¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí! |
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“He aquí que subimos a Jerusalén, y todo lo que ha sido escrito por los profetas se va a cumplir para el Hijo del hombre” (San Lucas XVIII, 31).
No seremos para siempre confundidos si solo en Dios ponemos nuestra esperanza, y si solo Dios nos libra con su justicia y misericordia, según el Introito de la Misa, pues “si aquellos días (predichos por los profetas) no fueran acortados, nadie se salvaría” (San Mateo XXIV, 22).
La caridad no obra inconsideradamente (cf. 1 Corintios XIII, 4), es decir, sin haber observado primero las necesidades de los demás, y sin valoración y aprecio por ellos. No obra desatentamente.
Mas se complace en la verdad (cf. 1 Corintios XIII, 6), es decir, no en el ocultamiento y la simulación, sino en lo justo que deba decirse con argumento y razón. No obra inadvertidamente.
Verdad y caridad se conjugan mutuamente pues no cumplirían con la justicia de Dios y el amor al prójimo si la verdad no fuera dicha con caridad y por caridad, y si la caridad no pregonara la pura verdad. Solo así satisface a Dios. No obra aturdidamente.
En la Parusía, el bienaventurado día—como dice hoy San Pablo—“cuando llegue lo perfecto” (1 Corintios XIII, 10), “conoceremos a Dios como somos conocidos por Él” (1 Corintios XIII, 12).
Termina magistralmente San Pablo su himno a la caridad con una bienaventuranza, el conocimiento pleno y perfecto según Dios. Esta suave introducción sirve para limar la dureza de lo que sigue.
De tiempo en tiempo el género humano se va corrompiendo acosado por la sed de placeres, sensualidades y diversiones.
En tiempos de Noé, viendo Dios la corrupción y sensualidad de los hombres, y el ningún caso que hacían a sus misericordiosas amonestaciones, determinó destruirlos anegados en las aguas de un diluvio universal. Solo se salvó en un arca Noé y su familia.
Si así fue castigada la corrupción antes de Noé, la corrupción antes de la venida de Jesucristo será mucho más severamente castigada.
A lo largo de la historia cada siglo tuvo su problemática. El modernismo en la Iglesia, que es parte del liberalismo generalizado de la sociedad mundana, es el terreno anegadizo hoy.
La esencia del liberalismo es la negación directa, sutil y radical de la soberanía de Dios sobre toda su creación y la negación de la fe por parte de toda la Iglesia. Así lo denunció el Papa Pío IX. También el Papa León XIII, en su Encíclica Humanum Genus (20 de Abril de 1844) e Immortale Dei (1 de Noviembre de 1885).
Siendo la herejía de las herejías, porque las resume a todas, su infección y gangrena, para justo castigo de nuestros pecados, ha logrado lo que otras herejías no han logrado, a saber, ser error oficial, legalizado y entronizado en los pueblos y en la Iglesia. Es el lobo disfrazado de oveja, el enemigo.
Impuesto por la masonería tiene por objetivo crear una sociedad que eclipse totalmente a la sociedad cristiana, en donde ya no se adore a Dios ni se observen sus preceptos, y bien lo ha conseguido.
Como el hombre sigue necesitando de lo sobrenatural, apartado del verdadero Dios, lo busca y lo adora en las obras de sus manos, como si fuese un dios, y vive de acuerdo con su ídolo.
Toda la técnica y la tecnología de hoy ha sido usada por muchísimos años para hacer un daño muy perverso. Este mal muy específico consiste en una programación de nuestros hábitos de vida con el objetivo de desnaturalizarnos.
Es un lavado de cerebro, un adoctrinamiento, que se logra a través de la ficción presentada por la tecnología, como una diversión o entretenimiento, que en realidad es una programación de la mente, como si la mente fuese una computadora.
Lo hacen todo el tiempo con el cine, las series de televisión, las redes sociales de internet, las noticias, los video-juegos, etc. Toda esta fantasía creada en las mentes se ha constituido en el alimento del alma sin el cual no se puede vivir.
Fácilmente se puede manipular a las masas con el alimento, ya sea material, o espiritual. Con esta manipulación han conseguido disociar nuestro conocimiento de la realidad, para hacerlo depender de la fantasía.
Luego, hay una tendencia a identificarse más con este modelo de sociedad creada por el enemigo de Dios que con una sociedad católica, pues ciertamente Dios y la fe han sido borrados por el liberalismo.
Plegarse a lo malo que llega a través de la tecnología y el abandono de Dios es el fundamento de la apostasía. En el doloroso momento de la gran persecución no se sabrá qué hacer. Se tomarán decisiones según la sociedad liberal y no según los mandamientos de Dios. Se preferirá la propia vida y la comodidad a morir con Jesucristo en la cruz.
El liberalismo está fundado en el negocio del control mental. En este negocio no se permite que el individuo piense y menos aún que reflexione sobre Dios y la fe. Nada que provenga de las propias raíces debe ser aceptado pues podría estropear los planes del enemigo.
En este negocio de creación y manipulación de la cultura y la sociedad todo viene impuesto desde arriba: un pseudo catolicismo como para dejar parcialmente tranquila la conciencia, el hedonismo (búsqueda desenfrenada de placer y huida del sufrimiento), las sutiles ideologías del feminismo, los derechos de las minorías, los animales, etc.
Si la corrupción en tiempos de Noé fue castigada con el diluvio universal, la corrupción en los últimos tiempos será castigada con fuego universal, dicen las profecías.
Nuestro Señor dijo sobre su Segunda Venida: “como fue en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma, cayó del cielo una lluvia de fuego y de azufre, y los hizo perecer a todos. Conforme a estas cosas será en el día en que el Hijo del hombre sea revelado” (San Lucas XVII, 28-30). ¡Fuego y azufre!
Dios se ve obligado a reducir al hombre por su obstinación en el mal con castigos cruelísimos y, aún así, pocos se salvarán. Y si no fuera por su misericordia en acortar los tiempos solo se salvarán los elegidos. Por eso hay y habrá guerras sangrientas, genocidios, pestes, hambres, enfermedades, terremotos ... fuego y azufre. Como el hombre no quiere imponerse un límite a sí mismo, el límite lo pone Dios.
En el libro de la Sabiduría el autor sagrado parece estar trazando un cuadro de la obstinación en el mal de los tiempos presentes, que son los últimos, y dice que “… el abominable culto de los ídolos (es) la causa, y el principio y fin de todos los males … porque entregados a sus ídolos (los hombres) sintieron (juzgaron) mal de Dios … menospreciando la justicia” (Sabiduría XIV, 27-30).
La idolatría es causa de todos los males, porque irrita a Dios. Y el liberalismo es una idolatría. Es como un adulterio que nos aparta de Él. La bondad de un esposo llega a todo menos a permitir que la esposa se entregue a otro.
“Éste fue (siempre) el error del género humano”, dice el libro de la Sabiduría, sentir mal de Dios, “pues los hombres, o por satisfacer a un afecto suyo, o a los reyes, dieron a las piedras y leños el nombre incomunicable” (Sabiduría XIV, 21).
Es decir, dieron a sus ídolos el nombre incomunicable de Dios, que es Yahvé (Aquel que es), y que no puede darse a otro. A nada podemos llamar Dios.
Continúa el libro de la Sabiduría: “Ni se contentaron con errar en orden al conocimiento de Dios, sino que viviendo sumamente arruinados por su ignorancia, dieron el nombre de paz (bien) a un sinnúmero de muy grandes males”. Llamar bien al mal.
“Pues ya sacrificando sus propios hijos, ya ofreciendo sacrificios entre tinieblas, o celebrando vigilias llenas de delirios…” (Sabiduría XIV, 22-23), el texto está haciendo alusión a los sacrificios hechos a Moloc (el diablo), que se hacían entre tinieblas (durante la noche), en cuevas y lugares subterráneos.
Esto sigue sucediendo hoy. Recientemente se encontró una sinagoga en Nueva York en la que había túneles por debajo de la calle conectados con un centro de educación para infantes … que cada uno saque su propia conclusión …
Continúa el libro de la Sabiduría: “… no respetan las vidas (aborto), ni la pureza de los matrimonios (adulterio y fornicación), sino que unos a otros se matan por celos, o con sus adulterios se contristan”.
Y más aún: “Por todas partes se ve efusión de sangre, homicidios, hurtos y engaños, corrupción, infidelidad, alborotos, perjurios, vejación de los buenos, olvido de Dios, contaminación de las almas …”
Y peor aún: “… trastorno de la naturaleza (pecado contra la naturaleza, que reprende San Pablo en los paganos en Romanos I, 26), inconstancia de los matrimonios, desórdenes de adulterio y de lascivia …” (Sabiduría XIV, 24-26). Esta obstinación en el mal es generalizada y vista como algo normal.
Así, hoy es normal ver en la sociedad negligencia en el deber; ceguera para poder entender la realidad; fastidio por el bien; desprecio por la verdadera doctrina; ignorancia culpable; descreimiento de Dios; rebeldía a Dios; relegamiento de Dios y las cosas de Dios ante el mundo.
Insaciabilidad de placeres; playas y piscinas para ver desnudos; pornografía y sus nefastas consecuencias; lugares de diversión fuente de pecados: bares, discotecas, conciertos; dinero mal gastado en diversión y en viajes de placer; ropa inmodesta; mujeres casi desnudas, o vestidas como hombres, señal de los últimos tiempos.
Búsqueda de malas compañías para pecar y emular en el mal y en el espíritu del mundo; permisividad de las malas costumbres por parte de los padres; padres que conducen a sus hijos a la perdición; y de parte de los hijos, desobediencia, atrevimiento, osadía y rebeldía contra los padres.
La obstinación en el mal lleva a la desesperación; a la muerte repentina como castigo; a estar bajo los efectos de una interferencia demoníaca, para que el diablo robe la palabra del corazón, para que no crean y se salven.
Lleva a atacar a las personas que nos hacen el bien; a tener odio y desprecio por lo sagrado, en particular, la verdadera Misa; a quejarse por las oraciones y observancias religiosas; a atacar a sacerdotes buenos y verdaderos; a cuestionarlos constantemente; a culparlos del mal propio; a atreverse a llamarles la atención; a hacerles una mala fama infundada; a lograr impedir que las almas acudan a los sacramentos en detrimento de su salvación; a vengarse por los buenos consejos y ejemplos dados; a ser irreverentes ante las imágenes sagradas y libros de piedad. ¡Todo esto clama al cielo!
Ésta es la sociedad que vemos y que francamente no parece tener remedio. Da mucha pena ver que se cumple lo que dijo Nuestro Señor: “estarán divididos, el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra” (San Lucas XII, 53). Según este texto, en una familia, uno se salva y el otro no. Esto da mucha tristeza. Dios no reina en la sociedad, ni en las familias.
Los Apóstoles se escandalizaron de la cruz; no entendieron que el Mesías debía padecer primero antes que ser Rey. Era para ellos una idea fija, fijada por los fariseos, como fijado es por los modernos fariseos el concepto del liberalismo de evitar todo sufrimiento y buscar desenfrenadamente el placer.
Todo Israel esperaba al Mesías triunfante tan anunciado por los Profetas, y el misterio de Cristo doliente estaba oculto aun a las almas escogidas. De ahí el gran escándalo de todos los discípulos ante la Cruz. Se había viralizado la idea del Mesías triunfal en contra de las profecías de un Mesías sufriente.
Ciertamente, una mente influenciada por una idea tendenciosa no les permitía concluir bien. Ciertamente, Jesús deseaba sofocar estas esperanzas mundanas en ellos. ¡Cuán espesas eran las nubes que envolvían sus mentes!
No basta que brille el sol y que se enciendan las antorchas, si la vista está mal dispuesta, y que la claridad se presente cuando los ojos están enfermos.
Hay dos causas de la ceguera. Si los apóstoles no escuchan las palabras tan evidentes del Salvador Jesús, es porque no sólo sus mentes, sino también sus voluntades estaban mal dispuestas.
No oyen porque sus mentes están ocupadas por otros pensamientos y oscurecidas por los prejuicios que surgen de los sentidos, y hay un velo que está delante de ellos y les impide ver.
No oyen porque no quieren buscar la iluminación, y no descubren la luz porque voluntariamente apartan la vista. “Tenían miedo”, dice el evangelista, “de interrogarle sobre este dicho” (San Lucas IX, 45).
He aquí, pues, los dos grandes obstáculos que impiden escuchar las palabras de Jesucristo: un obstáculo por parte del entendimiento, que precedido por sus pensamientos y cubierto con sus prejuicios como con un velo oscuro, no puede penetrar las verdades evangélicas; y un obstáculo por parte de la voluntad, que huye de la iluminación y no quiere ser instruida.
Éstas son las causas profundas de la ceguera de los mortales ante la pasión del Salvador. La mente preocupada y condicionada no puede recibir la luz, y la voluntad debilitada y depravada la evita y la teme.
Fue necesario un milagro. El mismo Jesús, ya resucitado, les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras, las cuales guardaban escondido en “Moisés, los Profetas y los Salmos” (San Lucas XXIV, 44) ese anuncio de que el Mesías Rey sería rechazado por su pueblo y muerto en la cruz antes de su triunfo en su venida gloriosa.
Hoy, gracias a la luz del Nuevo Testamento podemos ver con claridad ese doble misterio de Cristo doloroso en su primera venida, triunfante en la segunda, cuyo significado permanece aún velado para los judíos (cf. 2 Corintios III, 14-16) hasta el día de su conversión (cf. Romanos XI, 25 ss.).
A la obstinación en el mal se le debe contraponer la liberalidad en el bien. Hacer todo lo posible por agradar a Dios.
La Santa Misa; el rezo diario del Santo Rosario; la lectura del Misal; las Epístolas; y el Evangelio; la búsqueda de la soledad con Jesús y la Santísima Virgen; el ofrecimiento del sufrimiento; la entrega permanente a Dios por la conversión y salvación de la propia alma y la de la familia; el no ser permisivo con el mal; la obediencia a Dios; el remediar lo que está fallando; evangelizar. Así debería encontrarnos Jesús en su Segunda Venida.
Por lo tanto sentir bien de Dios es un grandísimo acto de adhesión a Dios; es algo que, si lo hacemos de corazón, nos santifica. Ésta es la primera y más alta enseñanza que nos da la Sabiduría.
San Luis María Grignion de Monfort, en la Carta a los Amigos de la Cruz, resume todo lo dicho:
“¿Sabéis distinguir con certeza entre la voz de Dios y su gracia y la del mundo y de la naturaleza?”
“¿Percibís con claridad la voz de Dios, nuestro padre bondadoso, quien—después de maldecir por tres veces a todos los que siguen las concupiscencias del mundo: ‘¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra!’ (Apocalipsis VIII, 13)—os grita con amor, tendiéndonos los brazos: ‘Apartaos, pueblo mío’ (Apocalipsis XVIII, 4) escogido, queridos amigos de la cruz de mi Hijo; apartaos de los mundanos, a quienes maldice mi Majestad, excomulga mi Hijo y condena mi Espíritu Santo?”
“¡Cuidado con sentaros en su cátedra pestilente! ¡No acudáis a sus reuniones! ¡No os detengáis en sus caminos! ¡Huid de la populosa e infame Babilonia! ¡Escuchad tan solo la voz de mi Hijo predilecto y seguid sus huellas! Yo os lo di para que sea camino, verdad, vida y modelo vuestro: ‘Escuchadle’ (San Marcos IX, 7)”.
“¿Escucháis la voz del amable Jesús? Él, cargado con la cruz, os grita: ‘Subamos a Jerusalén’ (San Lucas XVIII, 31). ‘El que me sigue no andará en tinieblas’ (San Juan VIII, 12). ‘¡Ánimo, Yo he vencido al mundo!’ (San Juan XVI, 33)”.
Si seguimos a Jesús, Él no nos abandonará. “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí! Hijo de David, ten misericordia de mí” (San Lucas XVIII, 38.39). Amén.
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Domingo de Quincuagésima – 2024-02-11 – 1 Corintios XIII, 1-13 – San Lucas XVIII, 31-43 – Padre Edgar Díaz.