viernes, 5 de enero de 2024

Epifanía - Padre Edgar Díaz

La Adoración de los Reyes Magos - Sandro Botticelli - 1475

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Según el Diccionario de la Real Academia el misticismo es, en su primera acepción, el estado de la persona que se dedica mucho a Dios o a las cosas espirituales. En su segunda acepción, el estado extraordinario de perfección religiosa, que consiste esencialmente en cierta unión inefable del alma con Dios por el amor, y va acompañado accidentalmente de éxtasis y revelaciones. 

¿Por qué hablar de misticismo? Porque algunos dicen que el Apocalipsis es un libro de misticismo, y que como tal debe ser interpretado de manera alegórica. Pero no es así; es una profecía. Para rebatir esto basta ir al mismo libro del Apocalipsis: “Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía …” (Apocalipsis I, 3).

Y después de haber dicho: “Revelación de Jesucristo, que Dios, para manifestar a sus siervos las cosas que pronto deben suceder, anunció y explicó …” (Apocalipsis I, 1), es decir, las cosas que aún deben suceder, que es de lo que trata una profecía. Siendo un libro profético no debe ser interpretado de una manera alegórica sino literal y obvia. Lógicamente, la profecía se verifica cuando ocurre el acontecimiento que anuncia. 

El Apocalipsis es la gracia de los últimos tiempos, y, por eso, no es de extrañar que se busque diluir su mensaje, para tropiezo de los que creen y esperan. 

Una de las profecías que Dios nos permite verificar es el Anuncio de la Encarnación de la Palabra de Dios en el seno de María, la Siempre Virgen y Reina: “He aquí que vas a concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin” (San Lucas I, 31-33).

Ciertamente, la Santísima Siempre Virgen y Reina concibió, dio a luz a Jesús; Jesús es grande, y es llamado Hijo del Altísimo. Por gracia de Dios todo esto se ha podido verificar. Pero en cuanto a que Jesús reinará desde el trono de David sobre la casa de Jacob por los siglos, esto aún no ha tenido lugar.

Algunos dicen que esta parte de la profecía se debe interpretar solo de manera alegórica. Así, se sostiene que Jesús reina en los corazones de los que lo aceptaron, por los siglos. Si bien esto es cierto para los santos, es tan solo un matiz de la profecía. Las reglas de interpretación de la Iglesia exigen que el primer significado que se debe buscar en un texto es el literal. Es por eso por lo que se puede decir con certeza que Jesús no ha ejercido su reinado todavía según dice la profecía, pues claramente vemos que aún no reina sobre la casa de Jacob por los siglos. El problema, luego, es interpretar una parte de la profecía literalmente, y la otra parte, alegóricamente. Va contra la lógica y las reglas de interpretación.

La Santa Misa de hoy nos presenta una profecía de Isaías, que, al igual que la profecía del Ángel a la Virgen, en parte se ha verificado por los acontecimientos ocurridos y en parte no. Jesús nos dice que todas las profecías han de cumplirse hasta la última jota: “no vino a destruir la Ley ni los Profetas, sino a darles cumplimiento” (San Mateo V, 17 s.; San Lucas VI, 16 s.), y “es necesario que todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas, y en los Salmos, se cumpla” (San Lucas XXIV, 44).

En la Epifanía se recuerda la revelación o manifestación de Nuestro Señor Jesucristo venido en carne a las naciones paganas, representadas ante la cuna del recién nacido Jesús por los Reyes Magos, los cuales serían conducidos ante su presencia por una misteriosa estrella: “Reyes (vendrán) a ver el resplandor de tu nacimiento” (Isaías 60, 3), dice la profecía.

Esto fue constatado por el Evangelio de San Mateo: “Cuando hubo nacido Jesús en Betlehem de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos del Oriente llegaron a Jerusalén, y preguntaron: ‘¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo’” (San Mateo II, 1-2).

Y arribarían cargados con ricos presentes, especialmente, oro, incienso y mirra, continúa la profecía: “Muchedumbre de camellos te inundará, dromedarios de Madián y Efá. Todos ellos vienen de Sabá, trayendo oro e incienso y pregonando las glorias de Yahvé” (Isaías 60, 6).

Esto es también comprobado por el Evangelio de San Mateo: “Entraron en la casa y vieron al niño con María su madre. Entonces, prosternándose lo adoraron; luego abrieron sus tesoros y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra” (San Mateo II, 11).

Otros versículos de la profecía que aún no se han cumplido hablan de la Jerusalén Celestial, según la interpretación de importantes autores como Straubinger, Bover-Canteras y Nácar-Colunga. Esto no se ha cumplido aún y tendrá lugar posteriormente a la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo a Reinar sobre la casa de Jacob por los siglos, junto con María Santísima, la Reina de todo lo creado, pues si viene el Rey, no puede dejar a la Reina. 

Tomado del profeta Malaquías, el Introito de la Misa de hoy dice: “He aquí que llegó ya el Señor y Dominador: y el Reino está en su mano y la potestad y el imperio”. En su primera venida, el Rey ya llegó. Pero he aquí que, a continuación, el Introito cita un Salmo en el que se le pide a Dios Padre que “entregue al Rey su juicio, y su justicia al Hijo del Rey” (Salmo 71 [72], 1). Pensamos que si bien el Rey ya nació en su primera venida, Dios Padre no ha entregado aún al Rey Jesús su juicio y su justicia.

El Apocalipsis nos relata el momento en el cielo cuando Nuestro Señor reciba del Padre “la alabanza, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos” (Apocalipsis V, 13). Al Cordero como degollado (v. 6), el León de la tribu de Judá, la Raíz de David (v. 5) se le canta un cántico nuevo: “Tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios (hombres) de toda tribu y lengua y pueblo y nación; y los has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra” (Apocalipsis 9-10). El juicio y la justicia le son entregados a Jesús después de su muerte, y no en su nacimiento.

Jesús es a un tiempo ambas cosas: Rey, e Hijo del Rey. Lo primero, porque así fue constituido por el Padre Eterno (cf. Salmo 2 y 109); lo segundo, por doble razón: como Palabra del Padre, y como descendiente y heredero de David. Es la gloria del Hijo Divino que ha de sentarse en su trono para siempre, como le indicó el Ángel a la Siempre Virgen y Reina (cf. San Lucas I, 32).

Entonces, se le pide a Dios Padre la investidura real del Hijo. Con una analogía, Jesús presentó este momento a los discípulos, quienes “pensaban que el reino de Dios iba a ser manifestado en seguida” (San Lucas XIX, 11):

Les dijo esta parábola: “Un hombre de noble linaje (Jesús) se fue a un país lejano (a la diestra de Dios Padre) a tomar para sí posesión de un reino (la investidura que le da el Padre) y volver (segunda venida) … Ahora bien, sus conciudadanos (los judíos) lo odiaban, y enviaron una embajada detrás de él diciendo: ‘No queremos que ése reine sobre nosotros’ (y, en efecto, Jesús nunca reinó sobre ellos todavía). Al retornar él (segunda venida), después de haber recibido el reinado (en el cielo, de manos de Dios Padre), dijo que le llamasen a aquellos servidores a quienes había entregado el dinero, a fin de saber lo que había negociado cada uno …” (San Lucas XIX, 11-15).

La parábola continúa con los premios a quienes fueron fieles, “potestad sobre diez ciudades” (San Lucas XIX, 17); “gobernador de cinco ciudades” (San Lucas XIX, 19); y condena, a quienes fueron siervos malvados (cf. San Lucas XIX, 22). En cuanto a los enemigos, “los que no han querido que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia” (San Lucas XIX, 27).

El Rey recién nacido es a los ojos de los Reyes Magos un Rey universal, tal como lo daban a conocer los divinos oráculos de la Biblia que se habían ido esparciendo por el mundo de entonces (cf. Jeremías XXIII, 5 ss.; Jeremías XXXIII, 15; Isaías XI, 32.60; Ezequiel XXXVII, 23 ss.). 

No se trata de un rey como los demás sino del Rey Supremo, desde tiempo atrás anunciado y prometido por Dios, que había de salvar a su pueblo y a toda la humanidad. Los atributos que se le dan en las Escrituras superan a cuanto podía esperar ningún rey de la historia humana, pues no hubo, hay, ni habrá rey terrenal de quien se pueda decir lo siguiente:

“Permanecerá como el sol y la luna, de generación en generación”; “Dominará de mar a mar, y desde el Río hasta los confines de la tierra”; “ante Él se prosternarán sus enemigos, y sus adversarios lamerán el polvo”; “Y lo adorarán los reyes todos de la tierra; todas las naciones le servirán”; “Su nombre será para siempre bendito, mientras dure el sol permanecerá el nombre suyo; y serán benditas en Él todas las tribus de la tierra; todas las naciones lo proclamarán bienaventurado” (Salmo 71 [72], 5.8.9.11.17).

La profecía de Isaías pinta el cuadro más brillante y completo de la nueva Jerusalén, resultado de la Alianza de Dios con su pueblo, desde la que reinará Nuestro Señor, cuando se dé el señorío efectivo de Jesucristo en el mundo, una vez investido de su realeza por el Padre: “Álzate y resplandece, oh, Jerusalén, porque viene tu lumbrera (es decir, Jesús el Nazareno), y la gloria de Yahvé brilla sobre ti” (Isaías 60, 1).

En contraste, en Jerusalén hoy hay guerra, odio, y destrucción: “Pues mientras las tinieblas cubren la tierra, y densa oscuridad a las naciones, se levanta sobre ti Yahvé, y se deja ver sobre ti su gloria” (Isaías 60, 2). Es Jesucristo, el Nazareno, el Sol de Justicia, quien se levanta sobre Jerusalén … a la vista de su luz todos los pueblos acudirán presurosos a la ciudad santa. 

Jerusalén adquiere, pues, una magnificencia incomparable, sus riquezas son sin límites, pero su piedad, su santidad, y su fidelidad la hacen aún más hermosa y envidiable: “Los gentiles vendrán hacia tu luz, y reyes a ver el resplandor de tu nacimiento” (Isaías 60, 3). Los reyes y los pueblos acudirán con premura a Jerusalén cuando Dios la haya coronado de esplendor.

En la nota a este capítulo, la Biblia Nácar-Colunga dice que Isaías nos describe a Jerusalén como la capital del reino mesiánico (reino futuro sobre la tierra). Iluminada por la gloria de Yahvé, atraerá a sí los peregrinos de todos los pueblos: “Entonces … te serán traídas las riquezas del mar; y te llegarán los tesoros de los pueblos” (Isaias 60, 5).

Jerusalén, convertida en centro de peregrinación del mundo entero: “Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descender del cielo de parte de Dios … la morada de Dios entre los hombres” (Apocalipsis XXI, 2-3). Y otra vez San Juan dice: “Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa Jerusalén, que bajaba del cielo, desde Dios …” (Apocalipsis XXI, 10).

Más adelante hace San Juan un breve resumen de su descripción: “La gloria de Dios le dio su luz (a la ciudad), y su lumbrera es el Cordero. Las naciones andarán a la luz de ella, y los reyes de la tierra llevarán a ella sus glorias” (Apocalipsis XXI, 23-24).

¡Qué pena para quien interprete alegóricamente! ¡No llegará a comprender las maravillosas realidades de Dios!

Al final del Apocalipsis Dios nos reafirma, asegurándonos que se trata de una profecía: “Estas palabras son seguras y fieles; y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que han de verificarse en breve. Y mirad que vengo pronto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro” (Apocalipsis XXII, 6-7).

Éste fue el reproche que Jesús hizo a los discípulos de Emaús: “¡Oh, hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas!” (San Lucas XXIV, 25).

Por eso, al Señor Dios todopoderoso, en la oración post comunión, le suplicamos que nos conceda la gracia de comprender con clara inteligencia los misterios encerrados en la solemnidad que hoy celebramos. 

“Entonces (Jesús) les abrió la inteligencia para que comprendiesen las Escrituras” (San Lucas XXIV, 45). 

Amén.

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Epifanía – 2024-01-06 – Isaías 60, 1-6 – San Mateo II, 1-12 – Padre Edgar Díaz