lunes, 1 de enero de 2024

Circuncisión - Padre Edgar Díaz

Circuncisión de Jesús - Garófalo - Museo del Louvre

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Con misterio de sangre empieza la vida del Niño Dios. El llanto del Divino Infante, se oye, a los ocho días; derrama sus primeras gotas de Sangre pues es sometido a la vergonzosa y dolorosísima ceremonia de la circuncisión.

Su circuncisión es el sello de expiación por el pecado que no debía recibir en su cuerpo, por no haber contraído, como los demás, la mancha original. Pero quiso parecer pecador como todos, para empezar a presentarse en el mundo como uno de nosotros; Él, sin dejar de ser Dios, había de ser nuestro Mediador, nuestro Redentor y nuestro Restaurador.

Sostiene San León Magno que “no se debe pensar falsamente de la Encarnación del Señor (es decir, de su Humanidad), ni de la Divinidad del Señor. Porque así como hay peligro, por un lado, de negar la verdad de la participación de Cristo en nuestra naturaleza, lo hay también, por el otro, de menospreciar la igualdad de su gloria con la gloria del Padre”. 

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios … Y El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre” (San Juan I, 1-3. 14).

Antes de su Segunda Venida, pertinazmente, se intentará atacar y negar la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, con una nueva intensidad en su arremetida. Es que los tiempos apremian para que el mal desaparezca de la tierra, y, por eso, se juegan las últimas cartas. De la negación de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo se siguen consecuencias gravísimas de mortales efectos.

En lo que respecta a la identidad del cristianismo, negar la divinidad del Hijo, lleva a la negación del augusto misterio de la Santísima Trinidad. 

Destruidos el misterio de la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y el de la Santísima Trinidad, se destruye el corazón del cristianismo, porque esos dos misterios –tan íntimamente unidos entre sí que el error en uno repercute necesaria y fatalmente en el otro– son lo que constituye y distingue la fe católica de toda otra creencia.

No afirmar la divinidad de Cristo tiene como consecuencia concluir que la Iglesia fundada por Nuestro Señor, la Santa Iglesia Católica, es una de las tantas sectas judaizantes que merodean por el mundo. En su tiempo, ya San Pablo denunciaba a los judaizantes que hacían vana la cruz de Cristo. 

Semejante posición conduce a una fraudulenta unión de la Iglesia Católica con otras religiones (sobre todo con el judaísmo, y, eventualmente, con el islamismo), en donde la unidad se busca lograr a costa de la verdad sobre Cristo. Se debe sacrificar la verdad para acusar a la Iglesia de haber fallado en llevar a todos los hombres a la salvación de Cristo.

En lo que respecta al misterio de la salvación, si Jesucristo no fuese Dios, y fuese solo una persona humana, aunque toda llena de Dios, entonces no estaríamos redimidos. Permaneceríamos todavía en nuestros pecados y seríamos candidatos al infierno, porque solo Dios salva.

Nadie habría podido pagar la ofensa infinita hecha a Dios por nuestros pecados; nadie habría podido cancelar la deuda, ni la habría suprimido clavándola en la cruz (cf. Colosenses II, 14); el sacrificio de Cristo habría sido meramente un sacrificio humano.

Como Dios quiere una reparación en estricta justicia, si Cristo no fuese Dios, su muerte habría sido totalmente inútil para nuestra salvación, pues, como hombre, no le habría alcanzado para satisfacer esa justicia. A lo más, habría servido de un muy buen ejemplo, uno más de tantos, de lo que el hombre debería hacer para salvarse a sí mismo. Y si cada uno se salvase a sí mismo, Cristo no tendría sentido, y fallaría el plan de Dios de elevar al hombre al plano sobrenatural como resultado de su obra de redención. 

Inexorablemente, se caería en las utopías de auto–redención de los gnósticos (salvación por el conocimiento) y pelagianos (negación del pecado original; el hombre puede alcanzar la salvación por sí solo). De entre estas utopías se destacan el marxismo (Comunismo) y el progresismo o liberalismo cristiano que promueve la exaltación del hombre por el hombre a costa de los derechos inalienables de Dios.

Si Cristo no fuese Dios sería falso lo que enseña San Pedro: “En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos” (Hechos IV, 12).

Más aún, si Cristo no fuese Dios, la Iglesia fundada por Él no se distinguiría del mundo, pues la Iglesia Católica es la encargada de continuar la obra de Cristo, y única arca de salvación para los hombres (cf. Dz 1717).

Si Cristo no fuese Dios la Iglesia Católica no sería divina y, por tanto, dejaría de ser el medio establecido por Dios para que los hombres lleguen a Él. No habría necesidad de sacerdotes, ni de conversión, ni de predicación del Evangelio a las gentes. 

Si Cristo no fuese el único Salvador, no habría razón para que existiese una Iglesia, única y verdadera. Habría miles de iglesias, como vemos que sucede con el Protestantismo, y, en consecuencia, habría división en la enseñanza de Cristo y su culto. Miles de grupos que no gozarían de la promesa de la infalibilidad, ni de la indefectibilidad.

Si Cristo no fuese Dios, caerían uno por uno, como hojas de otoño, todos los dogmas de la fe. La Santísima Siempre Virgen María no sería la Madre de Dios; las Sagradas Escrituras no sería inspiradas y hablarían de Jesús solamente como un hombre. En la Sagrada Eucaristía se vería solamente un pan santo y no Dios–Hombre, cuya presencia es verdadera, real y sustancial. Y finalmente se vería la Iglesia solamente como un edificio sociológico con fines solamente sociológicos.

Tanto el dogma como la herejía inciden sobre el orden temporal de los hombres y de los pueblos. La herejía lucha para que Cristo no reine en el mundo. Por eso, no se habla de la Segunda Venida de Cristo Rey y de su Reino milenario subsecuente. Si la divinidad de Cristo no es real, entonces sería legítimo el mesianismo judeo–masónico (el milenarismo craso y material) y el comunismo.

Si Jesucristo no fuese Dios, la Iglesia dejaría de ocuparse de la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre; fatalmente, entonces, su preocupación primera y esencial serían los problemas temporales, la liberación política, económica y social. El trascendente Reino de Dios se vería reducido al inmanente reino del hombre; el paraíso en la tierra; convertida en un infierno.

La negación frontal de la divinidad de Jesucristo será la obra cumbre del Anticristo “que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo” (2 Tesalonicenses II, 4), pero a quien el Señor Jesús destruirá “con el aliento de su boca… con la manifestación de su venida” (2 Tesalonicenses II, 8).

El mundo se seguirá debatiendo en una espantosa agonía mientras no reconozca y confiese públicamente la divinidad de Jesús diciendo: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (San Mateo XXIII, 39) en su Parusía. 

Un crucifijo flamenco del año 1632 dice:

“Yo soy la Luz, y no me miráis.

Yo soy el Camino, y no me seguís.

Yo soy la Verdad, y no me creéis.

Yo soy la Vida, y no me buscáis.

Yo soy el Maestro, y no me escucháis.

Yo soy el Señor, y no me obedecéis.

Yo soy vuestro Dios, y no me rezáis.

Yo soy vuestro Amigo, y no me amáis.

Si sois infelices, no me culpéis”.

Jesucristo Nuestro Señor es Hijo de Dios por naturaleza, tan Dios como el Padre y como el Espíritu Santo, por poseer la misma sustancia –numéricamente una– por ser de la misma substancia del Padre.

Cristo Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad hecha hombre, a quien han seguido los santos de todos los tiempos, porque es el Único que “tiene palabras de Vida Eterna” (San Juan VI, 64).

En el estado de ceguera en el que se encuentra el mundo, no se podrá reconocer a Jesucristo, si se niega su divinidad. Los paganos que no le conocen no entenderán nada; los judíos y musulmanes que sí le conocen y le odian, se empecinarán más en su odio; los ortodoxos y protestantes que le siguen a su manera, seguirán falsificando sus Dogmas; los cristianos confundidos, los supuestos sacerdotes, y los válidos sacerdotes que siguen la herejía creerán estar en la Verdadera Iglesia, pero no.

Por eso hay que mantener firmemente y creer con el derramamiento de la propia sangre lo que San León Magno, en su homilía de Navidad sostiene: 

“La Persona (Divina) del Hijo de Dios permanece inmutable y una, aunque tiene dos naturalezas: guarda la suya (la Divinidad) y toma la nuestra (la humanidad). Él aparece como hombre para ser el restaurador de los hombres, pero permanece todo el tiempo en Su inmutable Deidad. 

Esa Divinidad que comparte con el Padre no era en absoluto menos Todopoderosa, ni la forma de un siervo tocó la forma de Dios para derogarla. El Ser Altísimo y Eterno, inclinándose para la salvación del hombre, tomó la Humanidad en Su gloria; No dejó de ser Aquello que era desde toda la eternidad”. 

Amén.

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Circuncisión del Señor – Octava de Navidad – 2024-01-01 – Tito II, 11-15 – San Lucas II, 21 – Padre Edgar Díaz