través de la gracia santificante. A lo largo de nuestra vida, ser santo consiste precisamente en mantener intacta la gracia santificante recibida.
Ese es nuestro deber, mantenernos en el estado de gracia, al cual hemos sido elevados sin mérito alguno de nuestra parte. Si llegáramos a perder el estado de gracia por culpa del pecado, es nuestro deber también recuperar la gracia inmediatamente a través del sacramento de la confesión, y de cuidar de no perderla de nuevo.
Ésta es la voluntad de Dios, nuestra santificación (cf. 1 Tesalonicenses IV, 3). La razón por la cual Dios nos da todos los días sus gracias y sus beneficios es precisamente para que preservemos esta santificación; también Dios da sus beneficios a los que no están en estado de gracia; pero podemos imaginar el abuso que esto significa de parte de esa alma si no la usa para recobrar su estado de gracia.
Por lo tanto, todo lo que poseamos, que no es otra cosa que gracia y beneficio de Dios, debe ser usado para nuestra santificación, y no para otro uso. Esto es absolutamente necesario para poder entrar en el Cielo.
La ceguera de la gente con respecto a este tema es enorme. Normalmente la gente piensa que el gozar de buena salud; tener buenas aptitudes y dotes para la vida, el estudio y el trabajo; ser naturalmente bueno y amable, son dones que Dios nos ha dado para que la vida en este mundo se desarrolle de la mejor manera posible, pero éste no es el fin de las gracias y beneficios que Dios nos da.
El deber de mantenerse en el estado de gracia se debe lograr con el espíritu de penitencia, de mortificación, de privación y autodisciplina, de odio por el pecado, y de desprecio por el mundo. Esto hace a los santos; aspirar a la perfección.
Si usamos bien de las gracias y beneficios que Dios nos da obtendremos este fin; en cambio, si los usamos mal, iremos por el camino de la carne: y quien siembra en la carne, de la carne cosechará corrupción (cf. Gálatas VI, 8).
No sería acorde a su bondad si Dios nos llamara o pretendiera para nosotros un estado el cual fuera imposible alcanzar. Al paralítico del Evangelio Jesús le dijo: “Levántate y anda” (San Lucas V, 23)
¿Sería acaso Dios capaz de abandonarnos después de habernos hecho semejante milagro? Por lo tanto, no podemos dudar ni un instante de que Dios nos dará las fuerzas necesarias para lograr nuestra santidad. Más deberíamos quejarnos de nuestra pereza que de la aparente falta de generosidad de Dios en brindarnos su ayuda a morir a nosotros mismos.
En el cielo, morada final de todo santo, Nuestro Señor Jesucristo conserva aún las señales gloriosas de su Muerte, según lo expresa San Juan con las palabras Cordero como inmolado.
“Y vi que en medio delante del trono y de los cuatro vivientes y de los ancianos estaba de pie un Cordero como degollado, que tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios en misión por toda la tierra” (Apocalipsis V, 6).
Sus siete cuernos representan la plenitud del poder; los siete ojos, la plenitud del saber. Por eso Él es el único que se hizo digno de abrir el Libro: “Tú eres digno de tomar el libro, y de abrir sus sellos” (Apocalipsis V, 9).
Un fresco de un monje benedictino ha representado con gran acierto, en un ambiente de transparente luminosidad, esta escena que hoy se vive en el Santuario celestial, es donde en los brazos del Padre está Jesús crucificado (el Cordero inmolado) que le ofrece su Sangre para interceder por nosotros y lleva, aunque está vivo, la lanzada que le dieron después de muerto con lo cual se indica que se trata del Señor ya en el cielo, glorificado por el Padre después de su Resurrección y Ascensión.
Por su parte, el gran artista Alberto Durero, en una de sus célebres ilustraciones del Apocalipsis, combina este pasaje en que el Cordero recibe el Libro de los Siete Sellos de manos de su Padre Dios, con el pasaje del profeta Daniel, donde el Hijo del hombre recibe del “Anciano de Días” (Daniel cap. VII) la potestad eterna, en virtud de la cual todos los pueblos le servirán.
“El cual vino y tomó (el libro) de la diestra de Aquel que estaba sentado en el trono. Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, teniendo cada cual una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantaban un cántico nuevo” (Apocalipsis V, 7-9).
Un cántico nuevo: ¡Y tan nuevo! Como que celebra no ya sólo la obra de la Redención sino también, por fin, la plena glorificación de Nuestro Señor en la tierra, refiriéndose al triunfo de Cristo en la Parusía, cuando el Padre le introduzca de nuevo en este mundo.
Es éste uno de los pasajes de más inefable gozo para el espíritu creyente que, cuando pongamos los ojos en Jesús comprenderemos lo que significará verlo de veras aclamado y glorificado para siempre —como en vano esperaríamos verlo en “este siglo malo” (cf. Gálatas I, 4).
“Porque Tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios (hombres) de toda tribu y lengua y pueblo y nación; y los has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra” (Apocalipsis V, 9-10).
Así lo había anunciado el profeta Daniel: “Después recibirán el reino los santos del Altísimo y lo obtendrán por los siglos de los siglos” (Daniel VII, 8).
Reales sacerdotes y reyes, como Cristo. Sacerdotes como Él, y capaces de ofrecer los sacrificios espirituales, agradables a Dios Padre; y reyes como Él, partícipes de su reino y llamados a juzgar (gobernar) con Él al mundo (cf. 1 Pedro II, 9), aguardando la redención de nuestro cuerpo: su resurrección y transformación a semejanza de Cristo (cf. Romanos VIII, 23).
“Y miré y oí voz de muchos ángeles alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos; y era el número de ellos miríadas de miríadas, y millares de millares, los cuales decían a gran voz: ‘Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir poder, riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria y alabanza’” (Apocalipsis V, 11-12).
Los ángeles y los santos le alaban con siete alabanzas, lo que nos recuerda que Jesús completa la obra de la creación con los siete dones del Espíritu Santo. Amén.