martes, 13 de febrero de 2024

Te tenía miedo ... P. Edgar Díaz

Pieter Bruegel el Viejo - La Torre de Babel

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Te tenía miedo …

“Se hallaba próximo a Jerusalén y ellos pensaban que el reino de Dios iba a ser manifestado enseguida” (San Lucas XIX, 11).

Pero para despejar esa duda Jesús les dijo la Parábola de las Minas, de la que se desprende que recién en su Segunda Venida se podrá decir finalmente: “Bendito el que viene, el Rey en nombre del Señor” (San Lucas XIX, 38).

“Un hombre de noble linaje” (San Lucas XIX, 12). ¡Es Jesús! “Se fue a un país lejano” (San Lucas XIX, 12). ¡Es el Cielo! “A tomar para sí posesión de un reino” (San Lucas XIX, 12). ¡Que le es conferido por el Padre! “Y volver” (San Lucas XIX, 12), a la tierra. ¡Es su Segunda Venida, desde el Cielo, y con su Reino, lleno de Gloria y Majestad!

Mientras tanto, hasta que vuelva, Jesús exhorta: “Negociad hasta que yo vuelva” (San Lucas XIX, 13). La mayoría de los comentadores de la Iglesia, según la Catena Aurea de Santo Tomás de Aquino, dicen que lo que se debe negociar es la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo y que la ganancia de este negocio son las almas que se convierten.

Por el banco en donde Jesús pide que se deposite este dinero (su doctrina) se entiende el corazón de las gentes, que deben a su vez, producir frutos para entregárselos a Jesús cuando vuelva.

En este negocio de las almas la primera que merece nuestra consideración es la propia alma. No estamos en tiempos para flojos, sino para valientes, porque como soldados combatientes de verdad y por la verdad debemos hacerle frente a las concupiscencias del mundo y de nuestra carne.

Al respecto, la Santa Iglesia comienza hoy el tiempo de Cuaresma, y conforme a que debemos ser coherentes con nuestra fe, Cuaresma es un tiempo de mayor sacrificio que lo habitual, y más imperioso aún, por estar en los últimos tiempos, en que esperamos que Nuestro Señor vuelva con su Reino. 

Para no tener un concepto distorsionado del catolicismo es necesario decir que lo que más se opone al sacrificio es la diversión mundana de una vida disipada.

Otras religiones podrán permitir esta disipación, pero el catolicismo no, pues el catolicismo es la religión del sacrificio. El Sacrificio de la Cruz. ¡Dios clavado y muerto en la Cruz! O si no, seguimos un pseudo-catolicismo. El Santo Sacrificio de la Misa es el mismo Sacrificio de la Cruz, aunque incruento.

Nuestro sacrificio es nuestro sufrimiento. No nos gusta sufrir. Hemos sido hechos por Dios para la felicidad pero vino el pecado y enredó todo. Pero el sufrimiento es el remedio amargo para sanar. ¿Quién se atreve a comenzar a escalar hacia lo alto para llegar a amar el sufrimiento, como hicieron los santos?

El objetivo de la Cuaresma es precisamente lograr crecer en el amor al sufrimiento. La Iglesia insiste en este camino para purgarnos de nuestras malas tendencias e impulsos al pecado.

¡Estamos obstinados en el mal! ¡Qué desgracia! La búsqueda casi constante de la mundana diversión—que se opone al sacrificio y al amor al sufrimiento—es una obstinación en el mal. No habrá felicidad hasta que no se haya completado la purga. O se purga aquí, o se purga allá. 

Los sufrimientos del Purgatorio son durísimos, como los del infierno, con la única diferencia de que cuando se terminan se va al cielo. Del infierno, en cambio, no se sale jamás, al que se va si la muerte repentina encuentra al alma con un solo pecado mortal en su consciencia.

Los pecados merecen castigos, aún en esta vida. Para nuestro bien—purga y santificación—Dios nos envía cruces, dolores y sacrificios, a modo de castigo. 

Estos castigos son más importantes y meritorios que los que uno podría infligirse por propia iniciativa, porque Dios los permite para nuestra santificación, mientras que los nuestros podrían jugarnos en contra por estar cargados de soberbia.

De todos modos, no debemos dejar de hacer sacrificios propios. No puede uno ser católico y no hacer sacrificios, siempre y cuando se tenga en cuenta la salvedad dicha.

Somos una nada soberbia, o una soberbia nada, que continuamente le falta el respeto a Dios. Por eso merece incesable castigo. Se merece la cruz, por justicia. En justicia, hay que pagar.

Aunque nuestras faltas sean contra el hombre, absolutamente todo pecado es un acto contra Dios. se rebela y se pisotea el respeto y el honor que Dios merece y exige por ser Dios. Es un acto de irreverencia y rebeldía enorme que merece todo el castigo.

Dios nos pide orden en nuestras vidas. Orden según Dios, no según el mundo. Por eso, hay que estar muy atentos a conseguir este orden según Dios y no según la diversión del mundo en nuestras vidas. Debemos devolverle a Él el respeto y el honor debido poniendo orden. 

Primero, lo de Dios. Segundo, el abandono de ese gustillo por el mundo. A Dios le debemos todo: “perdona nuestras deudas”. Indefectiblemente nuestras deudas serán pagadas en esta o en la otra vida.

Tenemos una naturaleza caída. Una naturaleza enferma. Todos estamos enfermos, y por nuestra culpa. Dios no hizo una naturaleza enferma. Hacer sacrificio hace que se disminuya esta enfermedad. 

Esta enfermedad de nuestra naturaleza es incurable en esta vida, pero es posible disminuirla. Nuestra constante inclinación al mal—obstinación en el mal—es incurable. Por eso, Dios castiga los pecados veniales inmediatamente, que parecen ser inofensivos, pero son de lo más horrendos. Inmediatamente después de un pecado venial deliberado viene un llamado de atención de Dios.

Mucha oración y ayuno. Más se obtiene de Dios. Amor a Dios. Si Él sufrió así en la Cruz por nosotros, no podemos entonces pretender no sufrir y no hacer sacrificios por Él. No podemos ser cómodos.

Santo Rosario todos los días. Santa Misa todos los días, si es posible. Con nada pagaremos tanto por nuestros pecados que viniendo a la Santa Misa y recibiendo la Comunión.

La Santa Misa es la oración más perfecta, porque es oración, y, a la vez, sacrificio. Dos cosas que en cuaresma se nos pide más aún. Dice San Agustín: “La oración sube y la misericordia de Dios baja”.

En el negocio de las almas también merece nuestra consideración las almas de nuestros prójimos, especialmente de las de nuestros familiares. La atracción del mundo es tan poderosa que es casi imposible resistirse a ella. Por eso, es nuestro deber corregirles y aconsejarles huir del mundo.

Quien se apega y busca el mundo piensa mal de Dios. Piensa que Dios no le podrá hacer feliz. Y quienes piensan mal de Dios nunca podrán servirle, por falta de amor. No hay un trabajo de enamoramiento de Dios: “Te tenía miedo” (San Lucas XIX, 21).

El apego al mundo maldito (enemigo de Dios) no nos permite mirar contentos, si no más bien con tristeza, el nuevo destino que Dios nos depara en su bondad. Tampoco nos permite agradecer con gozo el privilegio de huir del mundo castigado por sus iniquidades. 

Quien ama el mundo lo mira con añoranza y angustia al ver que lo que añora no lo tendrá más. Arenas doradas, azules brisas marinas, “donde está tu corazón, allí está tu tesoro” (San Mateo VI, 21). 

Y si es esto lo que desea el corazón Dios lo da. La mujer de Lot deseó su ciudad y Dios la convirtió en un pedazo de la misma ciudad que se había vuelto un mar de sal. Tuvo su paga (cf. San Mateo VI, 2.5.16), es decir, lo que deseaba su corazón.

Los mundanos tuvieron lo que deseaban y no desearon otra cosa; luego, no tienen otra cosa que esperar, pues Dios da a los que desean, a los hambrientos, según dice María, en tanto que a los hartos (de mundo) los deja vacíos (sin cielo) (cf. San Lucas I, 53). 

Más imperioso que nunca: “Convertíos a Mí de todo vuestro corazón; con ayuno, con llanto y plañido” (Joel II, 12).

La sincera contrición, asegura el perdón de los pecados: “Rasgad vuestros corazones, y no vuestros vestidos, y volveos a Yahvé, vuestro Dios; porque Él es benigno y misericordioso, tardo para airarse y de mucha clemencia, y le duele el mal” (Joel II, 13). 

La Iglesia exhorta a quebrantar el corazón con una auténtica conversión y llevar una vida propia del arrepentimiento: “¿Quién sabe si se inclinará (Dios) a piedad y os perdonará, y os dejará gozar de la bendición y el poder ofrecer sacrificios y libaciones al Señor Dios vuestro?” (Joel II, 14).

El ayuno purifica el alma: “¡Promulgad un ayuno!” (Joel II, 15). 

Dice San León Magno: “El ayuno engendra pensamientos castos, hace voluntades razonables y rectas, y da los más saludables consejos. Con esta aflicción voluntaria la carne muere para las concupiscencias, y el espíritu se renueva con las virtudes”.

Llorar por los pecados propios y por los ajenos: “Entre el pórtico y el altar lloren los sacerdotes” (Joel II,17). Los sacerdotes de Israel, lo mismo que David y Daniel, lloraban entre el vestíbulo y el altar por los pecados del pueblo. Así deben también llorar los sacerdotes de la Nueva Alianza.

Quien ama el mundo no quiere el reinado de Jesucristo: “sus conciudadanos lo odiaban, y enviaron una embajada detrás de él diciendo: ‘No queremos que ése reine sobre nosotros’” (San Lucas XIX, 14).

En su Segunda Venida, “al retornar él, después de haber recibido el reinado, dijo que le llamasen a aquellos servidores a quienes había entregado el dinero, a fin de saber lo que había negociado cada uno” (San Lucas XIX,15).

A quien le tenía miedo le dijo: “‘Por tu propia boca te condeno, siervo malvado. ¿Pensabas que soy hombre duro, que saco lo que no puse, y siego lo que no sembré? Y entonces ¿por qué no diste el dinero mío al banco? (Así al menos) a mi regreso lo hubiera yo recobrado con réditos’” (San Lucas XIX,22-23).

Y dijo a los que estaban allí: “‘Quitadle la mina, y dádsela al que tiene diez’. Le dijeron: ‘Señor, tiene diez minas’. ‘Os digo: a todo el que tiene, se le dará; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. En cuanto a mis enemigos, los que no han querido que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia’” (San Lucas XIX,24-25).

Jesús, el Rey despreciado por Israel, dijo: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (San Lucas XIII, 1-5). 

Concede, Señor, dice la Colecta, a tus fieles, la gracia de empezar con una piedad sincera la venerable solemnidad de los santos ayunos y de observarlos hasta el fin con una constante devoción. Amén.

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Miércoles de Ceniza – Joel II, 12-19 – San Mateo VI, 16-21 – 2024-02-14 – Padre Edgar Díaz