miércoles, 21 de febrero de 2024

Una, Santa, Católica, Apostólica y Antioquena - P. Edgar Díaz

Cristo y la Santísima Virgen en las Bodas de Caná

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Hubo un tiempo en que la Sede de la Santa Iglesia Católica no estuvo en Roma. Antioquía fue la primera Sede del Apóstol San Pedro, el Primer Papa, donde residió siete años, hasta que, por disposición divina, pasó a Occidente.

Esta festividad nos recuerda que tanto el Oriente como el Occidente están sometidos a San Pedro, en sus sucesores legítimos, los romanos Pontífices.

Es maravilloso ver que la Primera Carta del Primer Papa nos hable de los últimos tiempos.

San Pedro comienza dando acción de gracias a Dios, por haber sido “regenerado con una viva esperanza, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para recibir una herencia incorruptible, y que no puede contaminarse, y que es inmarcesible … (para) … quienes la virtud de Dios conserva por medio de la fe para hacernos gozar de la salvación, que ha de manifestarse en los últimos tiempos” (1 Pedro I, 3-5).

Maravilloso es también ver los designios de Dios para con el Sacerdocio de la Nueva Alianza de Nuestro Señor Jesucristo, al establecer como primer sacerdote y Primer Papa de la Iglesia, a un hombre casado.

Que el apóstol San Pedro no era soltero es indudable. Un evento narrado en el Evangelio se muestra definitorio en lo relativo al estado civil del Príncipe de los Apóstoles.

“Cuando salieron de la sinagoga, vinieron a casa de Simón y Andrés, con Santiago y Juan. Y estaba la suegra de Simón en cama, con fiebre y al punto le hablaron de ella. Entonces fue a ella, y tomándola de la mano, la levantó, y la dejó la fiebre, y se puso a servirles” (San Marcos I, 29-31).

San Pedro podría haber sido viudo, algo a lo que, de hecho, invita el propio relato evangélico cuando habla de la suegra sin hablar, sin embargo, de la esposa. Pero existe en otro texto del Nuevo Testamento una alusión a su mujer. 

Dice San Pablo: “¿No tenemos derecho de llevar con nosotros una mujer cristiana, como los demás Apóstoles, y los hermanos del Señor, y Cefas (es decir, San Pedro)?” (1 Corintios IX, 5). Sin embargo, por seguir a Cristo, San Pedro dejó de llevar una vida marital. 

Estas palabras al Maestro lo confirman: “Tú lo ves, nosotros hemos dejado todo (todas las cosas propias, según San Lucas), y te hemos seguido” (San Mateo XIX, 27; San Lucas XVIII, 28).

A lo que Jesús le respondió: “Yo os aseguro que nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el reino de Dios, quedará sin recibir mucho más al presente, y en el mundo venidero, la vida eterna” (San Lucas, 29-30).

El autor de la Historia Eclesiástica, Eusebio de Cesarea se hace eco de un relato de San Clemente de Alejandría, el cual afirma la existencia de una esposa de San Pedro, incluso cuando éste ya se contaba entre los seguidores más cercanos de Jesús.

“Pues se cuenta que el bienaventurado Pedro, cuando vio que su propia mujer era conducida al suplicio, se alegró por causa de su llamada (al martirio) y de su retorno a la casa (de Dios), y gritó fuerte para animarla y consolarla, llamándola por su nombre y diciendo: “¡Oh tú, acuérdate del Señor!” Tal era el matrimonio de los bienaventurados y la perfecta disposición de los más queridos”.

En consecuencia, San Pedro dejó todas las cosas propias, su matrimonio, por el Reino de los Cielos, y se hizo eunuco a sí mismo para libremente seguir a Cristo.

“Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, entienda” (San Mateo XIX, 12).

Se debe entender “eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos” (San Mateo XIX, 12) no como un hombre defectuoso sino todo lo contrario como un hombre que aspira a la perfección por amor a Dios.

En el sacerdocio del Antiguo Testamento los hombres que tuvieran algún defecto corporal estaban impedidos en el ejercicio del sacerdocio.

La razón de esto es porque nadie que tuviera “defecto corporal podía acercarse a ofrecer el pan de su Dios” (Levítico XXI, 17). Lo mismo con los Sacerdotes del Nuevo Testamento. Dios se reserva para Sí lo perfecto.

“Ninguno … que tenga un defecto corporal, se acercará a presentar el pan de su Dios … ni ciego, ni cojo, ni mutilado, ni desproporcionado, ni hombre que tenga quebrado el pie o la mano, ni jorobado, ni débil, ni enfermo de los ojos, ni sarnoso, ni tiñoso, ni eunuco” (Levítico XXI, 17-20).

Los eunucos que menciona el libro del Levítico son los que han nacido así, o fueron hechos eunucos por los hombres. Estos son imperfectos para el servicio de Dios. “Ninguno … que tenga un defecto corporal puede acercarse para ofrecer los sacrificios que se queman en honor del Señor. Tiene un defecto corporal, y por eso no puede acercarse para ofrecer el pan de su Dios” (Levítico XXI, 21).  

Pero el que elige ser eunuco por el reino de los cielos, ese lo hace por alcanzar la perfección, y es aptísimo para servir a Dios. Es el caso de los sacerdotes, y, en concreto, de San Pedro.

Ésta es la promesa de Dios para los eunucos fieles que se ven sin futuro humano en los hijos: “Porque así dice el Señor a los eunucos que guardan mis sábados y escogen lo que me es grato y se atienen a mi alianza: “Yo les daré en mi Casa y dentro de mis muros, valor y nombre, mejor que hijos e hijas; les daré un nombre eterno que nunca perecerá” (Isaías 56, 4-5).

San Jerónimo elogia la virginidad como medio para alcanzar la perfección pues la virginidad es el camino más perfecto. Pero no todos son llamados a él, porque no todos están al alcance de seguirlo sin una asistencia especial de la gracia divina.

Luego, la Primera Epístola de San Pedro nos sitúa en el contexto de los últimos tiempos, y el designio de Dios recomienda para estos tiempos buscar la perfección haciéndose eunuco por el reino de los cielos. No manda no casarse, pero sí recomienda mantenerse virgen para una mayor perfección.

Dicho esto, a los esposos San Pablo recomienda la abstinencia por un tiempo “para entregaros a la oración” (1 Corintios VII, 5), para que alcancen mejor la perfección.

Y a los solteros le recomienda la virginidad por encima del estado matrimonial: “Juzgo, pues, que en vista de la inminente tribulación, es bueno para el hombre quedar como está” (1 Corintios VII, 26). 

Las ventajas y excelencias de la virginidad por causa de Dios no se pueden destacar mejor que en este incisivo discurso de San Pablo, de un valor que no sufre menoscabo por el cambio de tiempos ni de circunstancias.

La inminente tribulación son las cargas y cruces de la vida matrimonial, y las persecuciones y la vanidad y la fugacidad de este mundo, cuyo fin está siempre cada vez más cerca con el ansiado Retorno del Rey de Reyes.

En otra parte San Pablo avisa que el tiempo para este retorno del Señor es limitado: “Lo que quiero decir, hermanos, es esto: el tiempo es limitado; resta, pues, que los que tienen mujeres vivan como si no las tuviesen” (1 Corintios VII, 29).

No está proclamando la anticoncepción en los últimos tiempos, sino, todo lo contrario, la perfección de los esposos, dado el contexto.

El tiempo es limitado. Esta idea es expresada en griego con una expresión tomada de los marineros, que significa “elevar las velas”, es decir, “¡Velad!” 

Y es para señalar que no podemos contar con largo tiempo, que estamos próximos a zarpar, lo cual es doblemente cierto, por la brevedad e incertidumbre de nuestra vida, y por el eventual retorno del Señor en cualquier momento.

“¡Velad!” En las innumerables profecías sobre los últimos tiempos Jesús afirma habérnoslo predicho “todo”. Sólo ignoramos “el día y la hora”

Dice el Catecismo Romano que cuanto menos sabemos ese instante de la vuelta de Cristo, el cual vendrá “como un ladrón de noche”, tanto más debemos estar alerta para esperarlo con el vehemente deseo con que aguardaban los patriarcas y profetas Su primera venida. “Ha venido el fin de las edades” (1 Corintios X, 11). 

Como se ve, San Pablo no impone la virginidad como un precepto (cf. 1 Timoteo IV, 3) sino como un muy buen consejo. Ofrece la virginidad como un estado más conveniente y feliz aún en esta vida, de acuerdo con lo que Jesús enseñó sobre el estado del eunuco que se hizo a sí mismo por el reino de los cielos. Es un estado más perfecto que el matrimonio.

Lo mismo dice San Pablo sobre el estado de viudez: “La mujer está ligada todo el tiempo que viva su marido; mas si muriere el marido, queda libre para casarse con quien quiera; sólo que sea en el Señor. Sin embargo, será más feliz si permaneciere así, según el parecer mío, y creo tener también yo espíritu de Dios” (1 Corintios VII, 39-40).

Son los falsos doctores quienes recomiendan no casarse y no tener hijos (planeamiento) en los últimos tiempos.

“El Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos habrá quienes apostatarán de la fe, prestando oídos a espíritus de engaño y a doctrinas de demonios, (enseñadas) por hipócritas impostores que, marcados a fuego en su propia conciencia, prohíben el casarse … (no obstante el) conocimiento de la verdad” (1 Timoteo IV, 1-3).

Luego, es claro que San Pablo no se opone al matrimonio en los últimos tiempos, pues sino sería un falso doctor. Y para lograr mejor entender el correcto desempeño de la mujer en estos últimos tiempos conviene repasar el designio de Dios.

Sobre las mujeres en general las siguientes afirmaciones son muy fuertes pues van en contra del feminismo que hoy se impone, en gran parte, por culpa de la Iglesia Modernista.

Siguiendo la línea de pensamiento de San Pablo, la mujer será más feliz si permanece callada. 

“las mujeres guarden silencio en las asambleas (es decir, en la Iglesia); porque no les compete hablar, sino estar sujetas, como también lo dice la Ley. Y si desean aprender algo, pregunten a sus maridos en casa; porque es cosa indecorosa para la mujer hablar en asamblea” (1 Corintios XIV, 34-35).

¡Cuán lejos estamos de esta normalidad! Por más extravagante que nos parezca, y fuera de lugar en estos turbulentos tiempos, en la Iglesia a la mujer no le compete hablar. La Santísima Virgen habló en las Bodas de Caná, porque Ella era perfecta.

Para que lo conozcan quienes buscan agradar a Dios, según Él nos enseña y no según ocurrencia propia, es competencia del marido catequizar a la esposa y a los hijos (aunque muchas veces ocurra lo contrario). San Pablo deja firmemente constancia de que tal es el plan de Dios. 

Enseña San Juan Crisóstomo que “la limpieza del varón fiel (a Dios) vence la inmundicia de la mujer infiel (a Dios) y también la limpieza de la mujer fiel (a Dios) vence la inmundicia del varón infiel (a Dios)”.

El marido que vive para Dios, santificado como miembro de Cristo, santifica a la mujer por la íntima unión que con él tiene. 

La separación de los esposos dificultaría la salvación de la mujer que es infiel a Dios, porque por su unión con el marido fiel a Dios tiene mayor esperanza de salvación, así como también los hijos de padres cristianos fieles a Dios más seguramente llegan a la fe.

A la mujer le compete llevar el velo, pues manifiesta así su sujeción al marido y a Dios, dice San Pablo. “El hombre, al contrario, no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón” (1 Corintios XI, 7).

En esta época de violento feminismo conviene recordar que la sujeción de la mujer no es doctrina de tal o cual escuela, sino que fue impuesta expresamente por Dios: “Estarás bajo la potestad de tu marido y él te dominará” (Génesis III, 16). Repite esta idea San Pablo: “Las mujeres sujétense a sus maridos, como al Señor” (Efesios V, 22).

La sujeción de la mujer estaba presente en los Profetas del Antiguo Testamento. Así dice Ezequiel con respecto a las mentirosas profetizas:

“… las hijas de tu pueblo … profetizan a su capricho … ¡Ay de las que cosen almohadillas para todas las articulaciones de los brazos y hacen cabezales de todo tamaño para las cabezas, a fin de cazar almas! ¿Creéis acaso que cazando las almas de mi pueblo podréis salvar las vuestras? Vosotras me profanáis delante de mi pueblo por un puñado de cebada y un bocado de pan, haciendo morir las almas que no deben morir, y salvando las almas que no deben vivir, mintiendo a mi pueblo que escucha la mentira” (Ezequiel XIII, 17-19).

Tremenda advertencia de Dios que deben tomar nota las incontables mujeres de hoy que sometiéndose a la tiranía mundana de las modas indecorosas van, como las falsas profetisas, “haciendo caer en lazo las almas”, es decir, sembrando a su paso, consciente o inconscientemente, el pecado en cada uno que las ve y las codicia, según lo enseña el mismo Señor Jesús: “Quienquiera mire a una mujer codiciándola, ya cometió con ella adulterio en su corazón” (San Mateo V, 28).

Tanto por la ostentación del atavío lujoso, como por la ostentación de la hermosura, “se enciende cual fuego la concupiscencia” (Eclesiastés IX, 8 s.).

Y en otra parte: “¿Por ventura puede un hombre encender el fuego en su seno sin que ardan sus vestidos? ¿O andar sobre ascuas sin quemarse las plantas de los pies?” (Proverbios VI, 27 s.).

Habrá tal vez quien diga que esto es precisamente lo que se busca: la caza del matrimonio (hoy la caza de meterse en concubinato) mediante el atractivo físico: “Tener cubierto aquello que no debe dejarse ver” (Sirácida XXIX, 28).

Para ilustrar a las que así pensaren, y salvarlas de la ruina de un hogar desdichado, la sabiduría de Dios nos dice que no puede existir, ni entre esposos ni entre amigos (o novios), un vínculo durable sin el afecto fundado en lo espiritual.

Luego, la mujer, siendo inferior al hombre, debe guardar su rango y llevar el signo de su inferioridad. “Por tanto, debe la mujer llevar sobre su cabeza (la señal de estar bajo) autoridad, por causa de los ángeles” (1 Corintios XI, 10). 

Esto es para la mujer el hacerse eunuco a sí misma por amor al reino de los cielos. Es buscar la perfección de la mujer, y no degradarla, como entendería cualquier modernista y el feminismo.

¡Oh, castigo que le viene a la humanidad por no respetar los designios de Dios! Un juicio caerá sino no se dicen estas verdades claramente:

“¡Oh, Señor! He proclamado tu justicia en la grande asamblea (la Iglesia); no contuve mis labios; Tú, Señor, lo sabes. No he tenido escondida tu justicia en mi corazón, publiqué tu verdad y la salvación que de Ti viene; no oculté a la muchedumbre tu misericordia y tu fidelidad. Tú, Señor, no contengas para conmigo tus piedades; tu misericordia y tu fidelidad me guarden siempre” (Salmo 40,10-12).

Amén.

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La Cátedra de San Pedro en Antioquía – 1 Pedro I, 1-7 – San Mateo XVI, 13-19 – 2024-02-22 – Padre Edgar Díaz