La Sagrada Familia - Juan Simón Gutierrez - Siglo XVII |
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¡Fiesta de la Sagrada Familia! ¡José y María, y el Primogénito Jesús! Vale la pena ponderar los textos de las Sagradas Escrituras que hablan del misterio de la condición del Primogénito. Es algo muy grande y profundo, muy dulce y, a la vez, terrible ...
El misterio de la Primogenitura, que tiene su plenitud en Cristo, “primogénito entre muchos hermanos” (Romanos VIII, 29), se anuncia desde el principio de la Biblia. Es un misterio de santidad y amor de Dios. Es Dios que pone sus ojos en el primogénito porque es el fruto más deseado de los amores (de esos que Él se aplica a sí mismo en el Cantar): “Mío es todo primogénito” (Números III, 13).
Él es Dueño de todos los mortales, pero se digna tener una preferencia: quiere para Él todo primogénito, y solo para Él. ¡Qué honor! “Al primogénito de tus hijos me lo darás” (Éxodo XXII, 29).
Si bien ser primogénito es muy honroso es también igual de apremiante. Y allí hay un misterio en la correspondencia que el primogénito debe tener con Dios. El que es conferido con una distinción así de noble recibe más que los demás y está, por así decir, obligado a responder más que los demás.
Bien sabemos cómo corrió Abraham a ofrecer al primogénito... “Toma a tu hijo único, a quien amas, a Isaac, y … ofrécele … en holocausto sobre uno de los montes que Yo te mostraré” (Génesis XXII, 1-2).
Mas Dios le retuvo la mano: “No extiendas tu mano contra el niño, ni le hagas nada; pues ahora conozco que eres temeroso de Dios, ya que no has rehusado darme tu hijo, tu único” (Génesis XXII, 12). Muestra cuán bien entendió Abraham lo que para Dios significaba la entrega del primogénito.
Y por ese acto, ¡cómo le respondió la bondad de Dios!
“Por mí mismo he jurado, dice Yahvé: Por cuanto ... no has rehusado darme a tu hijo, tu único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré grandemente tu descendencia como las estrellas del cielo, y como las arenas de la orilla del mar, y tus descendientes poseerán la puerta de sus enemigos; y en tu descendencia (Nuestro Señor Jesucristo) serán benditas todas las naciones de la tierra, porque has obedecido mi voz” (Génesis XXII, 16-18).
Esaú es un terrible nombre. Esaú, junto con Jacob, es hijo de Isaac, descendiente de Abraham. Así como Satanás es el padre de los mentirosos, Esaú es el padre y caudillo de los que renuncian a su primogenitura vendiéndola por un plato de lentejas. La historia de la humanidad está plagada de “ventas por lentejas” que rehusan el amor de Dios. En efecto, Esaú le vende a su hermano menor, Jacob, la primogenitura:
“Jacob se había hecho un guiso; y cuando Esaú, muy fatigado, volvió del campo, dijo a Jacob: ‘Por favor, déjame comer de este guiso rojo, que estoy desfallecido’. Por esto fue llamado Edom (que significa rojo). Respondió Jacob: ‘Véndeme ahora mismo tu primogenitura’. ‘Mira’, dijo Esaú, ‘yo me muero (de cansancio), ¿de qué me sirve la primogenitura?’ Replicó Jacob: ‘Júramelo ahora mismo’. Y él se lo juró, vendiendo a Jacob su primogenitura. Entonces Jacob dio a Esaú pan y el guiso de lentejas, y éste comió y bebió; después se levantó y se marchó. Así despreció Esaú la primogenitura” (Génesis XXV, 29-34).
Jacob, en cambio, el ambicioso, desde el seno materno de Rebeca, pues eran mellizos, se peleaba con Esaú, y nació agarrándole el talón (cf. Génesis XXV, 24-26). La ambición de Jacob le presentó este pensamiento: “Si hay una primogenitura, si hay un privilegio, si hay un tesoro que poseer, ¿por qué no para mí? ...”
Y Dios aprobó y alabó esta ambición—así como Jesús hizo alabar al tramposo que se hizo amigo con los tesoros de iniquidad—y aprobó luego el ardid de Jacob y su madre Rebeca, que arrebataron de su padre Isaac la bendición destinada para Esaú por ser el primogénito (cf. Génesis XXVII). Jacob se hizo entonces de una bendición que era destinada para el primogénito, el privilegiado, el preferido gratuitamente, el afortunado ... que tuvo la osadía de despreciar el preciado tesoro y dijo: ¡a mí qué me importa mi primogenitura!
El libro del Cantar de los Cantares señala que “los celos son duros como el infierno” (Cantar de los Cantares VIII, 6). Son celos por haber experimentado el desprecio del amado. Por eso dijo Dios: “Amé a Jacob y aborrecí a Esaú” (Romanos IX, 13; Malaquías I, 2), “para que nadie sea fornicario (es decir, quien inspira celos al amante) o profano (es decir, quien desprecia los tesoros ofrecidos) como Esaú, que por comida vendió su primogenitura” (Hebreos XII, 16). Dios aborrece a quien le rechaza.
“Que muera todo primogénito” (Éxodo XI, 5), dijo Dios en el país de Egipto, como castigo supremo por no permitir al pueblo elegido regresar a su tierra, porque bien sabía Dios que nada duele tanto, “como suele llorarse un primogénito” (Zacarías XII, 10). ¡Terrible papel de los amados! Así le duele a Dios por no ser correspondido.
La obligación de consagrar los primogénitos es compensada por una ofrenda de dinero (cinco siclos de plata), porque son de Dios: “al primogénito de tus hijos lo redimirás” (Éxodo XIII, 13), es decir, puesto que Dios ya ha dicho que los quiere y que son suyos: “conságrame todo primogénito. Mío es todo primer nacido entre los hijos de Israel” (Éxodo XIII, 2).
Desfilaba, pues, por decirlo así, una procesión perenne de primogénitos delante del Señor, representantes de todo el pueblo, que así reconocía perfectamente el señorío de Dios, quien exigía este tributo particularmente a los varones, para hacerse reconocer Dios como jefe de todas las familias de Israel y para que en las personas de los primogénitos, que representaban el tronco de la casa, todos los demás niños fuesen consagrados a su servicio. De suerte que por esta ofrenda los primogénitos eran separados de las cosas comunes y profanas y pasaban a la categoría de las cosas santas y consagradas.
Este rito se cumplió también en Jesús: “Todo varón primer nacido será llamado santo para el Señor” (San Lucas II, 23); “Y cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén a fin de presentarlo al Señor” (San Lucas II, 22). “Los padres llevaron al niño Jesús (al templo) para cumplir con él las prescripciones acostumbradas de la Ley” (San Lucas II, 27); “pues míos son todos los primogénitos de entre los hijos de Israel … El día en que herí a todo primogénito en la tierra de Egipto, los consagré para Mí” (Números VIII, 17).
Jesús, primogénito, según Ley judía, de la Sagrada Familia, había de cumplir hasta este punto de la Ley, a fin de que en Él “se cumpliese toda justicia”, como en el Bautismo.
Fue rescatado por “dos palominos”. Fueron al templo “a fin de dar en sacrificio, según lo dicho en la Ley del Señor, ‘un par de tórtolas o dos palominos’” (San Lucas II, 24; cf. Levítico XII, 6.8). Dieron por Él lo más barato, la ofrenda de los pobres, ¡pues Él nunca valió más de 30 dineros!
¿Para qué rescatarlo? ¿Cómo se entiende que Jesús siendo el Primogénito por excelencia, perteneciente Todo a Dios, hubiera de ser rescatado por sus Padres? ¿Acaso Él iba a ser como los que no eran consagrados al Señor? ¿No dijo, al entrar en la vida terrenal: “He aquí que vengo … a hacer tu voluntad” (Salmo 39 [40], 8-9)?
Precisamente por eso fue rescatado, para extremar la paradoja de la Redención: Él, que nunca robó, “restituiría lo que no había robado” (Salmo 68 [69], 5); el único sin pecado, “se hizo pecado”; el único bendito, se hizo maldición para que pudiera decirse de Él: “maldito el que pende del madero” (Gálatas V, 13; Deuteronomio XXI, 23); el único que no debía ser “rescatado”, por ser el Unigénito de Dios, fue “rescatado” para nuestro provecho.
Ese, el “Primogénito por excelencia” (Romanos VIII, 29), de quien estaba escrito que sería llamado “el Nazareno” (San Mateo II, 23), es decir, “consagrado” todo a Dios (Jueces XVI, 17), ¡siendo Elegido y Amado por Dios, fué rescatado!
Parece un contra sentido que Jesús fuera “rescatado”, como si no le importara su Primogenitura, así como a Esaú; como si rechazara el amor de predilección de Dios Padre para con Él. Pero entonces, ¿cómo habría de quedar sin rescate otro primogénito, otro elegido, que huyese del amor del Padre que lo persigue como el Lebrel del Cielo? ¿Cómo podría quedar alguien sin salvación si Cristo no hubiera sido “rescatado” para pagar por nosotros con el precio de su Sangre?
Como un lebrel, como un perro de caza, Dios corre jadeante por los campos hasta que se hace con su presa, el hombre que ha huido miserablemente de Él, pues ha vendido su primogenitura, su amor de predilección por él. A trueque de salvar al hombre, Dios le perseguirá de mil maneras, hasta conseguir que se salve.
¡Gozarse amando, o temblar huyendo! Es la elección del primogénito que camina entre dos abismos: el amor de Dios, y la tremenda responsabilidad de no corresponder a su amor.
Israel, el pueblo elegido del Antiguo Testamento, tuvo la suerte de ser llamado primogénito por el mismo Dios (cf. Éxodo IV, 22). La historia de su gran caída, que aún perdura, es otro ejemplo terrible como el de Esaú.
“El mayor servirá al menor”, se dijo de Esaú (Romanos IX, 12; Génesis XXV, 23). Así también sucedió con el pueblo hebreo que anduvo errante entre los gentiles que antes eran “un pueblo necio” (Deuteronomio XXXII, 21; Romanos X, 19), un pueblo que no era su pueblo (Oseas II, 24; Romanos IX, 25; I Pedro II, 10), por vender su primogenitura, cuando no recibió a Jesús. De ahí que Dios eligió a los gentiles, a ese pueblo necio, para dar celos a aquel primogénito, Israel, que despreció su amor, como Esaú.
Así, los gentiles tienen para siempre, junto con aquellos pocos judíos que aceptaron a Cristo (Romanos IX, 24), una parte mejor, el Cuerpo Místico de Cristo, la Santa Iglesia Católica, en tanto que de aquel Israel primogénito, ya el mundo no recuerda ni cree que fué el pueblo más ilustre de la tierra, y hasta Israel mismo parece olvidar hoy, en el descreimiento, la misericordia que le espera, cuando al final de los tiempos Dios obre en ellos la conversión.
A propósito, en la conversación que el Niño Jesús tuvo con los Doctores del Templo les habló precisamente de esta conversión: “No volveré a veros hasta que haya entrado el último de los gentiles”. Así sucederá hasta su segunda venida. La conversión final de Israel es totalmente gratuita. Un don de Dios.
Recordemos que el primogénito Esaú “no consiguió que mudase la resolución (de su padre) por más que lo implorase con lágrimas” (Hebreos XII, 17; Génesis XXVII, 38).
Porque su pecado fué contra el amor; y ya vimos que los celos del amor despreciado son duros como el infierno (Cantar de los Cantares VIII, 6).
¿De qué nos sirve la primogenitura? Como Esaú, corremos el riego de despreciar el amor de predilección de Dios. Cuidemos de no traicionar este amor, de no ser fornicarios e inspirar celos a Dios, yendo tras dioses falsos; de no ser profanos, como lo fue Esaú, por haber rechazado los tesoros ofrecidos.
San José saltó: “¡Salte de júbilo el padre del Justo!”; la Sagrada Familia se alegró en Dios: “¡Alégrense tu Padre y tu Madre”; la Santísima Siempre Virgen Reina y Madre se regocijó: “¡Regocíjese la que te dio a luz”.
¡Cuán amables son tus moradas, Señor! Mi alma suspira y desfallece por habitar en los atrios del Señor. Amén.
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Sagrada Familia – Colosenses III, 12-17 – San Lucas II, 42-52 – Domingo I de Epifanía – Romanos XII, 1-5 – San Lucas II, 42-52 – 2024-01-07 – Padre Edgar Díaz