martes, 16 de enero de 2024

La Crucifixión de Roma - P. Edgar Díaz

San Pedro crucificado boca abajo se aparece a San Pedro Nolasco

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Los cristianos, como extranjeros, estamos dispersos por el mundo (cf. 1 Pedro I, 1). No tenemos lugar fijo; menos aún, Roma: “Salid de ella, pueblo mío, para no ser solidario de sus pecados” (Apocalipsis XVIII, 4).

Roma significa crucifixión. Allí fue crucificado San Pedro, el Primer Papa. Allí está siendo crucificada la Iglesia, en los cristianos de los últimos tiempos, los que aman su venida.

La Iglesia es indefectible, en su esencia, pero su humanidad está siendo crucificada, así como fue la de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, y así como fue la del Primer Papa, San Pedro, en Roma. Cristo murió en su Cuerpo, pero no en su Divinidad, y la Iglesia muere en sus miembros, pero no en su esencia.

Ante la muerte de la Iglesia en su humanidad, ¿para qué consagrar nuevos obispos? ¿No parece haber una contradicción ahí, y acaso no tienen razón los que se oponen a que haya más obispos en el mundo?

La razón que comúnmente se da por la que se consagran nuevos obispos es la desesperante necesidad de llegar a los fieles, que en realidad son poquísimos, salvo excepciones, como Colombia, hasta que Dios no disponga otra cosa. Pero no es ésta la respuesta que alcanza a llegar al fondo de la cuestión.

La mayoría de los obispos y sacerdotes de la Iglesia (de la tradición) piensan fehacientemente que del agonizante remanente fiel del pueblo se seguirá una restauración de Roma, con su pasada gloria, a través de un nuevo Papa que será fiel a Jesucristo.

¿Por qué resistirse en ver la lenta agonía humana de la Iglesia? ¿Por qué no aceptar esta dura realidad? ¿Por qué negar la crucifixión de la Iglesia que debe seguir los pasos de Nuestro Señor Jesucristo que fue crucificado y resucitado?

Nuestro Señor Jesucristo murió en la cruz, y, desde allí, vio su triunfo y este triunfo es expresado a través de la resurrección de la Iglesia y no a través de la restauración de Roma.

Así como Nuestro Señor Jesucristo resucitó por virtud propia, también la Iglesia, en su humanidad, será resucitada por virtud de Nuestro Señor Jesucristo. No por virtud de Roma, pues Roma está ya crucificada, y es incapaz de resucitar por sí misma.

Se deduce de las profecías que hablan de la caída de Babilonia, la Roma pagana actual. San Pedro envía sus saludos desde la Babilonia: “Os saluda la Iglesia que está en Babilonia” (1 Pedro V, 13). Cuando Pedro llega a Roma, ésta era pagana, y significaba para los cristianos de entonces el mismo peligro que antes Babilonia había sido para los judíos.

También San Juan usa el mismo término para designar a Roma y predice su destrucción: “Ha caído, ha caído Babilonia, la grande; la cual abrevó a todas las naciones con el vino de su enardecida fornicación” (Apolipsis XIV, 8); “Babilonia la grande, la madre de los fornicarios y de las abominaciones de la tierra” (Apocalipsis XVII, 5).

El misterio de la caída de Babilonia, que asombró grandemente a San Juan, parece ser la culminación del misterio de iniquidad revelado por San Pablo (cf. 2 Tesalonicenses II, 7ss.), refiriéndose tal vez a la extinción de alguna potestad instalada allí como capital de la mundanidad y quizá con apariencias de piedad como el falso profeta (cf. Apocalipsis XIII, 11; 2 Timoteo III, 5).

La razón por la que Roma no debe ser restaurada es por ser hoy madre de los fornicarios, es decir, de los que como ella fornican con la idolatría y los valores y glorias del mundo: “Ha caído, ha caído Babilonia la grande, y ha venido a ser albergue de demonios y refugio de todo espíritu inmundo y refugio de toda ave impura y aborrecible” (Apocalipsis XVIII, 2); “¡Ay, ay de la ciudad grande de Babilonia, la ciudad poderosa, porque en una sola hora vino su juicio!” (Apocalipsis XVIII, 10).

Dios ha establecido la muerte de Roma como centro espiritual del mundo. En consecuencia, es impensable una vuelta a Roma. La razón por la que Dios permite nuevos obispos no es en vistas a la restauración de Roma sino al futuro glorioso de la Iglesia. Hay mucha confusión sobre este tema. Lamentablemente, prelados y sacerdotes de la tradición no atinan a centrar su apostolado y predicación en el amor por la venida de Nuestro Señor.

Y entonces todo encuadra. Si no se ama la venida del Señor, indefectiblemente se debe amar la restauración de Roma. Quien no hable o predique de modo convincente, o no centre su esfuerzo apostólico en el amor por la venida de Cristo, tarde o temprano termina haciéndose cómplice de un amor que ya fue. 

La restauración de Roma es un paso en falso, un despropósito, que no está de acuerdo con los designios de Dios. Los detractores lo dicen, aún sin saber lo que están diciendo: ¿para qué un nuevo obispo, si un nuevo obispo, es un obispo más? como alguien dijo en un lejano país del mundo.

Los últimos tiempos son apremiantes y un nuevo obispo nos fue dado por Dios que no será como los demás. Se destaca en que desde los comienzos de su autoridad apostólica no mitiga esfuerzos en la predicación del amor por la venida de Nuestro Señor.

Sin poder corroborar esto fehacientemente nos atrevemos a decir que todos los obispos de la tradición esperan la restauración de Roma. Para muestra, valen algunos ejemplos de experiencia personal.

Un obispo dijo a un fiel: “No me hables más de la venida de Cristo”. Otro obispo enfureció cuando se le recordó que Jesús está pronto a venir. Dos obispos rehusaron participar de la consagración episcopal del obispo electo, porque amaba su venida. Algunos sacerdotes objetaron lo mismo.

En consecuencia, se busca consagrar obispos y ordenar sacerdotes que piensen como ellos, y a estos no se les enseña el amor por la venida de Nuestro Señor, sino a ser soldados de un diezmado ejército moribundo que, por designio de Dios, jamás logrará restablecer Roma.

El lema de un buen hijo de la Iglesia debe ser: amar la venida de Cristo; de lo contrario, falta la esencia del catolicismo. Deberíamos hacernos dignos de las palabras de San Pablo: “En adelante me está reservada la corona de justicia, que me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día, y no sólo a mí sino a todos los que hayan amado su venida” (2 Timoteo IV, 8).

San Pablo está siempre junto a San Pedro en sus fiestas litúrgicas, y viceversa. La Iglesia quiso que estuvieran siempre juntos. San Pedro, en representación de los judíos, y San Pablo, en la de los gentiles, e intrínsecamente unidos.

San Pablo enseñó a los gentiles a amar su venida. El rol de la gentilidad en el desenlace de la Iglesia fue siempre el de mantener vivo este amor por su venida, que tendrá como resultado la conversión de los judíos. Por ser los gentiles los primeros en amar la venida de Nuestro Señor, su última misión precisamente consiste en transmitir ese amor a los Dos Testigos, que son judíos. 

Como católicos de los últimos tiempos, y siendo de origen gentil, no tener consciencia de esta importantísima obra de caridad para con Dios, de amar su venida a los efectos de alcanzar la conversión de los judíos, es equivalente a como Israel perdió la consciencia de ser el pueblo elegido para guiar a todas las naciones a adorar al verdadero Dios. ¡Lamentable falencia de ambos, gentiles y judíos!

La conversión de los judíos significa a su vez el fin de los gentiles: “hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado” (Romanos XI, 25); y Nuestro Señor de Doce Años les dijo a los Doctores del Templo: “No os volveré a ver hasta que haya entrado el último de los gentiles”.

Estas relaciones entre gentiles y judíos son, en última instancia, la razón por la que en sus celebraciones litúrgicas la Iglesia los ha puesto siempre juntos. Es impensable una disociación del Papado de Pedro, del Amor de Pablo por la venida de Nuestro Señor.

¿Qué signos tenemos de que la gentilidad ya ha llegado a su plenitud? ¿Cuándo sucedió eso? Es innegable hoy que en el mundo nadie se quiere convertir o buscar a Dios. 

En la consagración episcopal de Monseñor Altamira y de Monseñor Roy del pasado 7 de enero en San Pablo, se pudo constatar que un acontecimiento de tan gran envergadura como éste a nadie interesó en general. Solo un puñado insignificante de personas presentes, y en los comentarios a la transmisión de la celebración, más críticas que alabanzas.

El mundo sigue disfrutándose a sí mismo, en el olvido de Dios. Viajes, negocios, placeres, películas, distracciones. Todo vale. ¡Cómo deberá rendir cuentas por esto!

Por más ingente el esfuerzo en tratar de predicar y que los fieles practiquen la moral católica, esto es casi imposible. Por más buenos consejos dados, estos resultan improductivos.

No se ve un significativo progreso en la virtud en los pocos que se mantienen fieles. No es suficiente ya este raquítico esfuerzo como para realizar un cambio en el mundo. No hay para el mundo solución más que su venida.

Y en el amor por la venida de Nuestro Señor no se oye el acuciante y ferviente grito que deberíamos expresar, sino más bien una sonrisa complicente. Es como si se esperara a que venga para que seguidamente después de los hechos finales todo volviera en el mundo al cauce normal de su deriva sin Dios.

Todo lo dicho nos hace concluir que la gentilidad ya se acabó.

El resto de los acontecimientos que en el mundo giran y se desenvuelven hoy, como las guerras, son en vistas a la progresiva desaparición de la idolatría (el Islamismo, y demás) y a reconquistar la tierra donde tendrán lugar las escenas de la Parusía, a saber: la aparición gloriosa y triunfante de Nuestro Señor Jesucristo, con sus santos, y resucitados y transformados, y el triunfo de la Santa Iglesia Católica, con la Santísima Virgen Reina, y la conversión de los judíos.

Por misericordia de Dios hemos sido elegidos para estos tiempos, conforme a la presciencia de Dios Padre, según lo que Dios Padre tenía previsto, por la santificación del Espíritu Santo, para obedecer a la fe, y ser rociados con la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Pedro I, 2).

El Padre nos eligió, el Hijo nos roció con su Sangre, y el Espíritu Santo es quien nos santifica aplicándonos los méritos de Jesús que son la prenda y el germen de nuestra herencia incorruptible (cf. 1 Pedro I, 4).

Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha engendrado de nuevo para una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para recibir una herencia incorruptible, que no puede corromperse, ni contaminarse, ni mancharse, ni marchitarse, es inmarcesible.

Esta Herencia es Jesucristo, reservada (aún) en los cielos para nosotros (cf. 1 Pedro I, 3-4), los cristianos, que como extranjeros en el mundo (cf. 1 Pedro I, 1) hemos sido elegidos para este momento por Dios Padre (cf. 1 Pedro I, 2). Nosotros, por el poder y la virtud de Dios, somos guardados mediante la fe para la salvación, para hacernos gozar de la salud (cf. 1 Pedro I, 5).

Para San Pedro la salvación significa la gloriosa resurrección de entre los muertos que, a semejanza de la suya (cf. 1 Pedro I, 3), nos traerá Jesús el día de su Parusía, día que Jesús llama de nuestra redención (cf. San Lucas XXI, 28), y que nos está reservada por el momento en los cielos (cf. 1 Pedro I, 4), porque de los cielos “esperamos al Señor que transformará nuestro vil cuerpo conforme al Suyo glorioso” (Filipenses III, 20 s.).

Esto es lo que nos debería henchir de gozo, si bien, ahora, por un poco tiempo, seamos, si es menester, afligidos con varias tentaciones, apenados por varias pruebas, para que nuestra fe, saliendo de la prueba mucho más preciosa y mucho más acendrada que el oro que perece—que también se acrisola por el fuego—redunde en alabanza, gloria y honor, cuando venga Jesucristo Nuestro Señor (cf. 1 Pedro I, 7).

“Si aquellos días no fueran acortados, nadie se salvaría; mas por razón de los elegidos serán acortados esos días” (San Mateo XXIV, 22). La razón de la salvación es el acortamiento de los días, es decir, la pura misericordia de Dios. No seremos salvados por otra razón, sino por ésta, porque los días serán acortados (tan terribles serán).

Nadie quedó junto a la cruz, sino solo dos amores: María y Juan. Todos los demás huyeron. En los últimos tiempos nadie quedará, sino solo unos pocos, los que amaron su venida. Todos los demás perecerán. Solo Nuestro Señor Jesucristo salva. ¡No hay intento humano que valga!

Nuestro Señor Jesucristo triunfa por Sí Mismo. No habrá restauración de Roma. “Roma perderá la fe”, dijo la Virgen. Quienes intentan una restauración de Roma niegan su Reino, el Triunfo de Jesucristo por Sí mismo, y para su Padre. Es Él quien triunfa. 

Cristo ya lo vio y ya triunfó. ¡Bienaventurado el que cree sin ver! ¡Bienaventurado sea su triunfo! 

¿Para qué un nuevo obispo, sino para que predique el amor por su venida? 

¿Para qué un nuevo obispo si “lo que es santo (será dado) a los perros y … a los puercos las perlas” (San Mateo VII, 6).

No tendrán parte en la Segunda Venida. 

No tendrán parte en la Primera Resurrección.

De nada vale si solo se desparrama. Todo vale si se reúnen a los que aman su venida, que es el culmen de Dios y de la Iglesia.

Amén.

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Cátedra de San Pedro en Roma – 2024-01-18 – 1 Pedro I, 1-7 – San Mateo XVI, 13-19 – Padre Edgar Díaz