“¡Desde el abismo de mi miseria clamé a ti, Señor! ¡Señor, escucha mi oración! ¡Desde el abismo de mi miseria clamé a ti, oh, Señor!” |
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Se quejan de la muerte de sus hijos, pero no tienen misericordia de los hijos de los demás. Se quejan de la muerte de sus inocentes, pero se olvidan de que ellos fueron quienes mataron al Inocente, porque son “los enemigos de la cruz de Cristo, cuyo fin es la perdición, cuyo dios es el vientre y cuya gloria es su confusión (Babilonia), teniendo el pensamiento puesto (solo) en lo terreno” (Filipenses III, 18-19).
Del mismo modo, del otro lado del vallado, se quejan de los horrendos ataques y las muertes de sus hijos, y es que siempre prefirieron seguir la herejía del islamismo, proclamada por el demonio Mahoma y el demonio Allah, yendo así en contra del Hijo del Altísimo, Nuestro Señor Jesucristo y su Santa Iglesia. Como los judíos, también ellos desprecian la Cruz; su fin es la perdición; su dios es su vientre, y su gloria su confusión (Babilonia) y lo terreno.
Ambos son culpables; ya no se justifica la “ley del talión”; ni tampoco el fin justifica los medios; los católicos bien sabemos que no se puede usar del mal para lograr un fin determinado, por más bueno que sea. Ni Israel, ni los Mahometanos, van a retroceder, porque Dios permite que todos los espíritus malignos choquen entre sí para deslizarse en el abismo. Es la Caída de Babilonia, la Confusión, el desenlace final. Ninguno de estos actores refleja la intencionalidad de la Iglesia, porque no son hijos de Dios, sino del demonio.
En todo esto vemos la mano de Dios que quiere rescatarlos. Pero no es todavía el fin de la historia. Para los Mahometanos será lo que Jesús describe como el “fin de los gentiles”, es decir, hasta que “el tiempo de los gentiles sea cumplido” (San Lucas XXI, 24), cuando dejarán de pisotear Jerusalén. Esto será el comienzo de la conversión de los judíos. El Introito de la Santa Misa refleja estas ideas, cuando dice, por boca de Jeremías (cf. Jeremías XXIX, 14): “haré volver a vuestros cautivos”; y con palabras del Salmo (cf. Salmo 84 [85], 2): “has terminado con la cautividad de Jacob”.
Los judíos que bajo la bandera del Sionismo inmigraron al país de Abrahán, Isaac y Jacob, no piensan jamás en adherirse a la Santa Iglesia Católica. Lejos están de imaginar esto. Por lo tanto, la conversión de los judíos a Cristo es un misterio. Será una de las grandes obras que solo Dios puede hacer, “porque muchos de los que andan son … enemigos de la cruz de Cristo …” (Filipenses III, 18).
Por esto llora San Pablo, así como lloró Nuestro Señor al ver a Jerusalén pisoteada: “ahora lo repito con lágrimas” (Filipenses III, 18). Son enemigos de la Cruz quienes se aferran a las cosas del mundo y no aman la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Si Dios realiza su conversión con la pedagogía que hasta ahora ha aplicado, los judíos, y especialmente su nuevo reino terrenal en la Palestina, por el que luchan con pretendido derecho al exterminio, han de pasar por una catástrofe decisiva que les abrirá los ojos, tal como la que están pasando, así como la muerte de su hija le abrió los ojos al príncipe de la sinagoga, que finalmente recurrió a Jesús cuando lo necesitó (cf. San Mateo IX, 18).
Este príncipe de la Sinagoga es el único de la Sinagoga que la Escritura dice que le adoró. No se habla de otro caso similar. ¡Bien sabemos qué ocurrió luego! Este pasaje es un indicio de que los judíos conocían las Escrituras, y de que daban testimonio del verdadero Dios: la Santísima Trinidad, el Hijo, a quién el príncipe adoró como Dios igual al Padre, y el Espíritu Santo.
La misericordia y el perdón de Dios abundan, para quienes en definitiva doblarán las rodillas y reconocerán su deicidio. Si hay arrepentimiento el Padre perdona “los delitos de sus pueblos”, como dice la Oración Colecta de la Misa. Tanto a judíos como a la Iglesia les perdona “sus pecados y la fragilidad por la que se han visto enredados”, concluye la Oración, por causa de Nuestro Señor Jesucristo.
Por eso, “Desde el abismo de mi miseria clamé a ti, Señor. Señor, escucha mi oración, desde el abismo de mi miseria clamé a ti, oh, Señor” (Ofertorio de la Misa, tomado del Salmo 129 [130], 1-2). Estas pocas palabras, verdaderamente divinas, encierran toda la verdadera religión, que es, a saber:
Si Dios recordara todas nuestras iniquidades estaríamos ya aniquilados: “Si Tú recordaras las iniquidades, oh, Señor, ¿quién quedaría en pie?” (Salmo 129 [130], 3). Es decir, Dios no recuerda nuestros pecados ya perdonados, porque en realidad ya los ha olvidado.
El Rey David no dudó del perdón de Dios, y le pidió: “Aparta tu rostro de mis pecados, y borra todas mis culpas” (Salmo 50 [51], 11). Si la conciencia nos da testimonio de estar arrepentida dudar de la misericordia sería impedirla, pues Dios la concede solamente cuando confiamos en ella.
Por eso debemos temer mucho recaer en el pecado después del perdón. Tal situación es peor que la de antes. “Del pecado perdonado no quieras estar sin temor” (Eclesiástico [Sirácida] V, 5).
San Juan de la Cruz da tres razones para desear obtener la gracia de temer mucho recaer en el pecado: porque este temor nos brinda siempre la ocasión de no presumir; porque nos permite estar siempre agradecidos a Dios; y porque nos sirve para más confiar y recibir de Dios.
Por su parte, San Agustín reflexiona: “¡Ay de la vida del hombre, aunque parezca digna de alabanza, si Tú, oh, Señor, la examinas con exactitud dejando de lado tu misericordia!”, ¿quién quedaría en pie? Por eso, “no entres en juicio con tu siervo, porque ningún viviente es justo delante de Ti” (Salmo 142 [143], 2).
Bien conoce Dios la humana miseria: “los deseos del corazón humano son malos desde su niñez” (Génesis VIII, 21). Nuestra misma naturaleza, tan débil y expuesta a peligros, provoca su misericordia. Cuanto más endebles somos nosotros, tanto mayor es su ternura y bondad: “Mas en Ti está el perdón de los pecados, a fin de que se te venere con temor” (Salmo 129 [130], 4).
Es la doctrina del perdón que Dios da al arrepentido: “El tiempo se ha cumplido, y se ha acercado el reino de Dios. Arrepentíos y creed en el Evangelio” (San Marcos I, 15). Apenas el Rey David dice: “pequé contra el Señor” le responde el profeta Natán: “También el Señor te ha perdonado” (II Reyes 12, 13). Tan importante es para Dios el perdón de los pecados.
Admiramos esta pedagogía de Dios, que en el momento de incriminarle a David su pecado, y aun antes de que él expresase su contrición, le anuncia su perdón (cf. 2 Reyes XII, 8): “Se conmueve mi corazón dentro de Mí, a la par que se inflama mi compasión” (Oseas XI, 8).
¿Cómo te podré abandonar? —dice Dios. La bondad de Dios sobrepasa los límites de la nuestra.
El Salmo 129 [130] que es usado en la oración del ofertorio de esta Santa Misa, como ya dijimos, expresa, a partir del siguiente versículo, la realización de las profecías que anuncian el advenimiento de una era de justicia y de prosperidad: “Espero en Yahvé, mi alma confía en su palabra” (Salmo 129 [130], 5).
La larga espera por Nuestro Señor es siempre ansiosa (cf. Daniel IX, 24), y más si es en la triste noche. Sólo la mañana trae la alegría (cf. Salmo 29, 6): “Aguardando está mi alma al Señor, más que los centinelas … la aurora” (Salmo 129 [130], 5-6).
Aunque la espera es larga podemos decir que su cumplimiento es más seguro que, en la noche, la venida de un nuevo día: “Cuenta … con Yahvé, porque en Yahvé está la misericordia, y con Él la copiosa redención. Y Él mismo (nos) redimirá … de todas nuestras iniquidades” (Salmo 129 [130], 7-8).
Una copiosa redención, gratuita y superabundante, hecha a costa de la Sangre Inocente de Nuestro Señor ¿puede tener otro móvil que un asombroso amor del Padre para nosotros? Amor del que es Santo y Omnipotente al que es impuro, culpable, incapaz, no puede ser sino un amor esencialmente misericordioso:
“Como un padre que se apiada de sus hijos, así Yahvé se compadece de los que le temen. Porque Él sabe de qué estamos formados: Él recuerda que somos polvo. Los días del hombre son como el heno; como la flor del campo, así florece. Apenas le roza el viento, y ya no existe; y ni siquiera se conoce el espacio que ocupó. Mas la misericordia de Yahvé permanece [desde la eternidad y] hasta la eternidad, con los que le temen, y su protección, hasta los hijos de los hijos, de los que conservan su alianza y recuerdan sus preceptos para cumplirlos. Yahvé tiene establecido su trono en el cielo, y su Reino gobernará el universo” (Salmo 102 [103], 13-19).
Su reino gobernará el universo: es el triunfo de la Santa Iglesia Católica, con el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo a la tierra a reinar.
El que esto cree y espera, entiende todo. Al día de su segunda venida Jesús lo llama “nuestra redención” (cf. San Lucas XXI, 28), porque en él recogeremos plenamente el fruto de la primera: “Estamos aguardando al Señor Jesucristo; el cual vendrá a transformar el cuerpo de la humillación nuestra conforme al cuerpo de la gloria Suya, en virtud del poder de Aquel (Dios Padre) que es capaz para someterle a Él mismo (Jesús) todas las cosas” (Filipenses III, 20-21). Da San Pablo testimonio de la Segunda Venida de Nuestro Señor, y del arrebato, pues reformará nuestros cuerpos.
Al finalizar, en la Epístola de hoy desea para todos los que lucharon por el Evangelio, con él, y con Clemente, el tercer sucesor de San Pedro, y demás colaboradores suyos: “… cuyos nombres están en el libro de la vida” (Filipenses IV, 3), la recompensa de Nuestro Señor: “He aquí que vengo pronto, y mi galardón viene conmigo para recompensar a cada uno según su obra” (Apocalipsis XXII, 12).
Se dirige a la autoridad de la Iglesia, aclarándoles que deben propagar el Evangelio en su totalidad, la doctrina verdadera, pues, ni herejes, que la rechazan reemplazándola con otra, ni los que están en comunión con ellos, serán contados en el “Libro de la Vida”.
Quien juega con Dios; quien se empecina en permanecer en la herejía será exterminado de la tierra, no ya por un capricho humano, como el del Sionismo y el Islamismo, sino por un decreto de Dios.
¡Amén!
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Dom XXIII post Pent – 2023-11-05 – Filipenses III, 17-21; IV, 1-3 – San Mateo IX, 18-26 – Padre Edgar Díaz