Las Bodas de Caná |
“Mujer, ¿qué a ti y a Mí? Mi hora no ha llegado aún” (San Juan II, 4). Jesús llama “Mujer” a su Madre. Equivalía entre los orientales a llamarla “Señora”, en sentido muy íntimo de cariño y respeto. Sin embargo, en nuestras lenguas modernas, la expresión “¿Qué a ti y a Mí?, Mujer” (San Juan II, 4) suena a reprensión y dureza.
A lo largo de la historia del catolicismo, quienes no andaban muy fuertes en la fe, cayeron en groseros errores al interpretar mal las Sagradas Escrituras. Señalados están por Orígenes y San Agustín algunos herejes que concluyeron que a su Madre Jesús le quiso decir: “Mujer, no te reconozco por Madre, pues no tenemos en común”. Algo muy duro, ciertamente.
En consecuencia, que Cristo no tuviera a María por Madre equivalía a negar su Humanidad, pues la verdadera carne es lo que tenía en común con la Santísima Virgen. Luego, de Cristo se tendría que decir que no es verdadero Hombre ni Hijo de la Virgen, y de la Santísima Siempre Virgen, que no es Madre de Dios ni habría habido necesidad de preservarla de pecado.
Pero el Evangelista ya se había adelantado a refutar este error cuando dijo: “En las bodas de Caná de Galilea, estaba allí la madre de Jesús” (San Juan II, 1); y seguidamente después: “Llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo: ‘No tienen vino’” (San Juan II, 3), para que nadie dedujese de la respuesta de Jesús que María no era su Madre.
Más escandaloso aún es el error señalado por San Jerónimo y Gaudencio, que dice que Cristo llamó “Mujer” a María para indicar que María no era virgen, como si la palabra “Mujer” y “corrupción” fueran intercambiables.
Eva, que fue creada virgen por Dios, es llamada “Mujer” (cf. Génesis II, 22) en el Génesis. Pero de su caída no se puede concluir que haya alcanzado la corrupción por ser “Mujer” sino por haber sido seducida por la tentación de la Antigua Serpiente.
En consecuencia, de tan solo una frase y una palabra mal interpretadas se puede llegar a errores gravísimos.
Vemos que este modo de hablar “¿Qué a ti y a Mí?” (San Juan II, 4) es constante en la Escritura para significar aquello por lo que difieren uno y otro.
Dice David a los hijos de Sarvia: “¿Qué tengo yo que ver con vosotros, hijos de Sarvia? ¿Por qué me tentáis?” (2 Samuel XIX, 22). Literalmente: “¿Por qué me sois Satanás”. Estos son llamados “Satanás” por tentar a David a hacer violencia; nada en común con la violencia, cosa abominable para él.
Jehú le responde al enviado del rey: “¿Qué hay entre ti y la paz?” (2 Reyes IX, 18.19), como diciéndole, vienes en son de paz tú que no eres pacífico. Nada en común con la paz.
La respuesta de los endemoniados de Gerasa: “¿Qué hay entre nosotros y tú, Jesús, Hijo de Dios?” (San Mateo VIII, 29), cuando Jesús expulsó de ellos a los demonios que luego fueron a parar a la piara de cerdos, expresa también que no hay en común.
Su mujer le dijo a Pilato: “Que nada haya entre ti y ese justo” (San Mateo XXVII, 19), como queriendo inculpar a su marido de injusto.
“Por lo cual—concluye el padre jesuita Juan de Maldonado—yo no dudo de que éste sea el verdadero sentido” de la expresión “Mujer, ¿qué a ti y a Mí?” (San Juan II, 4). Jesús quiso señalar una diferencia importante entre Él, que es Dios, y su Madre.
De todos modos, aun cuando se llegue a la interpretación correcta, la respuesta sigue sonando a reprensión. Por eso, hubo quienes se esforzaron en suavizar esa aparente dureza, como si se tratara de reprender a María.
En realidad, se trata aquí de una dificultad más aparente que real. No debemos olvidar que las lenguas tienen expresiones propias muchas veces difícil de traducir, y, por lo tanto, el sentido se impone sobre el valor lógico de ellas. “Mujer, ¿qué a ti y a Mí?” (San Juan II, 4) es un modo de hablar propio del arameo que no se ajusta a las reglas gramaticales, y, por consiguiente, no debe traducirse al pie de la letra.
Si bien es notable que hay una denegación en la expresión, ésta es cortés y delicada, y en ninguna manera definitiva, según lo pide la naturaleza misma del hecho. Tal vez quiso el Señor observar que, siendo convidados, no debían meterse en asuntos privativos de los dueños de casa.
Ante las estas dificultades que se presentan en la interpretación de la Escritura, declara el Santo Concilio de Trento:
“… ha de ser tenido por verdadero sentido de la Escritura Sagrada aquel que tuvo y tiene la santa madre Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Santas Escrituras …”
No cabe duda de que no se puede concluir distinto a como concluye la Iglesia. En nuestro caso, nadie podría oponerse a la Humanidad de Jesús ni a la Virginidad de María.
“… y, por lo tanto—Continúa Trento—a nadie es lícito interpretar dicha Sagrada Escritura contra tal sentido o contra el consentimiento unánime de los Padres”.
Lo expresado en Trento es luego ratificado por el Santo Concilio Vaticano I, y citado por la Carta Encíclica del Sumo Pontífice León XIII “Providentissimus Deus” (Noviembre 18, 1893).
“Por esta ley, llena de prudencia—dice el Papa León XIII, en el número 30 de su Encíclica—la Iglesia no detiene ni coarta las investigaciones de la ciencia bíblica, sino más bien las mantiene al abrigo de todo error y contribuye poderosamente a su verdadero progreso”.
Y la razón de esto es porque:
“siendo el mismo Dios el autor de los libros santos y de la doctrina que la Iglesia tiene en depósito, no puede suceder que proceda de una legítima interpretación … un sentido que discrepe en alguna manera de ésta. De donde resulta que se debe rechazar como insensata y falsa toda explicación que ponga a los autores sagrados en contradicción entre sí o que sea opuesta a la enseñanza de la Iglesia”.
Lo hasta aquí dicho va particularmente en contra del principio protestante de libre interpretación de la Escritura, “Sola Scriptura”, el cual no tiene en cuenta la tradición ni el magisterio. Hay que lamentar que algunos intérpretes católicos hayan caído en este error.
Una cuestión que se deriva de esto es la interpretación de aquellos textos que parecen estar en la penumbra pues la Iglesia no los ha definido aún o los Padres no han logrado un consenso unánime.
El Papa León XIII subraya que:
“en los demás puntos (o sea, los que están todavía en penumbras) deberá seguir (el intérprete católico) la ‘analogía de la fe’ y tomar como norma suprema la doctrina católica tal como está decidida por la autoridad de la Iglesia”.
La analogía de la fe es el principio hermenéutico (de interpretación), por el cual, debido a que todas las escrituras están unidas armónicamente sin contradicciones esenciales, cada interpretación propuesta de cualquier pasaje debe compararse con otras partes de la enseñanza bíblica, para confirmar o no su verdadero sentido.
Culmina León XIII:
“Queda abierto (así) al doctor un vasto campo en el que con paso seguro pueda ejercitar su celo de intérprete de manera notable y con provecho para la Iglesia”.
Un documento bíblico trascendental es la Encíclica “Divino Afflante Spiritu”, del 30 de septiembre de 1943, del Papa Pío XII.
Allí, el Santo Padre explica que:
“sólo muy pocas cosas hay cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, y no son muchas más aquéllas en las que sea unánime la sentencia de los Santos Padres. ¡Quedan, pues, muchas otras y gravísimas, en cuya discusión y explicación se puede y se debe ejercer libremente la agudeza e ingenio de los intérpretes católicos!”
¡Admirable! Aquellos que tienen el grave cargo de intérpretes (Obispos y Sacerdotes) y quienes tienen la vocación de estudiosos de la Biblia agradecen las directivas del Papa Pío XII.
En la interpretación de la Sagrada Escritura Pío XII establece como prioritaria la investigación del sentido literal, el primero de todos, y únicamente en base al cual se puede, según Santo Tomás de Aquino, extraer argumentos dogmáticos:
“Omnes sensus (Scripturae) fundantur super unum, scilicet litteralem, ex quo solo potest trahi argumentum” (Todos los sentidos de la Escritura están fundamentados sobre uno, a saber, el literal, del cual solamente se puede extraer un argumento).
La Pontificia Comisión Bíblica, en una carta fechada el 30 de agosto de 1941 y dirigida a todos los Obispos de Italia, recalca ese mismo principio contra un autor anónimo que intentaba desacreditarlo.
Claro está que no se prohíbe investigar, como alimento de la piedad, otros sentidos que pueda ofrecer la Palabra de Dios, pero siempre y ante todo hay que averiguar cuál fue el sentido literal que quiso expresar el hagiógrafo (el autor sagrado).
La Encíclica de Pío XII dice además:
“Así, pues, deduzcan (los exégetas) con toda diligencia la significación literal de las palabras con su conocimiento de las lenguas, acudiendo al contexto y comparando con otros pasajes semejantes: subsidios todos de que suele echarse también mano en la interpretación de los escritores profanos con el fin de que se aclare hasta la evidencia el pensamiento del autor …”
“…. Pero los exégetas de las Letras Sagradas, recordando que en este caso se trata de la palabra inspirada por Dios, cuya custodia e interpretación fue encomendada por ese mismo Dios a la Iglesia, han de tener en cuenta con no menor diligencia las explanaciones y declaraciones del Magisterio de la Iglesia e igualmente las explicaciones dadas por los Santos Padres y también la ‘analogía de la fe’, como advirtió sabiamente León XIII en la Encíclica “Providentissimus Deus”.
Del inmenso trabajo que aguarda a los expositores católicos, nos da una idea el mismo Pío XII hablando de lo que queda por hacer y añadiendo que puede:
“tener la exégesis, como los tienen otras disciplinas, sus secretos propios, insuperables por nuestras mentes e incapaces de abrirse por esfuerzo alguno”.
Con una deferencia muy paternal anima Pío XII a los exégetas, “estos valientes obreros en la Viña del Señor”, a que continúen su difícil tarea, porque, repetimos:
“sólo muy pocas cosas hay cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, y no son muchas más aquéllas en las que sea unánime la sentencia de los Santos Padres. ¡Quedan, pues, muchas otras y gravísimas, en cuya discusión y explicación se puede y debe ejercer libremente la agudeza e ingenio de los intérpretes católicos!”
¡Y cómo los defiende y pide para ellos no solamente “imparcialidad y justicia”, sino también “suma caridad” de parte de quienes creen que todo lo que es nuevo es por ello mismo sospechoso!
“Van, pues, fuera de la realidad—concluye Pío XII—algunos, que no penetrando bien las condiciones de la ciencia bíblica, dicen sin más que al exégeta católico de nuestros días no le queda nada que añadir a lo que ya produjo la antigüedad cristiana; cuando por el contrario estos nuestros tiempos han planteado tantos problemas, que exigen nueva investigación y, nuevo examen, y estimulan no poco el estudio activo del intérprete moderno”.
Desea Pío XII:
“que la Palabra de Dios, dirigida a los hombres por medio de las Sagradas Escrituras, sea cada día más total y perfectamente conocida y con más vehemencia amada”; y “que los fieles, especialmente los sacerdotes, tengan la grave obligación de usar copiosa y santamente de ese tesoro reunido a lo largo de tantos siglos por los más altos ingenios”.
Es muy grande la esperanza a la que invita la grandiosa Encíclica de Pío XII; esperanza que es compartida por cuantos cultivan en el Cuerpo Místico de Cristo esa fraternidad especialmente íntima y espiritual que nace del común amor a la Palabra.
Alecciona el Salmista a reunirse con él a cuantos conocen “los testimonios de Dios” (cf. Salmo 118, 79), y San Pablo suplica a bien interpretar a cuantos tienen la obligación de usar, “conforme a la gracia que nos fue dada … (de la) profecía (para hablar) según la regla de la fe” (Romanos XII, 6), pues ha de practicarse de tal manera la profecía que la fe sea confirmada por medio de ella, según enseña Santo Tomás de Aquino, pues es el don de edificar, exhortar y consolar (cf. 1 Corintios XIV, 3).
De ahí el intento casi angustiante de empeñarse en presentar una enseñanza de nuestra doctrina muy particular, que no es puesta lo suficientemente en relieve, tal vez por falta de interés, y tal vez por falta de tiempo dedicado a un estudio serio y profundo de ella: la Parusía y el Milenio. Hoy estos temas son más que imperativos dada la evidencia que los tiempos nos demuestran.
La presencia de Jesús y María en las bodas de Caná muestran condescendencia con los hombres, al tomar parte en sus alegrías humanas, a pesar de la elevada categoría espiritual de estos dos protagonistas: “Sus delicias es estar entre los hijos de los hombres” (Proverbios VIII, 31).
Sublimes son las finezas de Cristo y de la Santísima Siempre Virgen María; y sencilla la humanidad y benignidad en escoger como el primero de todos los milagros uno de orden material y no uno de orden espiritual, como se habría esperado. Agua convertida en vino, para remediar una necesidad de ínfima importancia.
¡Cuánto más fineza tendría la Iglesia, y delicadeza de humanidad y benignidad, si remediara la innegable ignorancia sobre la Parusía de Nuestro Señor y su posterior Reino sobre la tierra, con la resurrección y transformación de los santos en su venida, junto a la Siempre Virgen y Reina María Santísima Corredentora!
“No ha llegado mi hora aún” (San Juan II, 4), hacía alusión a la Pasión, como interpreta San Agustín. En las bodas de Caná Jesús no necesitaba de la colaboración que su Madre le ofrecía en ese momento por no ser tan necesaria. No había llegado aún la hora de la Pasión.
Pero está llegando la hora de Nuestro Señor para su Gloria y Majestad, su Segunda Venida, y la colaboración de María ahora sí es necesaria por la importancia de los acontecimientos, su triunfo materializado junto al de su Hijo y la Iglesia, y su reconocimiento por todos como Corredentora y Reina del Cielo y de la Tierra.
Amén.
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Domingo II post Epifanía – 2024-01-14 – Romanos XII, 6-16 – San Juan II, 1-11 – Padre Edgar Díaz